La caligrafía me resultó desconocida, aunque la torpeza del trazo me dio una idea bastante acabada acerca de quién podía estar detrás.
¿Por qué citarme en la camioneta abandonada?
Lolita.
Mi primera reacción fue no salir.
Imaginé a Billy con el rostro desarticulado cuando le dijera que no había acudido a la cita. Mi amigo tenía razón en una cosa: la maniobra del libro en el sótano era la punta del iceberg, el inicio de un plan más intrincado que no comprendíamos. Ahora tenía la posibilidad de averiguar un poco más. Pero también estaría jugando en terreno desconocido. ¿Salir en plena noche? ¿No sería eso el equivalente de las películas de terror, cuando la rubia se pasea por la casa en panti, con una sartén como única arma de defensa?
No podía decidir. Corrí la cortina y miré por la ventana. La hierba plateada se perdía en un mar negro. Una pila de leña se alzaba como la aleta de un tiburón gigantesco.
De repente la silueta volvió a surgir. Esta vez yo estaba a escasos centímetros de la ventana, de modo que pude ver con claridad los ojos rojos, el pelaje aterciopelado y…
—Rex —susurré—. Casi me matas del susto.
Abrí la ventana.
El perro plantó las dos patas en la ventana y permitió que le hiciera una caricia. Luego se apartó y corrió hacia la esquina de la casa. Se detuvo, me miró expectante, regresó y volvió a hacer lo mismo.
—¿Quieres que te siga?
Hice acopio de valor. Caminar con Rex me daría seguridad. No obstante, sabía que si me pillaban fuera me castigarían; especialmente cuando no pudiera justificar la razón de la huida.
¿Y si ese era el objetivo?
¡Basta!
Consulté mi Timex y vi que eran las once en punto. Tenía que tomar una decisión. La mirada de Rex me pedía lo mismo.
—Deja que me vista —le dije a Rex, que pareció entenderme a la perfección.
Me vestí con la misma ropa de aquel día y cogí una sudadera antes de salir. Era una noche fresca.
Salí.
—Quédate cerca de mí.
La sudadera tenía capucha pero no me pareció prudente ponérmela. La camioneta abandonada estaba en el campo de Fraser, un hombretón iracundo y de mal genio que bien podría disparar a un encapuchado en medio de la noche, aunque no superara el metro cincuenta. Caminé junto a la alambrada perimetral con Rex trotando a mi lado con la lengua colgando. Su compañía me tranquilizó. Recorrí unos ciento cincuenta metros hasta el fondo. Las plantaciones a mi derecha eran ejércitos alineados de soldados raquíticos; algunos agachados y otros de pie. Había coliflor, tomates, lechuga, pepino, que abastecían con creces las necesidades de la granja, pero que ocupaban una porción relativamente pequeña de las cinco hectáreas totales. La granja de los Carroll producía básicamente patatas y maíz.
Me detuve un instante y eché un vistazo sobre mi hombro en dirección a la casa. No había ninguna luz encendida en las habitaciones. Con las manos en los bolsillos caminé con la vista puesta en la punta de mis zapatillas. Al llegar al fondo giré a la derecha, siguiendo la alambrada, hasta el sembrado de patatas, que en cosa de un mes estarían listas para ser cosechadas.
Recorrí los metros finales con la odiosa sensación de estar a punto de cometer un error que pagaría caro.
Solo tres hilos de alambre me separaban del campo de Fraser. Justo del otro lado había una callejuela de tierra y más allá un maizal infinito. La brisa nocturna agitaba los tallos altos con sus ráfagas intermitentes, como si seres invisibles corrieran por el interior, persiguiéndose unos a otros. Rex se sentó a mi lado. Así como nosotros teníamos prohibido cruzar el límite de la propiedad, lo mismo sucedía con Rex, que era claramente más obediente que todos nosotros. Sus ojos reflejaron la luna y creí advertir cierta tristeza, como si supiera que yo tenía que pasar al otro lado y lamentara no poder acompañarme.
—No te preocupes, Rex —dije, y lo acaricié—. Si fueras un humano, podría decirte que nadie va a enterarse si me acompañas, pero tu lealtad es hacia Randall. Lo entiendo.
Me agaché y crucé el alambre entre el primer y el segundo hilo.
—Quédate aquí, chico. Aquí.
A pesar de que la camioneta abandonada estaba a casi cincuenta metros por esa callejuela interna, me sentiría mejor sabiendo que Rex estaba cerca. Si algo me pasaba, podría llamarlo y hasta era posible que el animal se saltara las normas de su amo para venir a rescatarme. Pero mejor no pensar en cosas malas. Miré por última vez hacia la casa, ahora parcialmente oculta por el granero.
