Mi vida no sería lo que es hoy de no ser por un hecho fortuito que tuvo lugar poco después de mi graduación en el instituto, en 1991.
Había decidido que no iría a la universidad. Tenía el firme propósito de dedicarme a escribir de forma profesional. Me seducía la idea de pasar horas enteras en mi despacho, para luego ver el resultado en un ejemplar impreso con una portada bonita y mi nombre en grandes letras en relieve. En esos años, los editores comenzaron a prestarle mucha atención a las portadas —quizá demasiada—, y las librerías se esmeraban por presentar sus libros de la mejor manera posible, acompañando las pilas de ejemplares con objetos que tuvieran que ver con la trama. Hoy en día es un fenómeno bastante común, especialmente en las ciudades importantes. Pero entonces en Carnival Falls era toda una novedad. Yo me pasaba horas frente al escaparate de la librería Borders, en la calle Main, y también en la del señor Gibbs, aunque el viejo no estuviera muy de acuerdo con eso de adornar sus libros como árboles de Navidad. Además de las torres de libros, estaban los pósteres promocionales, donde los autores sonreían como estrellas de cine y desbordaban confianza. En mi caso no era solo la vanidad lo que me motivaba; había también algo íntimo que por aquellos años no podía explicar muy bien y que tenía que ver con una cierta molestia interna (aunque no era exactamente una molestia). Hace poco, hablando de este tema con una escritora de cierto renombre, me dijo con toda naturalidad que ese malestar no era otra cosa que «gases literarios». Me reí bastante con eso, pero me pareció sumamente acertado.
Gracias a la ayuda de Collette Meyer conseguí una beca no remunerada en el Carnival News, que si bien era un periódico de tirada local, era el único sitio donde podía tener, en algún momento, la oportunidad de escribir y que me pagaran por ello. Empecé con entusiasmo, servía café al personal e incluso en eso me empeñaba para hacerlo a la perfección; también corregía algunos artículos. Transcurrieron semanas de agotamiento, porque las reglas en la granja de los Carroll habían cambiado en el instante en que alcancé la mayoría de edad; trabajaba en el huerto por las mañanas, y por las tardes me enclaustraba en el periódico. Sabía que tendría que dejar la granja en algún momento, que el período de gracia no se extendería demasiado; había que dejar lugar para los niños que realmente lo necesitaban.
El entusiasmo puede ser un combustible grandioso a la hora de pelear por un sueño, pero en mi caso empecé a sospechar que la puerta hacia mi carrera literaria era risiblemente pequeña y que podría pasar veinte años trabajando en el Carnival News para alcanzar, con suerte, un puesto en la redacción.
Lo cierto es que desde el ingreso en el periódico no había escrito una puta línea de ficción. Mi magra producción literaria se limitaba a las historias de caballeros andantes e intrigas palaciegas que había concebido en mi adolescencia y que empezaban a parecerme bastante lamentables. Ni una puta línea más. En el Carnival News habían tenido la deferencia de permitirme redactar un par de artículos. «Es una gran responsabilidad, Sam, todos estamos muy orgullosos de ti». Uno era un recuadrito de cincuenta palabras para rellenar espacio: la familia Coleman lamentaba la pérdida de su cachorrito Willis y ofrecía una recompensa para cualquiera que pudiera aportar un dato de su paradero; un niño estaba desconsolado, por favor, ¡ayúdenos! El otro artículo buscaba incentivar a todos los niños de la ciudad a inscribirse en el club de ajedrez local. El coordinador del club, un tal Dimitri No-sé-qué, me confesó que estaba desesperado porque cada vez menos niños se interesaban por el ajedrez y me pidió que escribiera algo que lo presentara como lo que era: un deporte emocionante, que desarrollaba el intelecto y que era muy divertido una vez que se lo dominaba medianamente. Mientras me hablaba recuerdo haber pensado en lo ridículo que era escuchar a ese hombre, que probablemente se había inventado ese nombre ruso, intentando convencerme de que dos personas sentadas sin hacer nada durante horas podía ser algo emocionante. El artículo fue un desastre, por supuesto, aunque al director Green le pareció grandioso.
¿Cuándo tendría tiempo de escribir algo serio? Mi vida era un vaivén entre la cosecha de patatas y los artículos de perros perdidos. Patético.
