5

Miranda nos hizo entrar por una puerta de servicio. Cruzamos el jardín de los Matheson a la carrera, por uno de los laterales de la propiedad. Nadie nos vio, o eso creímos. Era la hora de la siesta y Miranda nos aseguró que su madre aprovechaba para dormir, porque durante la noche el pequeño Brian la despertaba varias veces para comer, y que su padre se encerraba en el despacho. Los criados no serían un problema.

Recorrimos la mansión como tres ladrones, siempre precedidos por Miranda, que echaba un vistazo rápido a cada una de las habitaciones y nos hacía señas para que la siguiéramos. En el salón de los cuadros, los antepasados de Miranda nos acosaron con sus miradas penetrantes. Al llegar a la segunda planta, estuve a punto de derribar un jarrón chino que Billy logró enderezar a tiempo. Una vez en el ático cerramos la puerta y solo entonces comenzamos a sentirnos fuera de peligro.

—Esto ha sido divertido —dijo Miranda. Era la única que sonreía.

—¿Es probable que alguien suba hasta aquí? —pregunté.

—No.

—¿Y si no te encuentran en tu habitación?

La pregunta de Billy tenía mucho más sentido que la mía.

—Le dije a Adrianna que iría al bosque con vosotros.

—¿Y tu bicicleta? —disparó Billy al instante.

—La he escondido en el garaje. Descuida, no corremos peligro. Y si nos descubren, diremos que estamos jugando. No os preocupéis.

Miranda tenía razón. Quizá estábamos exagerando un poco.

El proyector y la pantalla de pie seguían donde los habíamos dejado, nadie se había tomado la molestia de quitarlos. Nuestra amiga se internó en el laberinto de armarios, sillones, percheros y demás muebles. No la seguimos, pero vimos su cabeza asomando detrás de lo que parecía ser una cómoda. Quitó la tela que la cubría y desapareció fugazmente mientras se agachaba y extraía la cinta de uno de los cajones. Regresó y me la entregó con solemnidad. La etiqueta con la fecha escrita en la pulcra y diminuta caligrafía de Marvin French seguía allí, desafiante: «10 de abril de 1974».

Se la entregué a Billy.

Nos congregamos en torno al proyector mientras Billy introducía la delgada tira de celuloide por una serie de rodillos. Observé la pantalla a la espera de la imagen proyectada.

Allí estaba otra vez Sophia French con el vestido bordado y la sombrilla para protegerse del sol, caminando por el borde de la piscina con aire displicente. De un momento a otro, Orson arremetería contra ella como una locomotora salida del infierno. Pero antes Sophia se inclinó ligeramente, como si buscara la complicidad de la cámara que seguía sus movimientos desde la planta alta. El mentón se hizo visible, más refinado que antes, después sus ojos…, sus ojos que encuentran la cámara. Y sonríe.

¡Es mi madre!

Di un respingo. La sonrisa era la misma que la de mis sueños.

—Sam, ¿te encuentras bien?

Miranda me sacudió.

En la pantalla había un rectángulo blanco. Billy no había iniciado la proyección.

—Estoy bien.

—Pues no lo parece, créeme.

—He visto algo… —dije—, ha sido tan real. Era Sophia French otra vez, en la piscina, antes de… lo de Orson.

Me detuve.

—¿Cómo que la viste? —se interesó Billy—. ¿En la pantalla?

—Sí. Bueno, no. Supongo que en mi cabeza.

La visión del rostro de mi madre bajo la sombrilla seguía grabada en mi retina. Era una tontería, porque ella no se parecía en nada a la señora French. Sin embargo…

—Es como si quisiera decirme algo… —susurré, y en cuanto escuché mis propias palabras me arrepentí de haberlas pronunciado.

Nadie se atrevió a preguntar a quién me refería, si a la señora French, muerta cuatro años antes tras partirse la cabeza contra el fondo de una piscina vacía, o a mi madre.

—Billy, comienza con la proyección —pidió Miranda.

Parecía la única manera posible de olvidarse de lo que acababa de suceder.

El rectángulo blanco se oscureció. La calidad era pésima. La película había sido tomada de noche, en medio de una tormenta, con lo cual las condiciones de iluminación no ayudaban en absoluto. No tenía sonido, lo que llevó a Billy a verificar los controles del proyector hasta cerciorarse de que en efecto aquella cinta era muda.

Lo que teníamos ante nosotros no era otra que la carretera 16, donde el accidente del Pinto había tenido lugar. La cámara estaba posicionada unos cuantos metros por encima del nivel de la carretera, seguramente en una colina. Billy creyó distinguir un tendido de alta tensión cercano a la vieja iglesia de Sant James, con lo cual, si estaba en lo cierto, el tramo de carretera que estábamos viendo estaba un kilómetro al sur del sitio exacto del accidente del Pinto. La espera llegaría a su fin, pensé. Aquella película estaba relacionada con el accidente de mi madre de un modo que todavía no podíamos precisar. Y lo más inquietante era que llevaba años en el cuartito de los Meyer, bajo la custodia constante de Sebastian. ¿Era posible que estuviera viendo imágenes del día del accidente? Parecía fascinante, pero costaba imaginar por qué alguien habría instalado una cámara allí precisamente ese día, en medio del diluvio universal. Aunque, por supuesto, la única prueba de que aquella tormenta había sido la acaecida el 10 de abril de 1974 era la etiqueta en la cinta.

