Billy apartó el periódico. El Carnival News había transcrito literalmente algunas partes de la conferencia de Banks y mi amigo fue el encargado de leerlas. Cuando llegó a la descripción del Aenar, no lo soportó.
—¡Sam, vamos! —Dobló el periódico y lo dejó a un lado.
Estaba sentado contra el tronco, en el claro.
—Suena un poco inverosímil —acepté.
—¿Un poco?
Estábamos solos. Eché de menos a Miranda.
—Mira…, he pensado en todo este asunto —dijo Billy con cierto pesar—. Sé que he sido un poco descreído con las teorías del viejo.
—¿Un poco? —repliqué imitando su expresión de hacía instantes.
Él me hizo un ademán para que lo dejara estar.
—Bueno, muy descreído. Me he burlado y todas esas cosas. Ya me conoces. Con lo que sucedió en casa de Miranda, la película y la conversación del señor Matheson, le he dado vueltas a todo el asunto, no creas que no. Fue una casualidad muy grande que escucháramos precisamente esa conversación, aunque también, reconozcámoslo, la conferencia estaba próxima. Si hubiéramos descubierto las galerías un mes antes, lo hubiéramos encontrado… follándose a la criada.
Alcé de inmediato la vista. Billy no utilizaba ese tipo de vocabulario delante de mí. No pude evitar sonrojarme y él también, pero no se desdijo. Muchas cosas cambiarían ese verano.
—¿Entonces?
—Que lo he pensado. Y te concederé una cosa. Puede que Banks no esté loco, que crea absolutamente todo lo que dice y que todos los testimonios sean reales. Pero eso no es prueba de nada. Siguen siendo un hatajo de lunáticos, aunque quizá no en el sentido estricto, ¿me entiendes?
—No muy bien.
—Quizá toda esa gente cree que ha visto lo que dice haber visto. No sé si lo han soñado o qué. Si no, fíjate en la descripción del extraterrestre. —Billy cogió nuevamente el periódico, lo extendió y leyó—: «El auditorio de la biblioteca pública enmudeció ante la proyección del Aenar, un ser bajito, de ojos gigantes y maléficos». —Volvió a doblar el periódico—. ¡Un ser bajito, de ojos gigantes y maléficos! —repitió—; yo mismo creo que tendré pesadillas con eso. Es una bola de nieve, Sam. Las personas hablan, ven películas, escuchan testimonios, es casi imposible pasar un día en esta ciudad sin escuchar diez veces la palabra extraterrestre.
—Nunca hemos hablado del tema tan abiertamente.
Mi frase tomó a Billy con la guardia baja.
—Te pido perdón por ello.
—Gracias, Billy.
—Pero ¿entiendes lo que quiero decir?
—Sí, creo que sí. Pero es que…, supongamos por un momento que sea cierto, que sea como dice Banks y que ellos no quieren que estemos seguros de su existencia, ¿no es lógico que ocurra todo lo que tú dices?
—Si son tan inteligentes, no se dejarían ver.
Quizá no eran tan inteligentes, pensé. Por primera vez razonábamos juntos, sin abordar el tema tangencialmente o por medio de ironías. No quería echarlo a perder. Billy tenía su pensamiento, y era sumamente respetable. Lo cierto es que yo seguía teniendo mis dudas. Negarlo todo parecía lo más sencillo.
—Lo que quiero decirte, Sam, es que estoy contigo, y te prometo que llegaremos al fondo. Y no solo por la promesa que hemos hecho con Miranda en la casa del árbol.
—Gracias, Billy.
—No me des las gracias a cada rato.
El comentario de Billy no me molestó, sino todo lo contrario. Era su manera de decirme que realmente le importaba. Supe perfectamente a qué se refería con eso de «llegar al fondo». La conversación telefónica de Preston Matheson había sido real, la habíamos escuchado con nuestros propios oídos; él era un empresario inteligente, un hombre poderoso; si había regresado a Carnival Falls, alguna razón fuerte debía de haber detrás, y esa razón estaba relacionada con lo que Banks había anunciado al final de la conferencia. Billy era un niño fantasioso y con una capacidad creativa fuera de serie, pero siempre necesitó algo que lo anclara a la realidad, así funcionaba él. La conversación de Preston Matheson era esa ancla.
Iba a decir algo pero me detuve. Alguien se aproximaba por el sendero.
¡Miranda!
Pero no era ella.
—Miren a quiénes tenemos aquí…, ¡las niñas del bosque!
Cuando me volví, una figura imponente franqueada por dos mastodontes hizo que me estremeciera.
—¿Qué quieres, Mark? —preguntó Billy casi sin inmutarse.
Era Mark Petrie, que ese verano crecía a toda pastilla. Y los que estaban detrás no eran mastodontes, como mi cerebro me había llevado a pensar desde el suelo. De hecho, uno de los niños era bastante menudo, más o menos de mi tamaño.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Mark. Su voz se había vuelto más gruesa. De pequeños habíamos jugado juntos en el Límite, pero eso fue, parafraseando a Billy, hasta que el cerebro de Mark dejó de desarrollarse. Mark se había pasado al bando de los chicos rudos y ahora, al parecer, se había convertido en una especie de líder.
—No hacemos nada —respondió Billy con calma. Seguía apoyado contra el tronco—. Nada en particular. ¿Vosotros qué hacéis?
Mark frunció el ceño. Fue evidente que no supo darse cuenta si la pregunta era una muestra de educación o una tomadura de pelo.
