La granja no había cambiado mucho desde mi partida. Aparqué junto a la furgoneta de Randall, desde donde pude ver la ventana de mi antiguo cuarto, que ahora funcionaba como despensa y que nadie había vuelto a utilizar. Me asaltó el recuerdo de la silueta de Orson la noche que me citó en la camioneta abandonada, y eso fue suficiente para que mi sonrisa se esfumara del espejo retrovisor. Orson Powell era el único recuerdo de aquellos años que todavía me provocaba escalofríos.
Un golpecito en la ventanilla me arrancó de mi ensoñación.
—¡Sam, qué gusto verte!
Era Amanda. Me desprendí de las telarañas del pasado sacudiendo la cabeza. Esbocé una sonrisa y me apeé del coche. Nos abrazamos.
Amanda estaba a punto de cumplir los setenta. Seguía siendo una mujer notablemente fuerte y saludable, pero los años de trabajo duro habían dejado huella. Había ganado varios kilos y caminaba con ayuda de un bastón. Su cabello, que usaba recogido en un moño, estaba completamente blanco. Cuando la tuve entre mis brazos pude advertir el perfume y el polvo en las mejillas y supe que aquellos detalles eran para mí. Permanecimos en esa posición un buen rato, después caminamos hasta la casa bajo la estricta supervisión de Homero, un pastor alemán hijo de mi añorado Rex.
Cuando entramos en la sala, Randall se levantó de su sillón de lectura y se acercó. Su contextura fibrosa le había permitido llegar a la vejez de manera más sutil. Con su clásica camisa a cuadros, sus pantalones de franela y su sombrero de paja, casi parecía el mismo de siempre. Pero en su rostro los años bajo el sol también habían dejado su impronta.
—Te has dejado crecer la barba, Randall —dije mientras lo abrazaba y me estremecía al sentir la fragilidad de su cuerpo. Sus omóplatos puntiagudos se me clavaron en los antebrazos.
Cuando me aparté, reparé en que estaba bastante más delgado que el año anterior, y que debajo de su barba incipiente tenía los pómulos sobresalientes.
—¡Qué contentos estamos todos! —dijo mientras se masajeaba la barba—. Las niñas están preparando un almuerzo para hacerte los honores.
Claire daba indicaciones a dos niñas para liberarse y venir a mi encuentro. Era la única que seguía en la granja desde mi época, y con el tiempo su rol de organizadora se había ido fortaleciendo. A medida que la fuente de energía de Amanda se agotaba, la de Claire se hacía cada día más poderosa. La observé un momento, mientras le hablaba a Jodie y a otra niña que debía de haber llegado a la familia ese año, y hasta el modo en que se inclinaba, la postura de sus brazos, todo me recordaba a nuestra madre, la mujer que ahora tenía a mi lado y que se sostenía con la ayuda de un bastón, pero que en el pasado me había parecido indestructible.
—¡Sam! —Claire llegó dando zancadas mientras se secaba las manos con un paño. Me estrechó en un abrazo de oso y me dijo al oído—: ¿Cómo pudiste hacerle eso a la pobre Miriam?
Reí con ganas. Miriam no era una de mis conquistas amorosas, sino la protagonista de mi última novela, Centinela nocturno: una mujer que sufría el acoso despiadado de un psicópata dispuesto a arruinarle la vida a cualquier precio.
—¡Silencio! —dijo Amanda, que se sentaba en una de las sillas de la sala con alguna dificultad—. Acabo de comenzar a leerla.
Señaló uno de los ejemplares que yo le había enviado por correo postal hacía apenas unas semanas. Un punto de lectura asomaba de entre las primeras páginas.
—Esta vez fui la primera —dijo Claire con orgullo.
—Ya ves, Sam —dijo Randall, que se quitó el sombrero y también se sentó—. Algunas cosas no cambian en esta casa. Siempre me dejan el último.
—¡Yo también quiero leerlo! —gritó Jodie desde la cocina.
—Tú aliña las ensaladas —le disparó Claire con voz de trueno—. Eres pequeña todavía.
—¡Tengo ocho años! Ya he leído los de Harry Potter.
La otra niña, que parecía un par de años mayor, le decía que los dos libros de Harry Potter que había leído no contaban porque eran para niños. Claire les ordenó que dejaran de discutir pero las chiquillas siguieron, aunque en voz más baja. Era un alivio ver que las reglas en la granja se habían suavizado un poco.
