I

Una comitiva integrada por el comisario Nichols, dos de sus ayudantes y un representante de la oficina de servicios sociales se llevaron a Orson Powell de la granja la noche del 11 de julio, para dos días después trasladarlo al internado juvenil Fairfax, en Portsmouth. Los niños que habían pasado muchos años en el circuito de orfanatos, como Tweety o Randy, se referían a ese sitio de pesadilla como «la cárcel». Decían que los internos más malvados e incorregibles iban a parar allí, que la seguridad era peor que en Alcatraz y que los problemas se dirimían a muerte. Tweety me proporcionó la mayor cantidad de información fehaciente, aunque siempre he sospechado que había mucha fantasía en torno a Fairfax, posiblemente alimentada por los celadores en los otros centros, que amenazaban con un traslado a Portsmouth como si fuera la antesala al infierno. Lo que sí parecía un dato cierto era que en «la cárcel» se tomaban la seguridad a pecho, que había guardias apostados en torretas, sistemas de alarmas y hasta cercas electrificadas, casi como en una prisión de verdad. Eso me tranquilizó.

Desenmascarar a Orson me valió el apodo de detective Jackson, que mis hermanos utilizaron alternativamente con motivo de orgullo o burla según la circunstancia. El descubrimiento fortuito del joven asesino, cuyo mérito no podía atribuírsenos enteramente ni a mí ni a mis amigos, dio lugar a una serie de especulaciones más o menos consensuadas. La verdadera historia detrás de aquel momento inmortalizado en celuloide, que tuvimos la desgracia de presenciar en el ático de los Matheson, era espeluznante. Tras registrar con su cámara de cineasta aficionado cómo su esposa era empujada a la piscina vacía, y posiblemente salir de la casa a la carrera, saltar al foso y comprobar que en efecto Sophia estaba muerta, el propio Marvin dio aviso a la policía. Era difícil saber qué hizo en los minutos previos —además de embadurnarse con la sangre de su esposa y dejar sus huellas dactilares por todos lados—, pero casi con seguridad escondió la cinta que incriminaba a su hijo adoptivo. Las razones por las que hizo semejante cosa se marcharon de este mundo con él. Quizá, tras los tres años de convivencia con Orson, Marvin ya había advertido su carácter violento y se sentía responsable por no haber sabido corregirlo, o tal vez cargaba con su propia mochila de culpas y aceptó que debía pagar el precio de aquel crimen.

Es probable que el incidente calara profundo en el temperamento de Orson. Cuando más tarde le describí a Tweety el modo intempestivo en que el grandote se lanzó contra su madre adoptiva como un toro embravecido, él me explicó que Orson nunca se comportó de esa forma en sus años en Milton Home. Ese instante de furia desenfrenada en que se dejó llevar sin medir las consecuencias, posiblemente, le enseñó cómo debía proceder de ahí en adelante si quería sobrevivir.

Había un eslabón perdido entre la detención de Marvin French y la complicada estratagema de Orson para manipularme y hacerse con la cinta que lo incriminaba. ¿Cómo había sabido él que la película estaba en poder de Joseph Meyer? La teoría de Billy era que Orson habría asumido que, una vez que su padre adoptivo se atribuyó el asesinato, no tendría intenciones de que la cinta viera la luz. Bien podría haberla destruido antes de la llegada de la policía o escondido para que su abogado la recuperara más tarde y cumpliera con la misión de deshacerse de ella sin dejar rastro.

—Los abogados no pueden revelar lo que su cliente no quiere —nos había explicado Billy a Miranda y a mí—. Se llama secreto profesional.

Joseph podría haberse deshecho de la cinta, atendiendo a la petición de su cliente. Pero ¿y si por alguna razón no lo había hecho? Orson había aprendido de su error. Un acto impulsivo casi había puesto en evidencia su verdadera naturaleza, y se preocupó por que tal cosa no volviera a sucederle. Además, la suerte estuvo de su lado, porque en la granja se encontró conmigo: el nexo perfecto con el señor Meyer. Posiblemente su manifiesto desprecio hacia mí se originó cuando supo de mi relación con él. Qué mejor que doblegarme por medio del temor. De no haber sido por Billy, sé que hubiera accedido a todas sus peticiones.

La faceta previsora de Orson, sin embargo, fue la que lo terminó condenando. Si se hubiera comportado con la misma arrogancia impune de la que habíamos sido testigos en el ático de los Matheson, la cinta seguiría acumulando polvo en el cuartito de los Meyer bajo la estricta vigilancia de Sebastian.

Con la partida de Orson, la segunda mitad de las vacaciones de verano prometía ser mucho más placentera. Hasta Mathilda se mostró cauta y menos avasalladora que de costumbre. Con Amanda tuve una charla a solas, que ella se encargó de dotar de todos los formalismos necesarios para que supiera que estaba enfadada cuando yo sabía en realidad que no lo estaba. Me dijo que se sentía traicionada, que me tenía confianza y no quería que volviera a mentirle. Me confesó que había leído algunas páginas de Lolita y que no era un mal libro después de todo, pero que eso no cambiaba el hecho de que debí haberle dicho la verdad desde el principio. Mientras me hablaba supe que en realidad había leído el libro completo y que le había gustado. No mencionó nada de la fotografía dentro del libro, y yo tampoco. Mejor así.