La beca en el periódico no fue mi golpe de suerte, como había creído al principio. Este vino después, cuando llevaba cuatro meses trabajando allí, y lo gracioso es que al principio ni siquiera me di cuenta. Llegó en forma de invitación. Katie se había marchado a Nueva York recién graduada; ella sí tenía intenciones de ir a la universidad, y sus padres le habían dejado un fondo en el banco precisamente para eso. Se había convertido en una mujer resolutiva y dispuesta a asumir riesgos; había perdido esa constante pátina de tristeza que arrastraba desde la infancia. Parecía haber hecho las paces con su padre, aceptado su suicidio como una tragedia del pasado, y seguía visitando a su madre, aunque ella no la reconociera y se refiriera a Katie como «la enfermera más bonita del mundo». A veces, en la intimidad, afloraba esa tristeza que la caracterizó durante nuestra estancia en la granja, pero la Katie neoyorquina podría haber engañado a cualquiera. Seguía siendo hermosa e inteligente, y recibir una invitación para pasar un par de semanas en su apartamento fue un sueño hecho realidad. Para alguien como yo, que apenas había viajado un puñado de veces a Rochester y que como periplo extraordinario había llegado a Boston para acompañar a Randall a hacer unas diligencias, Nueva York era la mismísima luna.
Subí al autobús con gran expectativa. No solo iba a conocer una ciudad de verdad —Katie nos había hablado tanto de ella que realmente había despertado mi curiosidad—, sino que también extrañaba a mi hermana. Durante los años de instituto fue ella la que me contuvo, con quien me desahogué y a quien pedí consejo siempre que lo necesité. Le conté absolutamente todo, incluso mis verdaderos sentimientos hacia Miranda y todo lo que sucedió aquel verano de 1985.
Katie estudiaba economía, algo para lo cual parecía tener condiciones sobresalientes y que le fascinaba. Para mí era sorprendente verla con todos esos libros técnicos y el Wall Street Journal como si fueran revistas de cotilleo. Compartía un apartamento con dos chicas de su misma edad que había conocido en el mundillo de la moda. Katie hacía trabajos de modelo y sesiones fotográficas para ayudar con el coste de sus estudios. Era dos mujeres en una, y yo la admiraba enormemente por ello.
Las dos semanas que pasé en su apartamento fueron inolvidables. La ciudad me impactó, justo es decirlo, aunque por momentos sentía una falta de pertenencia tan grande que quería volver al periódico, al bosque que tanto conocía, a mi lugar. Las chicas que vivían con Katie se mostraron muy amables y me permitieron acomodarme en un cuartito junto a la cocina, no mucho más grande que la habitación donde crecí.
A diferencia de Katie, sus compañeras de piso disponían de un montón de tiempo libre, así que organizaban o asistían a fiestas casi todo el tiempo. Y así fue como me relacioné con más gente que la que conocí en Carnival Falls en toda mi vida. Tres veces durante aquellas dos semanas, las fiestas se celebraron en nuestro apartamento y asistieron prácticamente todos los inquilinos del edificio, en su mayoría estudiantes o muchachos de la edad de Katie. Las puertas de cada apartamento permanecían abiertas y podíamos vagar por cualquier lado. Había música de todos los estilos y personajes increíbles que jamás pensé conocer. Todo era tan diferente allí… Entendí que mi sueño de escribir era absolutamente lógico en Nueva York. Era fácil llegar a tal conclusión cuando a tu alrededor la mayoría probaba suerte en la música, la actuación o se definía como «artista plástico». Durante esos días probé por primera vez bebidas con alcohol que no fueran cerveza y mantuve largas conversaciones con desconocidos hablando de sueños y bebiendo, sin ataduras, sin juzgarnos, sin compromisos.
Amé esos días en Nueva York. Conocí una nueva manera de vivir, que intuía existía en alguna parte pero que nunca pensé podía estar esperándome a la vuelta de la esquina. Regresar a Carnival Falls después de aquello iba a ser como despertarse de un sueño sumamente agradable.
Pero el destino me tenía preparada una sorpresa. Katie me presentó a Heather dos días antes de mi poco ansiado regreso, en una de aquellas fiestas eclécticas y multitudinarias que tanto disfrutaba. Yo estaba en uno de los apartamentos junto con un joven y su novia, los tres tumbados en un sillón dirimiendo cuestiones esenciales del universo, cuando llegaron las chicas. Heather estudiaba Derecho; aquel era su primer año en la universidad y Katie la había conocido en la biblioteca, o eso creí entender —esa noche había batido mi marca personal de tres cubatas y mis ideas fluían en mi cabeza con una agradable pesadez—. Heather se sentó a mi lado, nuestros muslos tocándose. Katie se marchó descaradamente, como un empleado de Fedex que ha cumplido con la entrega de un paquete. La conversación con Heather se dio de manera espontánea y no me sorprendí al descubrir que ella ya conocía muchas cosas acerca de mí —gentileza de Katie, por supuesto—. Podría haberla besado esa noche. En determinado momento, nuestros rostros estaban tan cerca que pude sentir el resabio de una goma de mascar que ya no estaba. Supe que solo sería cuestión de inclinarme ligeramente hacia delante y asunto resuelto. Heather me gustó desde el principio, y si no la besé en ese instante no fue por falta de ganas o porque creyera que ella rechazaría el beso; la verdad, no sé por qué no lo hice.
