La primera escena nos mantuvo en vilo. Vimos un escritorio macizo, de madera lustrada, atiborrado pero ordenado. Había una lámpara con pie de bronce, una delicada máquina de escribir, libros, dos o tres portarretratos; detrás había una biblioteca y un sillón vacío. Tras unos instantes, aquella toma fija se desplazó ligeramente. Un diploma enmarcado quedó visible junto a la biblioteca. Después del pequeño ajuste en el encuadre, un hombre entró en escena. Lo vimos de espaldas, caminando con pasos mudos, con el andar cansado, hasta que ocupó el sillón y apoyó los brazos en los apoyabrazos. Vestía un traje costoso, aunque una o dos tallas más pequeño que la que su ligero exceso de peso requería, y su aspecto era impecable: el tupido bigote estaba perfectamente perfilado, al igual que el cabello que rodeaba la coronilla; la calva relucía. Del bolsillo de la chaqueta, el hombre extrajo unas gafas redondas de montura delgada que se colocó con elegancia. Y entonces tuve la certeza de que ocurriría, que miraría hacia la cámara —cosa que no había hecho hasta entonces— y diría alguna frase de película como: «Si estáis viendo esto, es porque estoy muerto…». Contuve la respiración. Billy literalmente había inclinado el cuerpo hacia delante, hasta el punto de casi caerse de la silla.
Marvin French no habló. Estaba claro que tampoco tenía intenciones de hacerlo, porque aquella cinta no tenía sonido.
¿Cómo nos daría su legado si no podía ser escuchado?
Observamos, expectantes, pero la tensión se disipó lentamente, cuando French comenzó a aporrear con dos dedos veloces la máquina de escribir sobre el escritorio. De tanto en tanto quitaba la vista del papel y observaba un cuaderno que había a un lado, luego retomaba la escritura. Al cabo de casi un minuto alzó la vista y miró hacia algo detrás de la cámara, pero ostensiblemente alejado de esta, quizá un rincón, un cuadro, quién sabe. Claramente lo importante no era qué miraba, sino la pose soñadora que adoptó durante esos segundos, hasta que se puso nuevamente de pie y caminó hacia la cámara.
La imagen se interrumpió de golpe.
Tuvimos apenas un segundo para intercambiar miradas desconcertadas. ¿Qué había sido eso?
Pero no hubo tiempo para debatir, pues tras una porción de cinta en blanco, el rectángulo de luz en la pantalla de proyección volvió a llenarse. Esta vez con un sillón de dos cuerpos. French volvió a aparecer en escena, se sentó y comenzó a leer un libro, con mirada concentrada tras las gafas redondas. En determinado momento acomodó el libro en el regazo y se peinó el bigote con la mano, una y otra vez, sin interrumpir la lectura.
Las escenas se sucedieron. En total fueron siete. Todas tenían lugar en diversas localizaciones de la casa y mostraban a Marvin French en situaciones cotidianas: caminando por un jardín con las manos entrelazadas en la espalda, estudiando dos cuadros abstractos, examinando una tira de celuloide; en todas se lo veía reflexivo y con aire intelectual, siempre operando él mismo la cámara. No hubo en aquella película casera sitio para actos frívolos, como ver la televisión o prepararse un sándwich. Si el hombre pretendía dejar un legado, una imagen de lo que había sido su vida fuera de prisión, buscaba que fuera la de un individuo centrado y respetable. Costaba relacionar a aquel hombre bien vestido y de modales refinados con las declaraciones en el momento de su detención.
¡Yo la maté! Se lo merecía. Era una puta de mierda.
La última escena nos desconcertó y desanimó al mismo tiempo. Durante más de un minuto, la pantalla permaneció en blanco, y de no ser por las manchas con formas de parásitos y las imperfecciones en el celuloide, habríamos supuesto que había terminado. Pero no era así. Casi en el centro, aunque algo desplazado hacia la derecha y hacia arriba, apareció una luz, como un único faro en una ladera nevada. La luz aumentó en intensidad y luego se desenfocó hasta que adquirió la forma de un rombo rodeada de una aureola multicolor.
Nos quedamos mirando aquella luz, hipnotizados. Cuando la película llegó a su fin, Billy, que seguía inclinado hacia delante, estuvo a punto de caer de la silla.
—Nada de lo que esperábamos, ¿eh? —dijo Miranda.
Billy retrocedió la cinta a máxima velocidad y la extrajo del proyector. La miró sin ocultar su decepción.
—¿Qué hace esta cinta en poder de su abogado? —se preguntó en voz baja. La dejó en la mesa y sin mediar palabra se inclinó y cogió el maletín—. Vamos a ver el resto.
—¿El resto? —pregunté.
—Sí —dijo Billy mientras sopesaba las tres cintas restantes—. La que dice «Sophia» debe de contener más poses en la casa, solo que de su esposa. —Dejó esa cinta en la mesa y cogió la de «Atardeceres en Union Lake»—. Esta será mierda paisajística. —La descartó también—. Esta tiene solo una fecha. Es de hace más de diez años, pero quién sabe, a lo mejor el hombre inmortalizó su voluntad mucho antes de ir a prisión.
