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Billy vivía en una preciosa casa en Redwood Drive. No en la antigua Redwood Drive, todavía territorio de las mansiones que seguían en pie, sino casi un kilómetro más al norte, en una zona donde antes no había habido más que bosque, pero que con los años fue convirtiéndose en un exclusivo suburbio de casas ultramodernas.

Mi amigo también tuvo su golpe de suerte, aunque en su caso, justo es decirlo, no fue un hilo de probabilidad ínfima como mi terca batalla en Nueva York, sino un inmenso letrero de neón visible a kilómetros de distancia. Billy resultó ser un genio con los ordenadores. Y claro, necesitó tener uno delante para darse cuenta. La señora Pompeo decía que había sido una suerte que no se popularizaran antes de que su hijo cursara los últimos años en el instituto, porque en tal caso no hubiera conocido el bosque, ni tenido amigos o vida social. Su pasión fue tan fuerte que su familia casi no ofreció resistencia a que el benjamín rompiera la tradición ingenieril de los Pompeo.

Se graduó con honores en Harvard y las ofertas laborales llegaron de inmediato. Billy las rechazó todas. Fundó una empresa de software para bancos con un estudiante de apellido LeClaude. Siguió adelante con ella durante una década y se hizo rico, luego le vendió su parte a LeClaude y se instaló en la casa de ensueño en la que vivía. «Un día me aburrí —fue su explicación—, era más empresario que programador». Ahora era asesor de diversas firmas que le consultaban en materia de seguridad informática; también impartía seminarios en universidades y trabajaba en proyectos personales que ni siquiera se tomó la molestia de explicarme. Cuando nos reuníamos casi nunca hablábamos de nuestras ocupaciones.

Caminé hasta la casa, emplazada en una suave colina rodeada de verde, por un caminito serpenteante de piedra. Era otro momento mágico de mis viajes a Carnival Falls, porque a Billy nunca le avisaba. Me gustaba sorprenderlo.

Cinco metros antes de llegar a la puerta, esta se abrió.

Billy me observaba desde el umbral. Pero no era el hombre en que se había convertido, sino el niño que yo conocí en el segundo grado de la escuela Lelland, el que me ofreció el bocadillo de salami y queso.

—¡Sam! —dijo el niño tras dudar un instante, evaluando si sería correcto salir de la casa o esperarme allí.

Recorrí los metros finales acelerando el paso. Me agaché y le di un beso en la mejilla mientras le revolvía el cabello.

—¡Hola, Tommy! ¿Están tus padres? —pregunté mientras espiaba por encima de su cabeza. Era evidente que no estaba solo en casa, pero no vi a nadie.

—Mamá fue a la peluquería y papá ha ido al baño a hacer caca. Se llevó su libro.

No pude evitar sonreír. Tommy se mantuvo serio. Seguía de pie en el umbral, como si conversar allí fuera la cosa más normal del mundo. Para un niño de seis años naturalmente lo era.

—¡Ya sé contar hasta cien!

—¿De verdad?

—¡Sí! Uno, dos, tres, cuatro…

Siguió hasta el treinta y cuatro, omitido el diecinueve y el veintinueve, y se detuvo con fastidio al escuchar pasos procedentes de la escalera.

—No puedo creerlo. —Era la voz de Billy—. ¡Sam Jackson en persona!

Cruzó la sala dando largas zancadas y me abrazó con fuerza. Tommy quedó atrapado entre mis piernas y las de Billy.

—¡Sabía que vendrías! —dijo Billy—. Lo he sabido toda la semana. Ayer se lo dije a…

—¡Papá!

Billy se apartó y Tommy consiguió librarse de la cárcel de piernas.

—Perdona, hijo.

Tommy se marchó con paso acelerado. Al verlo, era imposible no evocar las viejas rabietas de Billy cuando las cosas no se hacían a su manera.

—No sé a quién sale con semejante carácter —dijo Billy.

—Estaba mostrándome cómo contaba hasta cien —expliqué.

—¿Había llegado al cincuenta?

Negué con la cabeza.

—Entonces te he salvado —dijo—. A partir del cincuenta, cada cinco números se repite el cuarenta y siete; es una especie de comodín, según parece. Resulta imposible contener la risa la primera vez.

—¿Vas a invitarme a pasar?

Hizo una pausa.

—No sabes lo feliz que me hace que estés aquí.

—Lo sé.

Una vez en la sala, Billy me ofreció algo para beber, aunque era una mera formalidad. El ritual dictaba que beberíamos cerveza en el jardín trasero.

Antes de llegar a la cocina, Billy se detuvo, como si recordara algo. Se volvió.

—¿Quieres ver una cosa increíble?

