El auditorio de la biblioteca pública tenía capacidad para unas doscientas personas, y ese día había más de trescientas. El corredor central y los dos laterales estaban llenos, lo mismo que las cercanías a la tarima donde Banks llevaría a cabo su exposición. Había varios grupos claramente diferenciados. Los reporteros, con sus acreditaciones correspondientes, agolpados en el frente con sus cámaras y grabadoras portátiles, no eran curiosamente los más sobresalientes. En las tres primeras filas había una legión de fanáticos de Banks, algunos con vestimentas que rayaban lo ridículo, como uniformes dignos de Star Trek. No había ninguno con máscaras de ojos grandes y antenas, como las que solían venderse en las ferias y en las tiendas de disfraces, pero era obvio que a más de uno le hubiera encantado pavonearse con un traje plateado y una pistola de rayos. El segundo grupo era el más numeroso, y estaba formado en su mayoría por hombres bien vestidos, impávidos ante los cuchicheos y vítores de los fanáticos que demandaban la presencia del anfitrión. Entre los hombres foráneos había algunos con aspecto de verdaderos catedráticos, rostros adustos y compuestos. Eran los especialistas.
En el escenario había un atril, una pantalla de proyección de diapositivas y una mesita alta con un televisor.
Banks apareció por la parte de atrás y se abrió paso entre la muchedumbre agolpada en uno de los pasillos laterales. La concurrencia fue alertada por una musiquilla cósmica que comenzó a sonar desde los altavoces. Los fanáticos inmediatamente se volvieron para localizar a Banks y no tardaron en hacerse oír —para fastidio de los especialistas—, coreando el nombre del inglés una y otra vez y batiendo las palmas. Se oyeron silbidos y se alzaron puños para recibir a la estrella de la noche. El rostro de Banks era la viva representación de la inexpresividad, pero ante semejante manifestación esbozó una efímera mueca que se quedó a medio camino de una sonrisa. Hizo un gesto pacificador para acallar a sus seguidores y se aclaró la garganta para beber luego un sorbito de agua.
Philip Banks vestía un impecable traje gris. Se quitó la chaqueta, que un asistente junto al escenario se encargó de recoger, y cogió el micrófono que estaba en el atril. Hizo una pausa en la que escrutó a la audiencia y entonces habló por primera vez, con un acento capaz de provocar envidia a la mismísima reina de Inglaterra.
—Me hace muy feliz que estén conmigo en esta tarde tan especial.
El público aplaudió con efusividad.
—Hace más de cuarenta años, mi amada esposa, Rochelle Banks, y mi hijo por nacer, desaparecieron en la intersección de la calle Madison con Newton de esta ciudad. Un buen amigo pasó por allí y vio el coche, un Studebaker, con las luces exteriores e interiores encendidas y la radio funcionando. Nunca más volví a verla y es la razón por la que hoy estoy aquí frente a vosotros. —Hizo una pausa. El auditorio había enmudecido—. Asumo las suspicacias. Sé que muchos de vosotros pensáis que no soy más que un viejo loco que no acepta la verdad. ¿Cuál es la verdad? ¿Que mi mujer que amaba perdidamente, con la que iba a tener un niño, decidió marcharse de la noche a la mañana? Si es así, ¿dónde está? Porque la policía no ha podido dar con ella; todos los recursos que he destinado a localizarla no han arrojado una sola pista. Ni una sola.
Hizo un gesto al asistente, ahora ubicado junto al proyector de diapositivas. En la pantalla de pie (muy similar a la de los Matheson) apareció un retrato en blanco y negro de una hermosa mujer.
—A ella le debo la verdad. Por ella sigo buscando desesperadamente desde hace más de cuatro décadas, solo por ella.
El rostro de Rochelle desapareció de la pantalla y Banks se tomó unos segundos para reflexionar. Su aspecto era impecable. Tenía el cabello cano, pulcramente cortado al igual que la barba. Más allá de las historias que pudieran circular sobre él, de los trastornos sufridos por la desaparición de su esposa, lo cierto es que lo que transmitía cuando hablaba era sofisticación y cordura. He de reconocer con cierto pesar que nunca encontré en aquel hombre, las pocas veces que lo vi personalmente o en la televisión, un solo indicio de desconexión con la realidad. Es cierto que no era un científico, pero sí era un individuo extremadamente racional, o eso parecía.
—Voy a dividir esta conferencia en tres partes —anunció—. Las dos primeras ya son conocidas por algunos de vosotros, y tendrán como propósito situaros en lo que hoy sabemos de la vida extraterrestre; veremos algunos documentos reveladores y escucharemos testimonios.
Junto al atril había un puntero de madera. Banks lo agarró con delicadeza por un extremo y se encaminó hacia la pantalla. Una diapositiva mostró lo siguiente:
• ¿Quiénes son «ellos» y qué buscan?
• Tomando contacto
• ADN – Hallazgos reveladores
Señaló el último punto.
—Hacia el final nos ocuparemos del plato fuerte del día: los resultados definitivos que ya tengo en mi poder. —Cogió un sobre lacrado del atril y lo sostuvo en alto—. Son las pruebas realizadas en Suiza.