¿Por qué no citarme en el granero?
¿Por qué la camioneta?
De la camioneta solo quedaba una carrocería herrumbrosa tapada de maleza. Las ruedas habían desaparecido, lo mismo que las puertas y el capó. La cavidad originalmente ocupada por el motor era un macetero natural y hogar de paso de mapaches, ardillas, ratas y hasta serpientes, dependiendo de la temporada. La caja de carga estaba ligeramente inclinada hacia atrás y se mantenía relativamente limpia a causa del escurrimiento de la lluvia. Por supuesto, teníamos prohibido acercarnos a ella simplemente por el hecho de estar en la propiedad de Fraser, pero de vez en cuando alguno se daba una vuelta por allí. Yo sospechaba que Randall y Amanda lo sabían, pero no les preocupaba demasiado. Personalmente, prefería el bosque.
Cuando había recorrido la mitad del trayecto, la camioneta era todavía una forma oscura a la que la luna no lograba arrancarle un solo destello. Un punto rojo luminoso fue el primer indicio de que allí había al menos una persona. Aminoré la marcha. El punto rojo se movía de un lado para otro describiendo formas rebuscadas, luego se mantenía suspendido, se encendía un poco más y volvía a desplazarse.
Ninguno de mis hermanos fumaba oficialmente, aunque yo sabía que algunos sí lo hacían o habían probado alguna vez. Todavía no podía distinguir los rasgos de la persona recostada en la caja abierta de la camioneta, pero advertí que era más grande que yo, eso seguro, y que estaba sentado contra la cabina. Daba profundas caladas al cigarrillo y luego apoyaba el brazo en el borde, mientras lanzaba el humo hacia un costado. Recordé el relato de Tweety, de Milton Home, cuando Orson y su pandilla fueron acusados de robarle la cajetilla de Marlboro a uno de los celadores. Aquella historia había terminado con un chivo expiatorio con las axilas quemadas. Me pregunté cómo terminaría esta.
—¿Quién eres? —pregunté con voz temblorosa.
El extraño no me respondió. En su lugar dio una calada al cigarrillo, que se encendió por última vez y luego salió volando, todavía encendido, describiendo una parábola perfecta en dirección al maizal.
Lo único que faltaba era que aquel capullo iniciara un incendio.
—Creí que ya no vendrías —dijo Orson.
No sabía si alegrarme o no por haber estado en lo cierto desde el principio.
—¿Qué quieres, Orson?
—Antes que nada, acércate.
—Estoy bien aquí. Dime qué quieres.
—¿No me has oído? Quiero que te acerques. —Hablaba con voz fría. No había en ella ni rastro de la cortesía con la que habitualmente se conducía en la granja—. No te preocupes, no voy a obligarte a que me hagas una mamada, aunque seguro que te gustaría, ¿no es cierto?
Rio despreocupadamente. Era la primera vez que me enfrentaba con el verdadero Orson, pensé, el que Tweety me había retratado con las historias en el orfanato. Comprendí que el rival que yo conocía, que me observaba con recelo en las comidas, me hacía comentarios punzantes y me desafiaba permanentemente, también formaba parte de un disfraz, una máscara sobre otra máscara. El verdadero Orson Powell estaba allí, esperándome en la caja de la camioneta abandonada. Supe en ese instante que lo había subestimado, que no estaba frente a un grandullón tonto e impulsivo, sino frente a alguien calculador y decidido como un verdugo, que no solo era capaz de urdir por sí mismo la treta del libro en el sótano, sino muchas cosas más.
Caminé hasta la camioneta pero no subí. Me detuve a un metro de la caja.
—¿Por qué lo haces de esta manera? —pregunté.
Orson era ahora un fantasma de facciones grises, pero pude advertir su desconcierto.
—¿Tienes miedo?
—No, me parece una estupidez.
La expresión de Orson se endureció, pero solo un instante.
—Es mejor así. Nadie nos molestará. Y ahora sube.
Lo hice. Pero me alejé de él lo máximo posible. Me senté en el extremo del parapeto, en el lado opuesto al suyo. Quería demostrarle que no tenía problemas en hacer lo que me pedía, pero al mismo tiempo no quería limitar demasiado mis probabilidades de escape.
—Dime lo que tengas que decirme.
Orson buscaba algo en el bolsillo. Extrajo una maltrecha cajetilla de cigarrillos de la que cogió uno y lo encendió. Le dio una larga calada y describió con labios de pez unas cuantas «Oes».
—¿Supiste que era yo, Sam?
—No te entiendo.