Caminé hasta el mueble junto a la puerta, algo que siempre me gustaba hacer durante mis visitas. Contemplé el ejército de portarretratos sobre la repisa, inclinándome ligeramente, con las manos en la espalda.
—¿Cuántos son ya, Amanda? —pregunté.
—Sesenta y dos —respondió ella desde su asiento.
Podía estar perdiendo su fortaleza física, pero Amanda nos recordaba perfectamente a todos.
En la cocina, las dos niñas seguían discutiendo. El tema de los libros de Harry Potter había migrado hacia lo que cada una iba a ser cuando crecieran. La mayor decía que sería modelo, como Katie. Jodie sería escritora, como yo, pero aclaraba que las de ella serían historias románticas que pudieran leer las niñas de su edad.
Me detuve en la fotografía de Tweety, en la que abría la boca y observaba al cielo con expresión soñadora. Se la habían tomado antes de su llegada a la granja, durante los años en que aquella mueca exagerada fue lo más parecido a una sonrisa. Tweety seguía viviendo en Carnival Falls e impartía clases de historia. Hablábamos por teléfono regularmente y a veces bromeábamos acerca de su vieja afición por la historieta.
Me gustaba recorrer aquellos rostros. Allí estaban todos los niños que pasaron por el hogar de los Carroll. No había privilegios de ningún tipo; sí, algunas fotografías eran más grandes que otras, pero era fruto del azar. La mía estaba detrás de todas y era de las pocas en blanco y negro. Había sido tomada en la granja, cuando apenas daba mis primeros pasos. En ella se veía medio cuerpo de Amanda, que me llevaba de la mano.
Estaba observando la fotografía de Randy, ceñudo bajo su sombrero de vaquero, cuando Amanda se me acercó por detrás. Escuché sus pasos acompañados del repique del bastón.
—Cada vez que te veo mirando estas fotografías me digo que la próxima vez la quitaré…
Sabía a qué fotografía se refería, por supuesto. No muy lejos de la mía estaba la de Orson Powell. Era un retrato en colores pastel de cuando tenía seis o siete años. Rozagante y acicalado; tenía los ojos lustrosos, la sonrisa exagerada y el cabello recién cortado. Orson había sabido cómo impresionar a los demás, claro que sí.
—Apenas me había fijado —mentí—. Además, Orson me da un poco de pena, la verdad.
Amanda me dio una palmadita en la espalda.
—Todos deben estar aquí —me dijo con resignación—. Absolutamente todos… No puedo hacer excepciones. Dios los envió aquí y he tratado de hacer lo mejor con cada uno de vosotros.
La miré y apoyé mi mano en su espalda.
—Sabes que lo entiendo, Amanda. No tienes por qué darme explicaciones.
—Me alegra que lo entiendas —dijo Amanda. Me dio dos palmaditas más en la espalda y se quedó a mi lado, en silencio.
Un instante después alcé la cabeza. Allí estaba el crucifijo de yeso, empequeñeciéndose con los años.
—¿Te quedarás con nosotros? —preguntó Amanda repentinamente.
La pregunta me tomó por sorpresa. Normalmente me hospedaba en el hotel Cavallier, en Paradise Road. Observé a Amanda y vi un brillo de súplica en sus ojos.
—Claro que sí, por supuesto —respondí.
—Hemos preparado una cama en la habitación de Claire —me dijo bajando la vista ligeramente—. Es el único sitio disponible.
—No habrá problemas.
Amanda sonrió.
—¡Todo arreglado entonces! —Se volvió y se inyectó energía con un vigoroso aplauso.
Claire se puso alerta de inmediato. Las dos mujeres intercambiaron una mirada y fue suficiente para compartir lo que acabábamos de resolver un instante atrás.
Unos minutos después, todos los niños de la granja aparecieron para almorzar. Me saludaron; algunos con verdadera efusividad, otros con desinterés. El bullicio se apoderó de la sala. Amanda permaneció sentada, omnipresente, olfateando el aire y lanzando miradas penetrantes por encima de sus gafas rectangulares. Claire se ocupaba de que todos se hubieran lavado las manos antes de sentarse a la mesa y organizaba a sus ayudantes de cocina para que trajeran la comida.
Nos sentamos a la mesa como de costumbre, niños y niñas en lados opuestos.