—Estamos buscando un sitio reservado para nuestra… competencia especial.
Cerró el puño y lo movió hacia delante y hacia atrás a la altura de la cintura, una y otra vez, con el rostro desencajado. Los dos chicos que lo acompañaban rieron. Uno de ellos era Steve Brown, amigo de Mark desde siempre y su inseparable secuaz. Si Mark era limitado, el caso de Steve era mucho peor. Había repetido todos los grados desde el quinto al séptimo y lo más probable era que hubiera llegado a su techo intelectual, aunque los que habían compartido clases con él aseguraban que ya lo había sobrepasado gracias a las influencias de su padre —un político de poca monta—. Steve imitó el movimiento de su mentor mientras reía sin parar. El otro chico se llamaba Jonathan Howard y era nuestro compañero de grado; asustadizo y esmirriado, no era un mal chico, pero carecía de personalidad. Era la primera vez que lo veíamos formar parte de la pandilla de Mark.
—Jonathan, ¿qué haces con ellos? —pregunté.
—No le respondas —intervino Mark—. Jonathan sabrá lo que es bueno de ahora en adelante. ¿Verdad, Steve?
—¡Claro!
—Creo que este sitio está bien para nosotros —dijo Mark echando un vistazo al claro mientras asentía una y otra vez—. Tendréis que iros.
Esta vez fue el turno de Billy de reír.
—Noticia de último momento —dijo Billy con su voz de locutor—. Este sitio es nuestro. Nos reunimos aquí desde hace años. Buscaos otro. El bosque es grande.
—No lo sé. —Mark avanzó un paso, desafiante, hasta quedar a menos de un metro de donde yo estaba—. Este sitio nos gusta mucho, ¿verdad, chicos?
Steve Brown y Jonathan Howard asintieron. El primero lanzó un par de aullidos lobunos y volvió a soltar una de sus risotadas bobaliconas.
—Vete, Petrie —le disparó Billy—. Eres patético.
—¿Quién es patético? —graznó Mark Petrie. Remató la frase con una patada a la tierra. Me volví, pero no pude evitar que una buena cantidad de tierra se me metiera en la boca y en los ojos.
Billy se puso de pie como accionado por un resorte.
—Vale, es suficiente… —dijo. Apenas pude entreabrir uno de mis ojos para verlo avanzar a trompicones hasta Petrie. Era un poco más bajo que él, pero la contextura física era más o menos la misma. Billy también había crecido mucho ese verano. Le asestó un empujón que hizo que Mark se tambaleara hacia atrás.
Me puse de pie. La tierra se me había metido por dentro de la camiseta y me raspaba por todas partes. Intenté abrir los ojos completamente pero el escozor me lo impidió. Billy era una sombra delante de mí. No podía dejar de pestañear y de masajearme los ojos con los dedos.
—Mirad, chicos —dijo Mark con voz aflautada—, el niño fuerte defiende a su novia. ¿No es adorable?
Steve celebró el comentario de su líder. No paraba de reír.
Logré quitarme algo de tierra de los ojos y acercarme a mi amigo para colocarle una mano sobre el hombro.
—Vámonos, Billy. Encontraremos otro lugar.
—Sí, encontraréis otro lugar —estuvo de acuerdo Mark Petrie—, claro que sí. ¡Largaos!
Pero Mark no avanzaba, y Billy se dio cuenta que esa era una ventaja a nuestro favor. Por alguna razón, Mark no estaba dispuesto a pelear, solo quería bravuconear un poco.
—Nos quedaremos aquí —dijo Billy con tranquilidad—. Nosotros estábamos primero.
Acto seguido retrocedió y volvió a sentarse plácidamente contra el tronco, junto al periódico. Mark lo observó, desconcertado, y rápidamente fijó su atención en mí, que seguía de pie en el centro del claro.
—Ya han tenido su merecido —dijo señalándome—. Además, ahora que lo pienso, este sitio está muy a la vista. Necesitamos algo más privado.
—¡Privado! —repitió Steve como un loro mientras retomaba sus gestos obscenos.
Jonathan tenía la vista puesta en la punta de sus zapatillas. Sentí un poco de pena por él. Era de esos niños que se dejan influenciar con facilidad.
Mark comenzó a darse la vuelta para marcharse pero se detuvo.
—Y otra cosa —dijo—. Sabemos lo que le hicisteis a Orson.
—¿Estás triste sin tu novia, Petrie?
—Orson era mi amigo —respondió Mark con seriedad—. Vais a pagar lo que hicisteis.
—¿Solo porque compartíais un puñado de revistas viejas escondidas en el bosque te crees su amigo?
Mark abrió los ojos como platos.
—Largaos de una vez, por favor —dije en tono conciliador.
—Oh, mirad quién se digna a hablar, la señorita Tierra.
—Vete, Petrie —dijo Billy mientras simulaba leer el periódico.
—Ya ajustaremos cuentas por lo de Orson —dijo Mark Petrie—. Vamos, chicos. Estas niñas han hecho que se me empiece a poner dura.
El comentario debió de ser la cosa más graciosa que Steve Brown escuchó en su vida porque se dobló de la risa y comenzó a golpearse frenéticamente las rodillas con las manos. Se le saltaban las lágrimas mientras reía como una hiena.
Se fueron como llegaron, en perfecta formación, solo que ahora su avance era anunciado por las carcajadas de Steve.
—¿Dónde estábamos? —preguntó Billy examinando el periódico.
Terminé de sacudirme la tierra lo mejor que pude y volví a sentarme.