Apareció en sus ojos ese brillo especial que tantas veces había visto durante nuestra infancia, el que presagiaba que la insensatez más grande del planeta podía estar a punto de brotar de sus labios.

—Mientras no sea uno de tus ordenadores ultra pequeño y ultra aburrido.

—¿Sigues escribiendo con máquina de escribir?

—Por supuesto.

—Dios santo.

—¿Qué quieres mostrarme? ¿Debo preocuparme?

—No. —El brillo en sus ojos seguía allí—. Espérame aquí.

Desapareció tras la puerta interna del garaje.

Regresó al cabo de un minuto. Sostenía un cuadro mediano contra el pecho, de manera que yo no pudiera verlo.

—¿Qué es?

—Me lo entregaron la semana pasada.

Enarqué las cejas. Realmente no tenía idea de qué podía ser.

Dio la vuelta al cuadro con solemnidad y en cuanto lo vi estallé en carcajadas. Me aferré al respaldo de un sillón para mantenerme en pie. ¡Era demasiado bueno!

—¡No puedo creerlo!

—Voy a colgarlo con los otros, aquí en la sala.

Lo que sostenía no era otra cosa que una versión adulta —y bastante reciente— de las fotografías con el clásico atuendo de marinero, como las que la señora Pompeo le obligaba a tomarse de niño en el estudio fotográfico del señor Pasteur. La pose de su rostro era la misma, con el mentón ligeramente elevado hacia un costado y la expresión de regocijo que en los retratos de la niñez había ido convirtiéndose cada vez más en una mueca de odio camuflado.

—El fondo es el mismo —me dijo con orgullo—, ¿puedes creerlo?

Advertí que, en efecto, detrás de Billy había unas nubes pomposas y desvaídas que me resultaron familiares.

—El señor Pasteur ha muerto —me explicó—, pero su hijo conserva el estudio como si fuera un museo. Estuvo encantado de tomarme la fotografía.

—¿Te das cuenta?

—¿De qué?

—Cuando eras un niño odiabas esas fotografías. Decías que eran la «degradación personificada».

Dejó el cuadro a un lado.

—Y lo son, ¡eso es lo grandioso! —dijo mientras entraba a la cocina—. ¿Cerveza?

—¡Por supuesto!

Salió de la cocina con un pack de seis latas de Budweiser.

—Con esto será suficiente —anunció mientras cargaba las cervezas en una mano y con la otra me enlazaba el cuello—. Vamos de una vez. ¡Tenemos que ponernos al día!

Ocupamos dos de los sillones de madera.

Tommy jugaba con unas cajas de cartón de electrodomésticos.

—Le fascinan las cajas —comentó Billy mientras me entregaba una cerveza y cogía una para sí—. A sus juguetes casi no les presta atención.

—Quizá el pequeño Tommy retome la tradición familiar —comenté. En ese momento, el niño apilaba tres cajas formando una torre que lo duplicaba en altura.

—Eso quisieran sus tíos —bromeó Billy con la vista en el infinito. De repente se puso serio—. ¿Sabes, Sam?

—¿Qué?

—Cuando veo a Tommy caer de bruces, pasar cerca de un enchufe, intentar trepar a una silla o cualquier situación que remotamente represente un peligro, siento algo en el pecho. Entonces pienso en nosotros, que nos pasábamos el día entero en el bosque, alejándonos kilómetros y kilómetros sin preocuparnos por ningún peligro.

—Eran otras épocas.

—Sí, claro. Lo que quiero decir, es que… ahora termino de entender a mi madre. Ella podía ser pesada con sus recomendaciones, severa al castigarme y avergonzarme con las cosas que decía —no pudo evitar sonreír—, pero me dejaba perderme en el bosque contigo durante horas. Y nunca se lo agradecí.

Hizo una pausa y bebió un poco de cerveza. Se limpió la espuma con la lengua. Podíamos pasar meses sin vernos, pero existía entre nosotros una conexión primitiva. Y en ese momento supe que la fotografía que me había enseñado unos minutos antes, era un homenaje a la difunta señora Pompeo más que una broma para celebrar con amigos. Su forma de decirle que estaba dispuesto a hacer las paces.

—A veces lo sobreprotejo —reflexionó Billy volviendo a Tommy, que derribaba de una patada las cajas y aplaudía el ocaso de su escultura—. No sé si seremos buenos padres. Nuestra generación, quiero decir.

—No son tiempos sencillos. Hoy no se trata de dar libertad. Hay peligros muy reales allí fuera.

—Es cierto. Pero aun así creo que hay algo más, que en el fondo somos inseguros, por alguna razón, y tememos fracasar estrepitosamente.

Guardé silencio. Había apurado casi la mitad de mi lata y ya sentía un leve mareo.

—¿Hay algo que quieras decirme, Billy?

