No fue sencillo ver las cintas de Super-8 de Marvin French. El primer escollo fue Elwald, que quiso ocuparse de la operación en la improvisada sala de proyección en el ático de los Matheson. Incluso se mostró sorprendido por nuestro interés en dibujos animados para niños pequeños. Miranda hacía años que no los veía, y además la familia tenía una colección de cintas VHS que eran la novedad del momento. Cuando habíamos visto una media docena de dibujos, exagerando nuestras reacciones, aunque con unas cuantas carcajadas genuinas, Miranda le pidió a Elwald que nos dejara solos, que Billy ya sabía operar el proyector y que podíamos apañárnoslas sin él. Lo dijo con solemnidad y cierto deje autoritario que no dejó de sorprenderme, porque en mi mundo los niños no les decían a los adultos —ni siquiera les sugerían— lo que debían hacer. Hubo un momento de vacilación, tras el cual el hombre nos lanzó una mirada en la que supongo se convenció de que nada allí arriba podía hacernos daño, y finalmente se marchó.
El ático de los Matheson tenía unas dimensiones monstruosas. Ocupaba la mitad de la planta de la casa, y la falta de divisiones hacía que pareciera incluso más amplio, aunque la luz que se colaba por las mansardas cerradas era escasa. Por todas partes había muebles cubiertos con telas polvorientas; parecía una ciudad fantasmal y gris. Cajas de cartón, espejos gigantes, pinturas apiladas; mobiliario suficiente para equipar dos o tres casas normales. Entonces recordé la mudanza que había tenido lugar cuando la familia llegó, unos meses atrás, y comprendí que los muebles que veía allí arriba habrían sido los que originalmente estaban en la mansión. Los Matheson habían traído consigo su propio mobiliario.
Cuando quedamos solos, por unos segundos no hicimos más que observar el cuadrado de luz que se proyectaba en la pantalla de pie. El ventilador interno del proyector fue el único sonido audible. Una constelación de motas de polvo bailaba en el cono de luz. Fue Billy el que se puso de pie y fue a por su mochila. Extrajo de ella el maletín de Marvin French y regresó a su silla. Lo sostuvo en el regazo como si fuera un alumno a la espera de ser llamado para dar la lección.
—Billy, ¿estás bien? —preguntó Miranda.
—Sí —respondió él, pero hubo un dejo críptico en su voz.
No fue necesario debatir acerca de cuál sería la cinta que veríamos primero; sería la que estaba rotulada con el nombre de Marvin. En menos de un minuto ya estaba montada en el proyector.
Billy accionó el botón de reproducción y la cinta comenzó a rodar.