Aunque con los atenuantes lógicos por haber sido objeto de la manipulación de un psicópata como Orson, mi castigo fue ineludible. Había mentido y eso en la granja de los Carroll siempre tenía consecuencias. Amanda decidió que durante una semana completa no podría salir, salvo para ir a la casa de los Meyer.

Durante el quinto día de penitencia jugaba con Rex detrás del sembrado de patatas lanzándole una rama delgada para que me la devolviera. Randy llegó corriendo a toda velocidad, y una vez a mi lado se dobló en dos a causa del esfuerzo.

—De… delante de… la casa… hay… hay… una princesa.

—¿Qué?

Caminé despacio, con Rex dando saltos a mi alrededor.

—Me dijo que te avisara —dijo Randy, todavía tragando aire en grandes bocanadas. Me seguía con alguna dificultad, doblándose de tanto en tanto para recuperarse.

Miranda me esperaba en una esquina, detrás de la cerca.

—Es Miranda —le dije a Randy.

Él abrió los ojos. La hija de los Matheson ya era popular en la granja a raíz de las últimas noticias, pero nadie la había visto.

—¿Puedo escuchar? —preguntó el niño.

—No —respondí con sequedad—. Es cosa de mayores. Y no le digas nada a Amanda.

—Pero Amanda la verá de todos modos.

—Tú haz lo que te digo.

Randy asintió y se marchó. Rex dudó un instante si seguirlo o no, pero yo tenía la rama, así que se quedó a mi lado.

Me aproximé a la cerca con paso lento, pensando en las posibles razones que habrían traído a Miranda a la granja. Tenía puesto un vestido blanco poco práctico para andar en bicicleta, lo cual me hizo pensar que a lo mejor la suya no era una visita demasiado planificada.

—Hola, Sam. —Estaba apoyada contra su bici de manera muy sensual—. ¿Cómo estás?

—Bien —respondí.

Lancé la rama lo más lejos que pude —no fue mucho— y me apoyé en uno de los travesaños de madera.

—Me alegra mucho. He venido sola.

Miranda miró su bicicleta con orgullo. Lo que para cualquier niña de Carnival Falls era cosa de todos los días, para ella claramente constituía un logro.

—Te felicito. ¡Y con vestido!

—¡Gracias!

Se acercó un paso e instintivamente sentí el impulso de retroceder.

—Solo faltan dos días para que puedas venir con nosotros al bosque —dijo con alegría.

—Sí. Dos días pasan volando.

—Billy me dijo que está organizando una expedición especial: algo grandioso. No quiso adelantarme nada.

Yo ya sabía de qué se trataba. Rex regresó con la rama entre los dientes. Su presencia me sirvió de excusa para apartar la vista un momento y no delatarme.

—Ya veremos qué se trae entre manos —dije—. Seguro que será algo an-to-ló-gi-co.

Miranda rio con mi imitación de Billy.

El perro saltaba de un lado a otro, demandando atención.

—Estoy muy contenta de verte, Sam.

—Gracias, Miranda. Me alegra que hayas venido.

—De esta manera no rompemos las reglas de Amanda —dijo mirando la cerca que se interponía entre ella y yo—. ¿Verdad?

—Tienes razón. Es como una visita a la cárcel.

Sonrió. Dio un paso más y su rostro permaneció a centímetros del mío.

—Hay algo más que quería decirte —musitó.

—¿Qué? —logré articular.

Miranda se aferró a la cerca y uno de sus dedos rozó el mío. Ella abrió los ojos, consciente de aquel desliz involuntario y sin saber si apartar el dedo o dejarlo donde estaba. La misma disyuntiva me asaltó a mí, que opté por no hacer nada. Creo que esa fue la primera vez que me pregunté si Miranda sospecharía lo que sentía por ella.

—Cuando le di las cintas a mi padre —dijo Miranda obligándome a hacer un esfuerzo mental para entender de qué me hablaba—, no le entregué la de la fecha del accidente.

—¿Todavía la tienes?… —dije con cautela.

Ella asintió.

Se separó de la cerca.

—Quería que lo supieras, Sam —dijo Miranda mientras montaba en su bicicleta cuidando de doblar debidamente su vestido—. Ya habrá tiempo de decidir qué hacemos con la cinta. Pensé que quizá querrías utilizar estos dos días para reflexionar.

—¿Billy lo sabe?

—No. Pero creo que deberíamos decírselo.

Asentí.

—Muchas gracias, Miranda. Nos vemos en un par de días.

—Adiós, Sam.

Miranda se marchó pedaleando con una cadencia que me resultó hipnótica. La observé hasta que se convirtió en un punto y desapareció por Paradise Road.

No sé cuántos minutos permanecí así, hasta que algo duro me golpeó en la rodilla.

Rex demandaba un nuevo lanzamiento.