Otra de las cosas que hice en esos días de hastío y soledad fue deshacerme de la gargantilla. No podía exponerme a que alguien de la granja la descubriera por accidente y su existencia llegara a oídos de mis amigos. Así que la guardé en una cajita vacía de crema para zapatos y la enterré en la tierra de Fraser, no demasiado lejos de la camioneta abandonada. El solitario ritual de sepultura sería el comienzo de una nueva etapa, me dije, en la que dejaría atrás mis épocas de espiar a hurtadillas desde el olmo y de pensar en Miranda como un objeto prohibido, casi una obsesión. Ahora era mi amiga, algo que no había siquiera concebido posible unas semanas atrás, y no podía estremecerme si me tocaba un dedo o me abrazaba. Las cosas tenían que cambiar.
Decidí que mi primer día fuera de la granja sería una celebración. Haríamos la excursión que Billy había organizado: me moría de ganas por ver el rostro de Miranda cuando conociera nuestro gran secreto.