Esa noche no dormí, permanecí en la cocina, contemplando cómo Brooklyn aparecía mágicamente entre la bruma del amanecer.
Por la mañana, Katie me hizo el ofrecimiento que lo cambiaría todo. Podría vivir con ella y sus amigas por un tiempo, varios meses si era necesario, siempre y cuando creyera que el cuartito junto a la cocina era suficiente para mí. Acepté de inmediato, sin pensármelo dos veces. Podría conseguir un empleo en esa gran ciudad, claro que sí. En cuanto tuviera mi propio dinero podría colaborar con los gastos y más tarde mudarme. Básicamente era el mismo plan que había delineado en Carnival Falls, pero con una diferencia fundamental: allí sería libre.
Mientras la gran manzana se desperezaba lo entendí; supe con certeza que ese era el aire que mantendría mis sueños vivos. Abracé a mi hermana y se lo agradecí con toda mi alma. Me cambiaría la vida.
Mi experiencia en el cuidado de ancianos y la cosecha de hortalizas no fueron de gran utilidad a la hora de conseguir un empleo decente, pero me dediqué a buscar uno durante todo el día, todos los días. Así empecé en un restaurante como ayudante de cocina, luego pasé a otro y a otro. No era suficiente para mudarme, pero sí pude colaborar con mi parte de la renta, aunque ellas insistieron en que mi parte no fuera proporcional sino menor. «Tú estás en ese agujero junto a la cocina, no es justo que dividamos en partes iguales». Me gustaba formar parte de esa sociedad, me gustaba estar en el agujero junto a la cocina, me gustaba incluso la falta de orden que reinaba en aquel apartamento, donde los horarios eran flexibles y siempre había tiempo para recibir a amigos. Y luego estaban las modelos, claro: decenas de mujeres esculturales, hermosas y jóvenes desfilando despreocupadas por la sala, altas y delgadas, casi de otro planeta.
Invité a salir a Heather un par de veces y la relación se afianzó. Me enamoré a una velocidad meteórica, tal como había sucedido con Miranda en mi otra vida, con la salvedad de que a Heather le ocurrió lo mismo. Teníamos muchas cosas en común, pero quizá la más importante era haber encontrado recientemente un nuevo horizonte. Ella provenía de una familia acomodada —cuando lo supe creí que mi destino de codearme con la aristocracia debía de estar escrito en alguna parte—, criada por una madre sin demasiado carácter y un padre al que le gustaba que las cosas se hicieran a su manera. En el instituto comenzó a salir con un chico de otra familia como la suya, siempre bajo los designios paternos, que había arreglado todo con el futuro suegro, con el que hacía negocios y jugaba al golf. Heather sucumbió a la presión de su padre; un error garrafal que la hizo infeliz durante el último año en la escuela. Entonces llegó la graduación y fue el momento de casarse; otra vez, estaba todo arreglado. Heather se sentía sola, sin nadie con quien compartir lo que verdaderamente le pasaba por dentro. Había pasado meses tragando penas, compartiendo sus problemas con un puñado de amigos que intentaron contenerla, pero finalmente fue ella, en un arrebato de valor prácticamente desconocido, la que se encaró con su padre y se lo dijo todo. Absolutamente todo. Se presentó en su despacho, le quitó de las manos el expediente que leía y le dijo toda la verdad, todo lo que le pasaba por el corazón.
Heather hizo un pacto con su padre. No se casaría con aquel muchacho, por supuesto, y él no interferiría en ninguna de sus decisiones sentimentales. A cambio, ella iría a la universidad y se graduaría como abogada, y así continuaría la tan ansiada tradición familiar. A su debido tiempo se haría cargo del bufete. No es que el padre tuviera muchas opciones, así que aceptó.