—El que te quitó ese libro de mierda de tu escondite. ¿Supiste que había sido yo?
—Supuse que podrías ser tú —dije con sequedad.
Soltó una de sus risas. Me pregunté si tendría como propósito incomodarme, lo que estaba consiguiendo con creces, o era parte del Orson subyacente, el que yo no conocía. Recordé que Tweety, cuando me contó cómo Orson le quemaba la axila al niño en Milton Home, dijo que tenía en sus ojos un brillo de chiflado. En su momento no lo tomé al pie de la letra, pero ahora me pregunté seriamente si en efecto no habría rastros de locura en Orson. Analizado desde esa óptica, lo que había hecho con Lolita y este encuentro en medio de la noche cobraba un nuevo sentido.
—Quiero que sepas una cosa, Sam —dijo con la vista en las estrellas—. Lo del libro ha sido divertido, no lo negaré. De hecho, ha sido muy divertido. Y sería más divertido todavía que Amanda encontrara la sobrecubierta por casualidad y que viera las iniciales en la solapa. Quizá me quite las ganas y lo haga. ¿Qué crees que haría contigo?
—¿Cómo voy a saberlo? —respondí de mala gana.
—Imagínalo. Tienes buena imaginación, ¿no?
—Supongo que se enfadaría conmigo. Quizá me prohíba salir durante todo el verano. No lo sé.
—Sí, es probable que suceda algo de eso —dijo Orson, y se llevó el cigarrillo a la boca. Cambió de tema abruptamente—. Podría violarte, ¿sabes?
Se frotó los genitales.
—Deja de hacer eso. Por favor.
—No lo entiendes, ¿verdad? —dijo alzando el tono de voz.
¿Estaba actuando? ¿Buscaba atormentarme, o eran brotes de locura genuinos? Tuve que entrelazar mis manos con fuerza y esconderlas en el regazo para evitar que temblaran.
—¿Qué es lo que no entiendo? —logré articular.
—Que lo del libro es solo una muestra de lo que soy capaz —dijo mientras paseaba el cigarrillo delante de sus ojos, como si quisiera hipnotizarse—. Sí, podría acusarte de leer ese libro de mierda, pero podría hacerte cosas peores. Podría hacer que te echaran de la granja…
Sus ojos seguían el cigarrillo mientras hablaba:
—Seguramente, ese maricón de Tweety te ha dicho algunas cosas. Tú y yo no hemos tenido oportunidad de hablar porque siempre estás en ese agujero de habitación que tienes, o en el puto bosque, pero ahora tenemos tiempo de sobra. Cuando quiero algo, lo consigo. ¿Entiendes?
—Sí.
—Si se me ocurre hablar contigo a solas, en plena noche mientras me manoseo la polla, lo consigo. Consigo lo que quiero. Te quito ese libro y hago que vengas. Y si no, te traigo a rastras y nadie se entera. Y si creo que vas a delatarme…, no sé, te corto la lengua. ¿Verdad que he sido claro?
No supe qué responder. Nunca me habían hablado de ese modo. El miedo ganaba terreno como un incendio fuera de control, acorralando mis pensamientos y reduciéndolos a un puñado de conceptos desvaídos. Había subestimado a Orson. Estaba a solas con él. A su merced.
La voz de Tweety retumbó en mi cabeza, casi como un mensaje celestial.
«He aprendido que muchas veces es mejor dejar el orgullo de lado y usar la cabeza…»
—Has sido claro —dije empeñándome en que la frase no sonara irónica.
—Bien. Eso me gusta. —Orson volvió a lanzar el cigarrillo encendido en dirección al maizal—. Me gusta mucho, de hecho. Y ahora que sabes cómo son las reglas del juego, te diré lo que necesito de ti.
Con Billy habíamos pensado que el ladrón de libros podía estar interesado en mi habitación, pero ahora sabía que eso era una estupidez. Ahora que veía los ojos de Orson —«ahora que conoces las reglas del juego»—, sabía que detrás de la maniobra había algo mucho más siniestro. Sin embargo, no podía imaginar qué.
—¿Cómo van las cosas con los Meyer? —me dijo.
La pregunta me tomó por sorpresa.
—Son muy amables conmigo.
—Apuesto a que los conoces bien, ¿verdad?
—Sí.
Orson asentía, como un profesor que toma la lección.
—Y vas a su casa dos veces por semana —dijo en tono reflexivo—. Confían en ti. Eres de la absoluta confianza de Collette Meyer y de ese viejo al que le encanta quedarse en casa todo el día, ¿no es así?