—¡Tantas cosas!

—Vamos…

—¿Que te amo?

—Muy gracioso.

Meditó un segundo.

—¿Sabes? En el bosque se han puesto estrictos con que los niños sobrepasen el Límite.

—Cuando éramos pequeños tampoco se podía, pero lo hacíamos igual.

—Ahora es distinto. Hay uno o dos guardas implacables. Si no es en compañía de un mayor, no te permiten pasar. Y si te encuentran en el otro lado…

Dejó la frase en suspenso.

—¿Cuántos han desaparecido ya? —pregunté con voz trémula.

—Seis desde el chico Green. Uno cada año y medio. Siempre participo en las búsquedas; nadie sabe lo bien que conozco esos bosques. ¿Quieres que te diga algo?

Asentí.

—Es como si el bosque hubiera cambiado —dijo Billy en tono reflexivo—, como si el peligro fuera algo palpable. No sé cómo explicarlo.

—El bosque es un sitio peligroso —sentencié—. Siempre lo ha sido. Nuestro error fue subestimarlo.

Billy terminó la primera lata. La estrujó y la dejó sobre la mesa. Ninguno de los dos quería seguir por aquel camino, porque hacerlo supondría remontarse al final del verano de 1985, en el que conocimos a una niña maravillosa de la que ambos nos habíamos enamorado.

—Debimos hacerte caso —dije.

Billy sabía a qué me refería, no hizo falta que se lo explicara. Nuestras mentes estaban sincronizadas otra vez.

—Tenías que llegar hasta el final —dijo él—. No sé si te lo dije alguna vez, creo que sí, pero yo sabía que llegarías hasta el fondo. ¿Sabes cuándo lo supe?

—¿Cuándo?

—En la biblioteca, cuando vimos el anuncio de la conferencia de Banks. Lo vi en tus ojos; supe que no te detendrías. Y me siento orgulloso de eso.

—Gracias.

Pocas veces mi mente volvía a aquel verano, pero cuando lo hacía, especialmente a lo que había sucedido en el bosque durante la última semana de vacaciones, sabía que aquella había sido la única manera de dejar el tema en paz.

—Si lo piensas bien —reflexioné en voz alta—, fue una sucesión de hechos improbables los que nos fueron guiando. ¿Recuerdas cómo diste con la trampilla en casa de Miranda?

En ese momento, Tommy levantó la cabeza, alerta.

—A veces se me mezclan los sucesos de ese verano —reconoció Billy con cierto pesar—. Es como si una parte de mí estuviera haciendo lo posible por olvidarlos; al menos, algunos de ellos.

Me estiré para coger mi lata de cerveza y beber la mitad restante.

Tommy permaneció con la vista clavada en la puerta, a unos metros de donde Billy y yo estábamos sentados. Me volví en esa dirección justo a tiempo para ver una silueta gris que surgía detrás de la puerta mosquitera.

La puerta se abrió.

—¡Mamá! —gritó Tommy, y salió a toda prisa.

Cuando llegó al porche, su madre ya estaba allí con los brazos abiertos para acogerlo en ellos.

—Cariño, mira quién ha venido a visitarnos —dijo Billy.

—¡Sam, qué gusto verte! —exclamó Anna mientras se libraba con suavidad de los abrazos de su hijo.

—¿Mi chocolate? —preguntó Tommy.

Anna sacó de su bolso la barra de chocolate que le había prometido al niño y él la capturó con un certero manotazo. Se marchó en dirección a sus cajas mientras rompía el envoltorio. Anna se acercó. Billy la había conocido durante un viaje de negocios, en la Costa Oeste, unos diez años antes. Por aquel entonces, Billy estaba instalado en Boston y sus ocupaciones le impedían trasladarse, de modo que le pidió a Anna que se mudara con él. La misma noche en que se lo propuso me llamó por teléfono para contármelo. Le dije que estaba loco, por supuesto, que un millonario como él no podía andar ofreciendo a mujeres que conocía nada menos que en Los Ángeles que se mudaran a su casa. Él me dijo que cuando conociera a Anna cambiaría de opinión y yo le respondí que no lo creía, que era una decisión precipitada. Pero desde luego me equivoqué.

Pasé el resto de la tarde con ellos. Anna le dejó a Billy una cerveza más y se llevó el resto. Trajo limonada y galletas que comimos mientras conversábamos. Anna era una lectora entusiasta de mis libros y siempre que tenía la oportunidad me ofrecía sus impresiones. Billy se mantuvo al margen de esa conversación, atendiendo a los requerimientos de Tommy, cansado de jugar con las cajas y deseoso de participar de nuestra reunión.

Les dije que permanecería dos o tres días en Carnival Falls y quedamos para cenar al día siguiente.