La relación con Heather duró cinco años. Los tres primeros fueron de ensueño, esos en los que sientes que el amor nunca se terminará, porque todo es demasiado perfecto, porque el desgaste que afecta a casi todas las parejas, por alguna razón mágica no te tocará a ti. A Heather le gustaba muchísimo la abogacía, aunque le hubiera hecho creer astutamente a su padre que para ella constituía un sacrificio, y era una alumna aplicada, así que eso le quitaba tiempo a nuestra relación. Yo, por mi parte, después de mi paso por los restaurantes, conseguí un empleo en Doubleday como asistente de edición, y eso fue como tocar el cielo con las manos. Había escrito algunas cosas durante ese tiempo, pero sentía que mi estilo estaba todavía en desarrollo. Muchas veces tuve el arrebato de decirle a mis jefes que tenía material para publicar, mostrárselo al menos para que me dieran su opinión, pero el instinto me ordenó que no lo hiciera, que esperara. Y eso hice. Trabajé duro, durísimo, llegué a editar libros de autores de renombre; aunque el crédito nunca fuera mío, no me importó. La paga no era excelente, pero me permitió alquilar un apartamento con Heather. Viéndolo en perspectiva, fue entonces cuando nuestra relación comenzó a deteriorarse. Algo que despertó dentro de mí, algo que había estado invernando durante años. Supongo que mi trabajo en Doubleday, que me ponía permanentemente en contacto con escritores, pudo ser el detonante, o quizá alcancé cierto grado de madurez. No lo sé. Tenía veintidós años y sentí la urgencia de escribir. Escribir se convirtió en mi prioridad. No Heather.
Fue ella la que un día me dijo que teníamos que hablar; esa frase que casi no requiere más explicaciones. Pero yo lo esperaba y deseaba. La separación fue de común acuerdo, aunque parezca que eso nunca es posible. Supimos, en el fondo de nuestros corazones, que la relación ya no era la misma, que no tenía sentido echarle la culpa a mis horas frente a la máquina de escribir, su entorno en la universidad, su familia, nada. Identificar las razones no cambiaría el resultado. A veces nos empecinamos en buscar explicaciones a las cosas en lugar de aceptarlas tal como son.
Por aquel entonces mi sueldo había mejorado y pude permitirme mi propio apartamento. Sufrí enormemente la ruptura con Heather, pero estaba empezando a sospechar que del amor es posible salir con entereza, que las heridas cicatrizan. Además, tenía algo a que aferrarme: mi primer manuscrito estaba casi listo. Era una historia sobre una asesina en serie y un detective obsesionado por atraparla; creía que podía funcionar. Algo había aprendido del mundo editorial en esos años. Me encontraba en la recta final de la historia y le veía potencial, mucho potencial. El título provisional era Eva, el nombre con que la mujer firmaba sus crímenes.
Mi jefe en Doubleday en ese momento era Edward Perry, un hombre con visión e instinto que llegaría muy lejos en el mundo editorial. Cuando le entregué el manuscrito, con cierto aire de suficiencia debo reconocer, pensó que le estaba gastando una broma. Le dije que aquello iba en serio, que escribía prácticamente desde que me orinaba en la cama, y que había esperado hasta tener algo que valiera la pena para que él lo viera. Debí de decirlo con convicción, porque su expresión cambió y me dijo que le echaría un vistazo el fin de semana y que el lunes me daría una opinión inicial tras leer algunas páginas. Perry valoraba los textos según un método que él mismo había autodenominado «Los tres niveles de Perry». Primero abría el libro al azar y leía una página. Si le gustaba el estilo, el primer nivel de Perry estaba cumplido y leía otra cualquiera. Luego una tercera. Si creía que lo que tenía entre manos tenía potencial, se alcanzaba el segundo nivel de Perry y leía los dos o tres primeros capítulos. El paso siguiente, o tercer nivel de Perry, era leerlo completo. Me dijo que no haría una excepción conmigo.
No fue necesario esperar al lunes para conocer su reacción. El domingo me llamó a casa. Cuando escuché su voz supe que le había gustado, así que antes de que pudiera decirme algo le pregunté hasta qué nivel había llegado. Me dijo que hasta el tercero. En la editorial sabíamos que cuando un libro alcanzaba el tercer nivel de Perry, casi seguro se publicaba. Mi jefe volvió a preguntarme si aquello no era una broma de la oficina y si yo realmente había escrito ese libro. Y ese fue el mejor cumplido que podría haberme hecho.
Al día siguiente me propuso firmar un contrato para publicar Eva.
Hoy tengo treinta y siete años. He publicado otros seis libros desde mi debut literario y después de Heather otras mujeres entraron en mi vida, aunque solo he vuelto a enamorarme una vez más. Su nombre era Clarice, y con ella tuve la convicción de que la búsqueda había llegado a su fin, que sería la elegida, que nuestros gustos comunes darían ese toque adicional para que la relación perdurase. Me equivoqué.