La multitud se encendió, pero esta vez Banks la apaciguó con un ademán. Devolvió el sobre al atril y se apoyó momentáneamente en el puntero, como si fuera un bastón.
—Existen en nuestro universo más de cien mil millones de galaxias. Eso es un uno seguido de once ceros. Si estimamos la cantidad de estrellas del tamaño del sol con planetas orbitando alrededor, el número aumenta considerablemente a un millón de billones; un uno con dieciocho ceros. Si solo una billonésima parte de esos sistemas solares similares al nuestro albergasen vida, aún tendríamos un millón de colonias extraterrestres. Ir en contra de semejantes probabilidades es sencillamente ridículo.
Se desató el aplauso, uno de los tantos que vendrían después.
Banks exhibió una serie de diapositivas de antiguas representaciones en piedra, diversos objetos mayas y antiquísimos papiros chinos donde nuestros antepasados supuestamente dejaron plasmados sus contactos extraterrestres. «Las referencias están allí, para el que quiere verlas», decía Banks mientras señalaba con su puntero una serie de estrellas dibujadas en un tratado babilónico, entre las cuales aparecía una elipse perfectamente distinguible. No se detuvo demasiado en otros antecedentes y se centró en los datos recopilados durante los últimos años, cuando, a su modo de ver, los Gobiernos comenzaron a estudiar el tema seriamente debido a las tremendas implicaciones que podría tener en la humanidad un contacto con una civilización más inteligente que la nuestra. Una diapositiva con el mapa del país mostraba las zonas donde se habían producido la mayor cantidad de avistamientos de ovnis, así como desapariciones misteriosas y abducciones. Se veía claramente que ciertas regiones marcadas en rojo presentaban más casos que otras.
—No sabemos por qué las tareas de reconocimiento de las naves se concentran en determinadas zonas, pero es un fenómeno que se repite en todo el mundo. O bien los extraterrestres poseen bases aquí en la Tierra, en cuyo caso les es conveniente no alejarse de ellas, cosa que personalmente considero poco razonable; o estas localizaciones se condicen con puntos singulares del espacio: puertas en el universo que hacen posible viajar por nuestra galaxia de un modo que aún no entendemos.
Banks se acercó al atril y bebió un poco de agua.
—No hemos podido establecer con certeza cuál es el aspecto físico de nuestros visitantes. No existen documentos fotográficos ni filmográficos de estos seres; por lo menos no uno del que yo me fíe rotundamente. La mejor aproximación proviene de numerosos testimonios, cientos de ellos, y aun así no todos son enteramente coincidentes. Sabemos que es probable que un buen número de estos testimonios discordantes sea producto de engaños o alteraciones en la percepción, pero aun los más creíbles, o aquellos corroborados por varios testigos, no son coincidentes entre sí al ciento por ciento. Hay razones para ello. La principal es que hay al menos tres tipos de extraterrestres bien diferenciados que nos han estado visitando. Podrían ser seres con un mismo origen, un mismo planeta, o no. Lo que sí parece poco probable es que no se conozcan entre sí. De esas tres razas hay una que ha sido vista con mayor frecuencia, y es de la que quiero hablaros en este momento…
El operador proyectó una nueva diapositiva. Banks estaba de pie a un lado. El hecho de que no diera la orden a su asistente tomó al auditorio por sorpresa. Se escucharon varios suspiros.
—Damas y caballeros, conozcan al Aenar.
La cámara que registraba la conferencia se centró en la pantalla de proyección. En ella aparecía un hombrecito cuya cabeza era mucho mayor en proporción a su cuerpo; era gris y de extremidades esqueléticas. Buena parte de la cabeza estaba ocupada por dos inmensos ojos panorámicos, que se asemejaban más a gafas de espejo que a otra cosa. La nariz se reducía a dos líneas verticales y la boca era una diminuta ranura horizontal. No tenía vello en ninguna parte del cuerpo, ni sexo.
Mientras Banks describía al Aenar, recuerdo haber sonreído en mi apartamento de Nueva York, observando la vieja cinta de VHS. La verdad era que aquel dibujo, no demasiado logrado por cierto, podía haber impresionado a alguien en la década de los setenta o principios de los ochenta pero a fines de los noventa era una versión casi risible de los extraterrestres tan repetidos en la ciencia ficción.
—Morfológicamente hablando, los ojos muy desarrollados no son una sorpresa. Aquí, en la Tierra, casi todos los animales han evolucionado de esta manera; la vista es el sentido que han desarrollado mejor la mayoría de las especies, y lo han conseguido por diversas vías, desde órganos infrarrojos, sonares, etcétera. No es llamativo que una raza claramente superior a la nuestra haya desarrollado órganos visuales que suponemos de una sofisticación asombrosa. El tamaño craneal presupone también un cerebro ostensiblemente más poderoso que el nuestro, con capacidades telepáticas y telequinéticas. Estos sentidos, para muchos investigadores —yo incluido—, presentes en humanos pero atrofiados, han sido llevados al extremo por esta súper raza. La complexión delgada evidencia la falta de necesidad de realizar esfuerzos físicos, reemplazados por el poder de una mente capaz de desplazar objetos a voluntad. El hombre ha basado su existencia en la fortaleza física. El Aenar no necesita más que una mínima estructura ósea y muscular, suficiente para sostenerlo.