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Me tendí en la cama con la caja floreada y le quité la tapa. Allí estaban todos los recuerdos de mi madre: fotografías, recortes de periódico, algunas cartas. En un estuche de metal había dos anillos y una gargantilla de oro con la inscripción «PAM». A mí me gustaba pensar que ese era el nombre de mi abuela, de la cual lo único que sabía era que había muerto hacía muchísimo tiempo. También estaba Boo. Lo agarré y lo senté en mi pecho.

—Hoy he visto una filmación del accidente —le dije a mi juguete de la infancia—. Justo antes del accidente, en realidad.

Sus ojos me miraron con fijeza. Recordé una película que habíamos visto con Billy el verano anterior, en la que el protagonista sufría una parálisis total a causa de un accidente y solo podía expresarse con los párpados.

—Una vez para sí, dos veces para no.

Devolví a Boo a la caja y me recosté. Había sido una jornada tan descabellada, que si mi oso de peluche hubiera pestañeado, no me hubiera sorprendido demasiado. Entrelacé las manos sobre mi estómago. Habíamos confirmado lo imposible: la película de French no solo estaba relacionada con el accidente del Pinto, sino que el propósito de la misma parecía ser específicamente inmortalizar esos minutos que marcaron mi vida definitivamente. Que Joseph guardara en su casa esa cinta ya era de por sí llamativo, pero dar con ella por casualidad… parecía demasiado. Billy aseguraba que era un fraude, que French bien podía haberla fabricado a petición de Banks para que el inglés sustentara sus teorías, porque de otra manera —y aquí debía coincidir con mi amigo— no podía existir una razón lógica para montar una cámara en plena tormenta y esperar avistar una nave espacial. Aunque el truco estaba bien conseguido, no podía ser otra cosa que un montaje de un aficionado, una ilusión. Miranda fue la única que opuso una tibia resistencia a los terminantes razonamientos de Billy, preguntándose en voz alta por qué French guardaría esa cinta tan celosamente —junto a la prueba de que su hijo adoptivo era un asesino— si era una patraña. Además, nos recordó que el artículo del periódico en el que Banks había anunciado su conferencia, mencionaba también que disponía de pruebas filmográficas del día del accidente, que por alguna razón nunca llegó a exhibir públicamente.

Pero todo parecía indicar que la película era trucada. La calidad era pésima, las circunstancias en que había sido tomada eran sumamente extrañas, y los ovnis se veían a un millón de kilómetros de distancia.

Y estaba, por supuesto, la conversación de Preston Matheson refiriéndose a la conferencia de Banks…, ¿cómo explicar eso? Eran demasiados hechos encadenados para cargar a la cuenta corriente de la casualidad. Las referencias que Preston hizo a la conferencia de Banks fueron directas, dejando claro que tenía especial interés en los anuncios del excéntrico personaje y que intentaría alterarlos. Cuando debatimos esa cuestión, Miranda se apagó de repente. Aunque pareció pasar por alto la tensión entre su padre y Adrianna, no le gustó cómo él se refirió a Carnival Falls. Esos segundos de intromisión desenmascararon las mentiras que durante los últimos meses les había contado a ella y a su madre acerca de nuestra ciudad. La odiaba. Y tan pronto como solucionara los asuntos pendientes con Banks, la familia se marcharía. Cuando Miranda lo expuso le dije que podíamos estar equivocados, que no sabíamos con quién hablaba su padre y que bien pudo decir lo que su interlocutor quería escuchar. Además, le recordé, él mismo había aseverado que Sara y Miranda se estaban adaptando de maravilla, lo cual era completamente cierto, y que quizá eso pesara en el momento de tomar la decisión final. Miranda no pareció muy convencida. Yo, en el fondo, tampoco lo estaba.

Pero había algo más, además de la película y la conversación de Preston. Algo que no me atreví a revelarles a mis amigos. Era la visión del rostro de mi madre asomando bajo la sombrilla de Sophia French, observándome con ojos cómplices. Podía haber sido todo fruto de mi imaginación —de hecho tenía que serlo porque ni Billy ni Miranda vieron nada—, pero mientras estiraba uno de mis brazos hacia la caja floreada, apartaba a Boo y cogía la cadena de oro que había pertenecido a mi madre, tuve la certeza de que había algo más. Aquel guiño había sido su manera de decirme que íbamos en la dirección correcta.