Esbozó una sonrisa lobuna. Disfrutaba con mi desconcierto. Yo no tenía idea de cómo Orson conocía a los Meyer, y la mención de sus nombres no había sido arbitraria, sino una provocación. Lo cierto es que si buscaba desconcertarme y preocuparme todavía más, lo consiguió. ¿Qué tenían que ver los Meyer en todo este asunto?
—¿Tú los conoces? —pregunté sin saber si era lo que él pretendía.
—Solo lo que se dice de ellos aquí en la granja —dijo restándole importancia—, que te protegen y te dan dinero por pasar el rato con el anciano.
—En realidad se lo dan a Amanda —lo corregí.
—Si tú lo dices…
Creí advertir algo en su expresión. Algo que no había estado allí antes. Quizá me había soltado una mentira al decirme que no conocía a los Meyer, pensé.
Consulté mi reloj. Hacía menos de quince minutos que había llegado a la camioneta abandonada, pero parecía una eternidad. Había aprendido más de Orson Powell en los últimos minutos que durante los cinco meses que él llevaba en la granja.
—Te diré lo que necesito que hagas por mí.
—¿Qué?
—Quiero entrar a la casa de los Meyer —dijo Orson de repente.
—¡¿Qué?!
—Lo que has oído. Necesito tener acceso completo a esa casa, y tú te encargarás de que eso suceda. Tres o cuatro horas, no más. Pero los Meyer no deben estar allí.
Otra vez el pulso se me aceleró.
—No puedo hacer eso.
Orson se puso de pie a la velocidad de la luz. La reacción fue tan repentina que, en parte por querer observarlo cuán alto era y también por la sacudida de la carrocería, estuve a punto de caer hacia atrás. Me aferré al parapeto con ambas manos. Orson se acercó y se sentó a mi lado. Posó su manaza desproporcionada en mi rodilla y la masajeó ligeramente. La dejó allí mientras hablaba.
—No me hagas repetir las cosas, Sam.
—No.
—¿Me estás prestando atención?
Esta vez no pude responder. Cuando abrí la boca, fue como si un puñado de arena se deslizara por mi garganta. Asentí repetidamente.
—Bien —dijo Orson sin retirar la mano de mi rodilla—. Quiero que me consigas entrar en esa casa cuanto antes, durante unas horas. Cuando lo tengas todo arreglado, iré contigo y me esperarás fuera.
—¿Vas a…?
—No voy a hacer nada que ellos puedan echarte en cara. —Ahora su tono era paternalista y comprensivo, lo cual en cierto sentido era peor. Podía sentir su aliento a tabaco en la mejilla—. ¿Has entendido, Sam? Di que sí.
—No podré hacerlo —musité—. El señor Meyer no sale casi nunca.
Orson retiró la mano de mi rodilla.
—Es cierto —casi le supliqué—. No sale nunca. No podré hacerlo. No podré.
—Shhh… Tranquilízate.
Mis piernas temblaban. Mis manos temblaban. Mi voz temblaba. Mis intentos por mantener cierto control se habían ido al infierno. Orson era el dueño absoluto.
Se puso de pie. Cruzó la caja y se sentó otra vez en el parapeto de enfrente, pero más cerca que antes. Me miró fijamente.
—Volveremos a hablar pronto y me dirás cuándo iremos. —Otra vez se masajeaba la entrepierna.
—¿Qué harás? —pregunté con desesperación.
—No es de tu incumbencia. Pero te puedo asegurar una cosa: si cumples con tu parte del trato, nadie se enterará.
Bajé la vista. No podía seguir mirándolo a los ojos. Con la voluntad doblegada y una confusión absoluta, no tenía manera de enfrentarme a aquellos ojos. Vagamente pensé en Billy, pero su sabiduría no acudió en mi auxilio. No tenía la más remota idea de qué tramaba Orson y qué interés podía tener en los Meyer, o en su casa.
—Ni pienses en hablar de esto con nadie —sentenció Orson como si me leyera la mente—. Si me entero de que se lo dices a Amanda o a Randall, primero lo negaré y después me aseguraré de partirte los huesos. Eso, por no mencionar que sabrán de tus lecturas sucias y de tus fotografías de mujeres. A los Carroll les encantará saber quién eres realmente, Sam Jackson.
Rio abiertamente ante esta última idea.
—¿Has entendido?
Asentí en silencio. Nunca había sentido tanto miedo en toda mi vida.
—Y ahora vete antes de que cambie de opinión acerca de esa mamada.
Me bajé de la camioneta sin esperar un solo segundo. Caminé de espaldas.
Ahora se reirá a carcajadas.
Pero Orson no rio. Cuando me volví sobre mi hombro vi que me observaba fijamente y en silencio.