27

Por entre medio de las plantas en las repisas pude ver a Miranda, sentada en la mesa redonda. Parecía concentrada en un libro. Avancé hasta que la repisa dejó de protegerme y entonces ella captó mi presencia con el rabillo del ojo. Alzó la cabeza y su rostro se iluminó con una sonrisa. Saltó de la silla y corrió hacia mí.

—¡Hola, Sam! —me dijo—. Menos mal que has llegado.

Cuando estuvo lo suficientemente cerca de mí me dio un abrazo rápido y despreocupado. Tan rápido y despreocupado que apenas atiné a retenerla entre mis brazos durante un brevísimo instante.

—Estaba con el libro de aritmética. ¡Odio la aritmética!

Sonreí. En lo que menos podía pensar era en aritmética. Durante el breve abrazo me había invadido el olor a manzana del champú que sin darme cuenta empezaba a asociar con Miranda. Ese día llevaba un vestido blanco, y la gargantilla que yo le había regalado.

—Así que Billy vendrá un poco más tarde… —comenté.

—Sí. —Me tomó de la mano y me arrastró hasta la mesa—. ¿Quieres que te diga algo?

—¿Qué?

Miranda me ha tomado de la mano.

—Es mejor que Billy se retrase un poco —dijo ella, e hizo una pausa en la que temí lo peor—. Necesito hablar contigo.

Lo dijo con seriedad.

Cuando llegamos a la mesa, Miranda comenzó a apartar sus libros.

—¿Quieres zumo? —Señaló la jarra en el centro de la mesa. Estaba llena hasta la mitad. Junto a la jarra había dos vasos limpios.

Dos.

¿Tú has dejado esta gargantilla en la puerta de mi casa, Sam?

¿Por qué harías algo así?

—¿Quieres? —repitió Miranda de buena manera.

—Sí, por supuesto —respondí con perplejidad.

Me serví zumo en uno de los vasos y bebí un poco. De pie frente a la pared de cristal observé los jardines que tanto conocía, y hacerlo desde esta nueva perspectiva no dejó de maravillarme. Pero mi atención se fijó rápidamente en el olmo del otro lado del muro. Aquel árbol era testigo de mi participación en este mundo al que ahora yo parecía pertenecer.

¿Tú has estado observándome desde el árbol, Sam?

—Yo también tenía que decirte algo —dije, todavía escrutando los jardines.

—Me intrigas. —Miranda se había acercado por mi espalda y escuché su voz muy cerca. Estuve a punto de soltar el vaso—. ¿Ha sucedido algo?

Bebí otro trago de zumo.

—Vamos a sentarnos —me pidió Miranda.

Acordamos que ella hablaría primero. Antes de empezar, cogió la mochila que estaba en una de las sillas, la apoyó en su regazo y rebuscó algo en el interior. Cuando vi de qué se trataba contuve la respiración. Miranda extrajo la cajita que yo había dejado en la puerta de su casa, mil años atrás. Unas letras torpes dignas de una carta de petición de rescate seguían allí: «Miranda». En medio de la desesperación me alegré de que no fuera mi caligrafía habitual.

Aguardé en silencio.

Miranda apoyó la cajita en la mesa y desató la cinta celeste.

—Hace un tiempo —dijo Miranda— recibí este paquete en la puerta de casa. Bueno, en realidad no lo recibí, sino que alguien lo dejó allí.

Jugó con la cajita entre sus dedos.

—¿Qué contiene? —pregunté con un hilo de voz.

Si todo aquello realmente estaba sucediendo, si no era una mala pasada de mi cabeza o un sueño, entonces más me valía que actuara acorde con las circunstancias.

—Esta gargantilla —dijo Miranda mientras se llevaba las manos detrás de la cabeza para abrir el broche.

—Está bien, no hace falta que te la quites.

Se detuvo y asintió. Entonces cogió la medialuna entre los dedos y la sostuvo delante de su rostro para que yo pudiera verla. Mientras fingía examinarla me convencí de que tendría que deshacerme de la gargantilla que todavía conservaba en la granja. Era demasiado arriesgado conservarla.

—Es una baratija —dijo Miranda—, pero bonita, ¿no crees?