Billy empezó a abrir la caja metálica en la que estaba guardada la cinta. Miranda lo detuvo.
—Espera, veamos primero la de la mujer. Quizá es ella la que ha dejado un testamento. ¿Se te ha ocurrido que quizá el dinero sea de ella?
Si yo hubiese dicho lo anterior, Billy no me hubiera hecho caso, pero como fue Miranda, se detuvo y reflexionó un momento. En la penumbra del ático, sus ojos resplandecieron.
—Por eso la mató… —dijo Billy, maravillado.
—Claro —concluyó Miranda.
Mientras Billy montaba la cinta de Sophia French, le toqué suavemente el brazo a Miranda. Se lo agradecí en voz baja. De no haber sido por su intervención, en ese momento Billy seguiría empecinado en ver la cinta con la fecha del accidente. Miranda esbozó una sonrisa, y con un gesto me hizo ver que lo que acababa de hacer no tenía importancia.
Pero Billy tenía razón, aquella película era similar a la de Marvin, era muda y no había en ella ningún legado. En el caso de la mujer, las actividades que había elegido para ser inmortalizada en celuloide tenían que ver con tareas hogareñas, y esta vez no era necesario que saliera de cuadro para operar la cámara; para eso estaba su marido. Primero vimos a Sophia en la sala, tejiendo un jersey que en determinado momento contemplaba sosteniéndolo delante de ella. Era una mujer bonita, más joven que Marvin, por lo menos diez años. Llevaba el cabello sujeto en un moño y observaba todo por encima de unas gafas alargadas que le conferían un aire aristocrático. Después la vimos en la cocina, moviéndose con soltura hacia uno y otro lado. En determinado momento abrió la nevera para coger algo y la cerró con un grácil golpecito de cadera. En ese momento miró por primera vez a la cámara y ahogó una risita pícara. La siguiente escena la mostró de espaldas, pero su rostro era visible en el espejo que tenía delante. Ya no sonreía.
Con la película de Sophia experimenté cierto pudor. La mujer había sido asesinada, y eso hacía que inmiscuirse en su vida fuera mucho peor, no sé bien por qué. Me pregunté si ella intuiría en aquel momento, frente al espejo, que su marido sería capaz de matarla. Sus ojos parecían decir que sí, aunque costaba leerlos; había misterio y algo que podía ser cansancio. Deseé que la cinta terminara de una vez por todas, aunque Billy querría verla.
Me había desconectado brevemente de las escenas de Sophia French, que en ese momento estaba de pie junto a un rosal, cogía una flor entre sus dedos y la olía cerrando los ojos. Volví a prestar atención cuando la vi caminar por un sendero de piedra, rodeada de jardines, con un vestido de gala y una sombrilla para protegerse del sol. La toma estaba realizada desde un punto alto, probablemente desde una de las ventanas de la segunda planta. La razón por la que me concentré en la imagen proyectada, fue que detrás de la mujer estaba la piscina donde la policía la encontraría muerta más tarde. El ángulo de la toma no permitía ver el fondo, pero sí buena parte de uno de los muros perimetrales.
La piscina estaba vacía.
Una señal de alerta se encendió en mi cabeza.
Billy se inclinó hacia delante.
Reparé en un detalle importante: la cámara estaba moviéndose. Marvin seguía el andar de su esposa, por lo tanto él estaba en la planta alta. Contuve el aliento. La mujer alzó la cabeza e hizo una grácil reverencia hacia la cámara, muy sutil, pero perceptible si se prestaba atención. La sombrilla ocultó parcialmente su rostro, pero parecía que sonreía. Sus pies estaban muy cerca del borde de la piscina. Peligrosamente cerca.
Entonces ocurrió.
Di un respingo. Miranda dejó escapar un grito de horror que el ático se encargó de repetir desde cada rincón.
Orson surgió desde una de las esquinas de la imagen, embistió a toda carrera contra Sophia, que apenas atinó a soltar la sombrilla y manotear el aire para dilatar lo inevitable. Cayó de espaldas.
Orson se asomó rápidamente a la piscina, luego miró a uno y otro lado, comprobando que nadie lo veía. Parecía dispuesto a seguir su camino cuando se le ocurrió alzar la cabeza.
Entonces fue mi turno de dejar escapar un grito.
Fue como si me mirara, aunque por supuesto a quien había descubierto en la segunda planta era a Marvin, que lo registró todo con su cámara de Super-8. En ese momento, Orson no habría superado los diez años, era grande para su edad pero todavía no había alcanzado su tamaño gigante; sin embargo, allí estaba su eterna expresión de resentimiento y odio despiadado.
Ninguno atinó a hacer nada, o decir algo, y lo mismo debió de ocurrirle a Marvin, que siguió filmando, procurando procesar lo que acababa de ocurrir, quizá repitiéndolo en su cabeza una y otra vez.
La película finalizó abruptamente, y la imagen de Orson con el rostro vuelto hacia arriba y la mirada desafiante se clavó en mis retinas, me temo, para siempre.
Pocas veces en mi vida tuve tanto miedo como en ese momento, en aquel ático enorme lleno de monstruos polvorientos. Me abracé los codos con las manos y entonces, en algún momento, me desmayé.