Todos los años regreso a Carnival Falls. Me gusta reencontrarme con mi ciudad natal, recordar viejos tiempos, visitar a los seres queridos, participar de alguna celebración, de un día festivo, algún cumpleaños. Coger el coche y viajar por la Interestatal 95 se ha convertido en uno de los mayores placeres de mi vida.
Mi primera parada fue en la calle Harding, como tantas otras veces, y caminé hasta la casa de los Meyer, que ahora pertenecía a un matrimonio joven a cuyos hijos había visto involuntariamente crecer a lo largo de los años, sin que ellos lo advirtieran. Compré un helado en el 7-Eleven de Harding y Bradley y me senté en un banco justo frente a la casa.
Joseph murió dos años antes de que yo me marchara de la ciudad. Se fue de este mundo silenciosamente, mientras echaba una cabezadita en la silla del porche trasero, donde tantas veces me había sentado con él a leerle.
Durante mis primeros viajes a Carnival Falls visité a Collette en aquella casa. Fueron tres años en total, hasta que ella también murió, me temo que de un modo no tan placentero como el de Joseph. En su caso fue un infarto.
Lo lógico hubiera sido eliminar aquella parada de mi recorrido. Y casi lo hice. Pero aquel primer año sin Collette conduje hasta su casa sin pensarlo, supongo que para echar un vistazo a la fachada, ver si estaba ocupada y esas cosas, y desde entonces no he dejado de hacerlo. Compro el helado, y me siento frente a la casa. Termino mi helado y sigo allí, durante media hora o así. Es mi momento con ellos, aunque en mi casa de Nueva York tengo la caja de música preferida de Collette, la del circo, y darle cuerda a sus múltiples mecanismos siempre es una excusa para evocar todo lo que aquellos dos seres maravillosos hicieron por mí.
Muchas veces he pensado en pedirle a la nueva familia que me permita entrar a la casa, solo por curiosidad, pero no lo he hecho todavía. Una vez me acerqué lo suficiente para ver de refilón el jardín trasero. El cuartito donde Joseph guardaba sus documentos del bufete, en el que Billy y yo descubrimos las cintas de Marvin French que mostraban a Orson asesinando a su madre adoptiva, ya no está. Lo han demolido. Todas las plantas están bien podadas y el césped regado. Hay flores y hasta juegos para niños. Ya no quise ver más. Para mí ese jardín será siempre el vergel con trastos inservibles que Collette tanto amaba, el territorio de Sebastian. En mis fantasías imaginaba que la nueva familia había arreglado el jardín pero que el enano de yeso seguía en el mismo sitio de siempre, como amo y señor de todo. No quería entrar en la casa; mejor dejarla como la recordaba. Siempre me decía que quizá al año siguiente, pero sabía que era una excusa para regresar año tras año. Nunca volvería a entrar en esa casa, salvo en mis recuerdos.
Había terminado el helado hacía rato. Todavía sostenía el palito entre mis dedos, como una diminuta batuta. A veces veía a los niños jugando en la vereda y me quedaba un rato más, pero ese día no había nadie, a pesar de la agradable temperatura.
Regresé a mi PT Cruiser y enfilé hacia la calle Cook. Había hecho ese trayecto tantas veces en bicicleta que recorrerlo en mi moderno coche me producía una sensación especial, enormemente grata, por cierto.