Una baratija.

La frase se me clavó en el pecho como una flecha envenenada. Probaba que Miranda no tenía idea de que yo había dejado la cajita de cartón en la puerta de su casa, pero al mismo tiempo dolía horrores.

—Oh, no he querido decir eso —dijo Miranda, que evidentemente captó algo de mi conmoción—. Sé que el dinero no es importante para hacer un obsequio…

Parecía verdaderamente compungida.

—No te preocupes.

—Aunque lo que vale es la intención, por supuesto.

Abrió la cajita e hizo lo que yo tanto temía. Me extendió la hoja de papel doblada en dos. La observé con incredulidad.

—Estaba dentro —me dijo.

Mis manos seguían debajo de la mesa.

—Eso debe de ser privado —dije—. ¿Es una carta?

—Nadie la ha leído. Vamos, cógela. Confío en ti.

Estiré la mano y cogí la hoja.

—¿Estás segura de que quieres que la lea?

Ella asintió con una sonrisa. Parecía divertida.

Se burlará.

Desdoblé la hoja y allí estaba mi poema, mecanografiado con la máquina de escribir del señor Meyer. Aunque lo conocía de memoria, lo leí en voz alta.

Se reirá cuando termine.

—¿Y? —dijo Miranda al cabo de unos segundos.

Una baratija.

Alcé la vista. La expresión de Miranda era de verdadera expectación.

—¿Lo has escrito tú? —me preguntó, enigmática.

Me quedé de piedra. Debí de ruborizarme notoriamente.

—¡Perdona, Sam! No quise insinuar que tú… —Ahora fue el turno de Miranda de ruborizarse—. Oh, pensarás que soy una idiota. Por supuesto que sé que tú no lo has escrito para mí. Sería estúpido. Es que… pensaba que… tal vez tú habías…

Me obligué a hablar. Entendía perfectamente a qué se refería Miranda.

—¿Quieres saber si lo he escrito para alguien?

Asintió. Volví a doblar la hoja y se la devolví. Ella la guardó en la caja de cartón.

—Lo siento, Sam, es que, como tú me has dicho que escribes…, supuse que tal vez habías ayudado a alguien.

—¿Te refieres a Billy? —pregunté abiertamente.

—Sí —admitió.

—Lo siento, no sé nada de ese poema.

Miranda pareció tranquilizarse.

—¿Sabes una cosa? —me dijo.

Negué con la cabeza.

—Cuando recibí el poema y la gargantilla no conocía a nadie en Carnival Falls. Había ido al centro comercial y al Límite y sí, vi chicos de nuestra edad, pero ni siquiera hablé con nadie. Te confieso que fue difícil; pensé que nunca haría amigos aquí. Por eso me llamó la atención el regalo. ¿Quién le haría un regalo a una chica a la que ni siquiera conoce?

—Tienes toda la razón.

—Entonces se presentó Billy con su tío, que estaba haciendo unas reformas en la casa. Nunca me lo ha dicho, pero me ha dado la sensación de que… a él…

—¿Le gustas?

Miranda tenía ahora la vista puesta en el regazo.

—Soy una tonta —musitó.

—No, no eres ninguna tonta.

—Sí lo soy. No debería hablar de esto contigo. Pero es que Billy me ha dicho que vosotros os conocéis desde muy pequeños, que sois casi como hermanos, y por eso pensé que…

No pudo seguir. Los ojos se le humedecieron.

—Por favor, Miranda, no llores. Es cierto que te conocemos desde hace muy poco, pero ya te queremos mucho. Somos como… los tres mosqueteros.

Eso pareció alegrarla. Sentí el impulso de rodear la mesa y abrazarla, pero me contuve.

—No le digas a Billy lo de los tres mosqueteros —dije para animar la conversación—. Dirá que no es nada original.

Funcionó. Conseguí que riera.

—Gracias. Tú siempre me consuelas. Pensarás que soy una niña consentida y estúpida.

—No pienso eso. Y en cuanto a Billy, puede que tengas razón, yo también creo que le gustas. Y no me sorprende, porque eres una chica muy bonita.

