Esa noche, en mi habitación, mientras evocaba la esponjosidad de las galletas especiales de Lucille y sus gloriosas chispas de chocolate, y por supuesto a Miranda, un ruido afuera hizo que me pusiera instintivamente alerta. Me hice un ovillo en la cama, con la sábana hasta la barbilla y los ojos bien abiertos.
¿Qué había creído escuchar exactamente?
Un correteo.
Lo primero que pensé fue en Rex, pero conocía el andar del pastor alemán; esto había sido diferente, menos acompasado. El ruido había sido justo delante de mi ventana.
No solía tener miedo por las noches; ni la oscuridad ni la soledad parecían afectarme demasiado.
A medida que los minutos pasaron me fui convenciendo de que lo que acababa de escuchar había sido el andar apresurado de un animal, posiblemente un mapache, una ardilla o una rata grande.
Se activó en mi interior ese mecanismo racional que tenemos los seres humanos para defendernos de lo peor; ese que nos asegura —que nos convence, de hecho— de que el ruido en la sala no es un intruso sino nuestro gato, o de que el extraño que nos sigue de cerca en la calle en una noche lluviosa no tiene malas intenciones, sino que simplemente camina detrás nuestro por casualidad. Pero a veces los ruidos en la casa son causados por intrusos, y ciertos perseguidores sí tienen intención de hacernos daño.
Entonces una silueta descomunal se recortó detrás de la ventana.
Lancé un grito que rápidamente sofoqué con la mano. La silueta no se inmutó, ni desapareció, como una parte de mi mente insistía que sucedería de un momento a otro. Debía de ser mi imaginación; ¡tenía que serlo! Quizá si cerraba los ojos… era posible que desapareciera. Pero no iba a cerrar los ojos por nada del mundo. Mi corazón latía como accionado por el pistón de un Fórmula 1. La sábana no era protección suficiente. Temblaba de pies a cabeza y aquella silueta seguía allí, deformada por los pliegues de la cortina, pero no por eso menos amenazante.
Y entonces se movió. Estaba haciendo algo.
Por Dios, no abras la ventana ni rompas el cristal; no lo hagas, por favor, porque si lo haces, gritaré y me mearé encima, eso es lo que haré; por favor por favor por favor.
Susurré aquellas palabras, como una plegaria, incapaz de cerrar los ojos, incapaz de moverme, incapaz de pensar con claridad.
El intruso no intentó forzar la ventana, o eso me pareció, pero algo hacía allí fuera, no tenía dudas. Claro que, mientras no entrara, me tenía sin cuidado. ¿Sería un borracho meando? Yo sabía que los borrachos meaban en cualquier parte, pero ¿qué haría un borracho allí? No tenía sentido.
No entres no entres no entres no entres no entres.
Y no entró.
Pero hizo algo peor.
Con el nudillo golpeó el cristal. Fueron cinco, diez, cien mil veces. No sé cuántas. Lo único que sé es que con cada nuevo golpe mi corazón se empequeñecía, mi vejiga se hinchaba y mi cuerpo temblaba cada vez más. Ignoraba si alguien podría escuchar el sonido desde la planta alta, pero quería creer que sí, que Amanda o Randall o alguien bajaría de un momento a otro y encendería las luces del porche o haría algo. Llamar a la policía, quizá. A fin de cuentas, había un extraño golpeando la ventana.
¡Un maldito lunático golpeador de ventanas!
Cuando se dignó a detenerse, la silueta no se movió. Lo que en cierto modo fue peor, porque ahora podía escuchar mi respiración acelerada mientras me convencía de que el intruso estaba tramando algo, y no podía ser otra cosa que…
La silueta desapareció.
No tenía sentido convencerme de que no había estado allí, que lo había imaginado o soñado. Había sido real. Como los golpes. Y si necesitaba una prueba al respecto, la tenía allí, en la ventana. En uno de los paños de cristal había algo: un objeto rectangular. La cuestión era si me atrevería a levantarme e ir a echar un vistazo, porque en ese instante todos mis músculos estaban agarrotados, mis articulaciones oxidadas y pensar en destaparme para recorrer los pocos pasos hasta la ventana se me antojaba imposible. Menos aún abrirla y quedar a merced de aquel extraño. Podía ser una trampa.
No lo haría. Esperaría al día siguiente. A la luz del día, las cosas serían diferentes.
¡Ve a ver de qué se trata, Jackson!
Era la voz de Billy.
¿Y si había sido Billy?
La silueta me había parecido la de alguien más grande, pero… la incidencia de la luz y la cortina podían haberme confundido. Sin embargo, ¿por qué Billy dejaría algo en mi ventana y se marcharía?
Intenté pensar como mi amigo y concluí que él no habría golpeado el cristal, sino que habría pronunciado mi nombre en voz baja. Pero una vez que la semilla de la duda quedó plantada, no hubo remedio. Sabía que tendría que ir a ver. Podría hacerlo rápido, me dije. En menos de un minuto. Mucho menos.
Sin pensarlo más di un salto y aterricé en el centro de la habitación. De una zancada llegué a la ventana, aparté la cortina de un manotazo y a través del cristal vi un trozo de papel doblado. Abrí la ventana y cogí el mensaje a toda velocidad. Leí:
LOLITA
VEN A LA CAMIONETA ABANDONADA
¡AHORA!