Durante diez minutos no sucedió nada, solo movimientos horizontales hacia uno y otro lado. De repente el vaivén hipnótico se rompió y la cámara se volvió violentamente hacia la izquierda. Un relámpago metalizó la carretera 16 y un cochecito rojo surgió de la nada, con los faros encendidos y avanzando a muy poca velocidad. Era imposible asegurar si era un Pinto, mucho menos distinguir a sus ocupantes. El ángulo de la toma no lo permitía. Otro relámpago estalló más o menos cuando el coche pasaba por el punto más cercano a la cámara, a unos cincuenta metros de distancia. Definitivamente era un coche pequeño.

Cuando el coche se perdió en la bruma, la cámara no se movió. Durante casi dos minutos permaneció estática, registrando árboles inquietos y destellos en el cielo.

Fue Miranda la primera que advirtió los ovnis. Se puso de pie y corrió hacia la pantalla. Su sombra enorme aleteó hasta empequeñecerse y se unió a su dedo extendido.

—¡Aquí!

Por encima de los árboles más distantes, tres luces alargadas no demasiado diferentes a los platillos volantes de las películas se desplazaban en trayectorias lineales y cortas. Aunque ninguno de nosotros —quizá Billy sí, a su modo— podría haber dado una explicación científica del principio de inercia, comprendíamos perfectamente que había algo antinatural en el desplazamiento de las tres luces.

—Se mueven como los colibríes —observó Miranda.

Era imposible saber con certeza el tamaño de los platillos volantes, y en consecuencia a qué distancia se encontraban, pero no era descabellado suponer que el coche rojo que habíamos visto hacía un rato estuviera muy cerca de ellos.

Tras casi dos minutos de piruetas aéreas por parte de las tres luces, la cinta llegó a su fin.

El rectángulo blanco nos cegó.

—Tenemos que verla de nuevo —sentenció Billy—. La parte final, cuando aparecen las luces.

No esperó nuestra respuesta. Rebobinó la cinta y proyectó de nuevo los últimos minutos de la película. Otra vez apareció el coche rojo y después las luces danzantes.

El recuerdo que guardo de ese momento fue el de una sensación abrumadora, como si mis pensamientos se hubieran enredado en una madeja imposible de desenredar. Me sentía con la mente en blanco, incapaz de procesar una sola idea coherente. ¿Se trataba de un fraude? Todo cuanto se refería a los ovnis caía bajo sospecha desde el episodio del platillo volante en Roswell; ¡hasta el hombre en la luna era para muchos un montaje televisivo! En Carnival Falls teníamos nuestro propio fenómeno local, también tildado de excéntrico delirante, un hombre que en la incapacidad de aceptar la muerte de su esposa se aferraba a la posibilidad de las abducciones y las visitas extraterrestres. Toda mi vida había creído que las historias de hombrecitos verdes eran patrañas. Y no es que la película de French me hubiera convencido de lo contrario. Roswell y el hombre en la luna podían ser embustes, quizá sí, quizá no. ¿Pero significaba eso que todo era un engaño?

Cuando terminamos de ver la película por segunda vez, Billy no desarrolló una de sus teorías instantáneas de las cosas, lo que lejos de tranquilizarme me alarmó. Anunció que necesitaba pensar y se puso a caminar de un lado a otro, primero hasta el extremo del ático, luego entre los muebles.

—¿Crees que es verdadera? —me preguntó Miranda.

—No lo sé —respondí con cautela—. La calidad de la cinta es muy mala.

—Es que en las filmaciones de ovnis siempre se los ve muy lejos.

—¿Tú has visto otras?

—Algunas. En la televisión.

Medité un segundo.

—Quizá lo hacen a propósito.

Miranda entendió a quiénes me refería y abrió mucho los ojos. Asintió suavemente.

Aquel razonamiento no era mío. Se lo había escuchado a Banks en una de sus apariciones en el canal local. Él sostenía que los extraterrestres disponían de tecnología muy sofisticada para detectar la presencia humana y mantenerse alejados. También decía que si ellos quisieran, podrían eliminar cualquier prueba de su existencia, que nos permitían conservar solo aquellas que eran ambiguas, para que la humanidad comenzara a tomar conciencia poco a poco de que no era la única raza inteligente en nuestro universo.

—¿Dónde está Billy? —preguntó Miranda.

—¿Se ha escondido? —pregunté sin poder creérmelo.

Nos internamos en el laberinto de muebles. Billy no estaba a la vista y tampoco podíamos escucharlo. Lo llamamos sin levantar demasiado el tono de voz, pero no obtuvimos respuesta.

—Billy, no es momento para jugar al escondite —dije con indignación.

Silencio.

Esconderse no era propio de Billy, ni siquiera en circunstancias normales; lo consideraba infantil y estúpido. Miranda me lanzó una mirada de desconcierto. Tampoco ella creía que nuestro amigo fuera capaz de prestarse a un juego tan tonto en un momento como aquel. El ático era grande, pero no lo suficiente como para que no nos oyera. Volví a llamarlo, esta vez alzando un poco más el tono de voz.

Nada.

Recorrimos el laberinto de muebles en menos de un minuto, mirándonos por encima de aquella ciudad de objetos arrumbados como si fuéramos gigantes.

Billy había desaparecido.