Lo dije sin que me temblara la voz y mirándola a los ojos. Sabía que aquello sería lo más cerca que estaría en toda mi vida de confesarle mis verdaderos sentimientos, así que supongo que aproveché y lo hice con todo el arrojo.

—¿Crees que le gusto de veras?

—Yo creo que sí.

Se limpió una lágrima que había quedado en su mejilla.

—A mí me pareció lo mismo —confesó—. Por eso creí que quizá tú lo habías ayudado.

—No, yo no lo he ayudado. Y no creo que Billy tenga que ver con ese poema tampoco. Él es, digamos…, más práctico.

Miranda meditó un segundo.

—¿Tienes idea de quién pudo habérmelo dejado?

—Ninguna —dije. No tenía otro remedio que mentirle. Si hubiera podido volver atrás y no hacerle el regalo, lo hubiera hecho sin vacilar, pero lo hecho, hecho estaba—. Habrá sido algún chico que te vio en el bosque, como tú has dicho. Muchos querrán ser tu novio, ya verás.

—No lo sé. No lo creo. —Por alguna razón tuve la descabellada idea de que Miranda realmente creía lo que decía, que los chicos podían no estar interesados en ella.

¿Por qué pensaría así una chica que lo tenía todo?

—¿Puedo pedirte algo, Miranda?

—Sí, claro. Lo que sea.

—No le hables a Billy de ese regalo —señalé la gargantilla.

Miranda rio.

—Es gracioso, iba a pedirte exactamente lo mismo.

—Será nuestro secreto, entonces.

Mis palabras la animaron. Se puso de pie y me tendió la mano por encima de la mesa. Hice lo mismo y se la estreché.

—Trato hecho —dijimos al unísono.

La risa que siguió terminó de sepultar la conversación que acabábamos de mantener. Entonces me miró con ojos pícaros.

—¿Te parece bueno? —disparó.

—¿Qué?

—El poema. ¿Crees que es bueno?

—No sé mucho de poesía. Me gusta la fantasía, las historias de misterio, como las de Judy Bolton.

Seguía en sus ojos ese brillo peculiar que había advertido antes. Esa sabiduría.

—Yo creo que el poema es buenísimo —me dijo.

¿Me estaba poniendo a prueba? ¿Dudaba de lo que le había dicho?

—Puede ser.

—Lo es. Quiero decir, no soy experta en poesía tampoco, pero me parece que vale la pena. Aunque… lo más probable es que lo hayan copiado de algún libro.

Dejó la frase en suspenso.

Si era una estrategia, estaba a punto de surtir efecto, porque el reconocimiento por aquel poema, al que había dedicado muchas horas, me estaba ablandando y en cualquier momento podía dar un paso en falso. Sentí el arrebato de decirle que el poema parecía sincero y que era muy probable que fuera original, que ella bien podría despertar todos esos sentimientos —y muchos más—, pero me mordí la lengua. Miranda nunca sabría lo que sentía por ella.

Nunca.

—Y tú, ¿qué era lo que querías decirme? —preguntó Miranda.

Fue un alivio dejar el tema. Cuando llegara a la granja, enterraría la gargantilla para que nadie diera jamás con ella.

—Tiene que ver con las cintas que encontramos en casa de Collette —dije.

Bajé el tono de voz, aunque allí no había nadie que pudiera oírnos. El día anterior, en el claro, le habíamos hablado a Miranda de mis problemas con Orson, mi enemistad con él y su plan para entrar en casa de los Meyer. También de los artículos en el periódico, del encarcelamiento de Marvin French por el asesinato de su esposa y de las cintas que habíamos encontrado entre las pertenencias de Joseph. Lo sabía todo, salvo que una de las cintas tenía la fecha del accidente de mi madre. Ni siquiera a Billy se lo había aclarado, no sabía muy bien por qué.

—Si Billy tiene razón —comenté—, en una de esas cintas estará ese hombre dejando su testamento. Y Billy no suele equivocarse en esas cosas. Tiene un sexto sentido.

La teoría de Billy era que Marvin French había dejado su testamento en una cinta y se la entregó a su abogado para que la sacara a relucir cuando muriera. La lógica indicaba que Joseph debió a su vez de entregar la cinta a alguien más joven del bufete, pero su enfermedad le jugó una mala pasada y lo olvidó. Evidentemente, Orson sabía de su existencia.

Sin embargo había dos cuestiones singulares. La primera, ¿por qué Orson no intentó recuperar la cinta antes? Billy decía que como French tenía apenas sesenta y un años en el momento de morir era muy posible que el hecho lo hubiera cogido por sorpresa. Orson planearía robar la cinta una vez que cumpliera la mayoría de edad, y así garantizarse todo el dinero. La siguiente cuestión, que la propia Miranda había traído a colación, tenía que ver con la poca validez legal de una cinta para expresar una voluntad. ¿Por qué Marvin French elegiría dejar un legado en una película? Billy decía que la gente excéntrica hacía ese tipo de cosas, pero reconoció que podía ser un agujero en su teoría. Quizá Marvin quería decir algunas cosas «para la posteridad», se justificó. Miranda dijo que podía ser una buena idea consultar con un abogado, uno que supiera acerca de herencias y esas cosas. Todos estuvimos de acuerdo en que eso era precisamente lo que haríamos después, porque sabíamos que tarde o temprano tendríamos que involucrar a algún adulto, posiblemente a Collette o a Amanda. Cualquiera que fuese el contenido de la cinta, estaba claro que no llegaría a manos de Orson.

—Como sabes, encontramos cuatro cintas —dije armándome de valor—. Dos de ellas llevan el nombre del matrimonio French, otra se titula «Atardeceres en Union Lake». La última no tiene nombre, pero sí una fecha.

Miranda me observaba, expectante.

Tragué saliva.

—Es el 10 de abril de 1974; el día que tuvo lugar el accidente de mi madre, en el coche…, el día de la tormenta.

El rostro de Miranda se transformó. Hubo incredulidad, pero también una pizca de desconcierto.

—¿Qué crees que puede significar? —preguntó con cautela.

—No lo sé. Probablemente nada.

—Pero… justo esa fecha. ¿Billy lo sabe?

—No. No se lo he dicho. En uno de los artículos del periódico hemos visto que French tenía algún tipo de relación con Banks, que eran amigos o algo así. Sé que Billy pensará que estoy alimentando todas las fantasías de ese hombre, de los extraterrestres y esas cosas.

Exponer en voz alta exactamente lo que pensaba me quitó un peso de encima. Después de mentir acerca de la gargantilla y el poema era un alivio poder hablarle a Miranda con toda franqueza. Lo cierto es que durante los últimos dos días no había dejado de pensar en la relación entre French y Banks, y en lo que eso podía significar. Casi podía escuchar la voz de Billy diciéndome que estaba haciendo un mundo de una simple casualidad.

—¿En qué piensas, Sam?

—Quiero ver esa cinta —dije con firmeza—. Sin que Billy lo sepa.

Miranda sopesó la idea, asintiendo suavemente.

—Como tú quieras. Pero… ¿no crees que sería bueno que Billy nos acompañe? Billy puede tener una mente un poco cerrada para algunas cosas, como tú siempre dices, pero estoy segura de que se pondrá de tu lado si hay algo en esa cinta que tenga que ver con el accidente de tu madre.

—Seguramente; pero a veces dice cosas y no entiende que mi madre está detrás de todo. Es como si…

—Está bien, Sam. No hace falta que sigas —dijo Miranda, y me sonrió—. ¿Sabes? Me hace muy feliz que confíes en mí, ser tu amiga. En Montreal, ni siquiera con mis amigas de toda la vida he llegado a ser tan franca como contigo. Te lo agradezco. Si eso es lo que quieres, buscaremos la manera de ver esa cinta a solas, sin Billy. Después hablaremos con él. Tienes mi palabra.

—Gracias.

—¿Dónde está esa cinta?

—Con las otras. Billy las traerá.

—Elwald ha preparado la sala de proyecciones en el ático —dijo Miranda.

—¡Genial!

—Solo falta que llegue Billy.

—Eso no es cierto —se escuchó desde el pasillo.

Nos volvimos al mismo tiempo.

Allí estaba Billy, caminando alegremente con su mochila a cuestas.