19

La bifurcación hacia el claro desde Center Road era apenas una cinta de hojas apelmazadas. Aunque siempre me aventuraba en bicicleta, esta vez me apeé y recorrí los metros finales andando, sacudiéndome una nube de mosquitos. Al final de aquel sendero creado a base de pisadas y ruedas de bicicleta, me detuve. En el centro del claro estaban Billy y Miranda, sentados de espaldas a mí, inclinados ligeramente hacia delante sobre la caja de herramientas. Si bien el día anterior le había dicho a Billy que no tenía inconveniente en compartir nuestros secretos con Miranda, que él le revelara el contenido de la caja en mi ausencia me dolió. Mi amigo exhibía en ese momento los planos del bosque, más de diez en total, que habíamos confeccionado y protegido con nailon para que la humedad no los afectara. Ella seguía las explicaciones de Billy con atención.

Sin hacer ruido, me subí a la bicicleta y aceleré con unos pocos pedaleos enérgicos, para detenerme instantes después con mi clásica metodología de frenado a pie. Mi entrada intempestiva los asustó un poco, lo cual no estuvo nada mal.

—¡Hola, chicos! —grité mientras me detenía en el otro extremo del claro.

Miranda se puso de pie primero, como si hubiera sido descubierta haciendo algo indebido, y Billy lo hizo un instante después, con la misma expresión de culpabilidad en el rostro.

—¡Hola, Sam! Te estábamos esperando.

—Lo siento. Tuve una mañana complicada en la granja. —Dejé mi bici junto a las otras.

Me volví y reparé en la vestimenta de Miranda: llevaba unos pantalones monísimos color caqui y una camiseta negra con un estampado de la Pitufina. La camiseta no era muy ceñida, pero aun así advertí la existencia de dos pechos florecientes. No eran como las bombas de Mathilda, pero allí estaban.

—¿No te gusta mi ropa?

Levanté la vista.

—Está muy bien. Te irá mejor para andar por el bosque, ya verás.

—Billy me ha enseñado los mapas que habéis hecho —dijo Miranda.

—Para entretenernos hasta que tú llegaras —se apresuró a agregar Billy.

—¿Nos sentamos? —sugerí—. Y Billy, por favor, pásame el repelente. Hoy los mosquitos están insoportables.

Mi amigo fue hasta su mochila y sacó el aerosol del bolsillo delantero, donde la señora Pompeo se aseguraba de colocarlo siempre, y me lo lanzó.

—Ahí lo tienes —dijo.

A pesar de que el envase describió una parábola perfecta, el tiro me tomó por sorpresa y apenas atiné a colocar las manos frente a mi rostro, como un vampiro que intenta protegerse de un crucifijo, y el aerosol rebotó en ellas y cayó. Lo cogí con un gruñido de desagrado.

—A mí no me han picado —dijo Billy.

—A ti nunca te pican —repliqué mientras me rociaba con una buena cantidad de repelente—. Prefieren a las personas que se bañan.

Miranda rio.

—¿Quieres? —le ofrecí. Ella dudó un instante, buscando la aprobación de Billy.

—Siempre lo compartimos —dijo él.

Lógicamente no le lancé el envase, sino que me acerqué y se lo tendí. Durante un instante, las yemas de sus dedos se deslizaron sobre mi mano. Fue un contacto breve y superficial, pero intenso. Nos habíamos estrechado las manos en el Límite, pero esto fue diferente, al menos para mí.

Otra reliquia para mi colección, pensé.

Miranda apenas se aplicó dos tímidas rociadas de repelente en los brazos.

—Tengo una sorpresa —anunció ella de repente.

Con Billy intercambiamos miradas de desconcierto.

—¡Oh! No es nada importante —dijo Miranda advirtiendo nuestro interés—. He traído algo.

Fue hasta su mochila y sacó un Tupperware.

Billy, que todavía sostenía los mapas en una mano, los volvió a guardar en la caja de herramientas y la cerró. Nos sentamos formando un triángulo. Miranda colocó su recipiente en el centro y lo abrió. Me incliné con curiosidad e imaginé a una versión diminuta de Elwald, con su miniperiódico y un mobiliario a escala. «No os puedo dejar de vigilar. Órdenes del señor Matheson».

—¿Por qué sonríes? —me preguntó Billy mientras Miranda quitaba la tapa hermética.

—Cállate —respondí sin mirarlo.

Miranda hizo su anuncio formal:

—Son las galletas especiales de Lucille, con chispas de chocolate.

Eran grandes y de apariencia esponjosa, con trozos de chocolate del tamaño de monedas. Había más de diez y estaban encimadas unas sobre otras, cuidadosamente separadas por servilletas de papel.

—¡Han sobrevivido! —dijo Miranda, feliz.

—¿Por eso veníamos tan despacio? —se quejó Billy—. Se ven deliciosas, de verdad.

—Hay cuatro para cada uno. ¡Al ataque!

Las galletas especiales de Lucille eran buenísimas. Di cuenta de la primera con fruición, saboreando la masa que en efecto no se rompía como la de las galletas de mala calidad. Por cortesía, aguardé a que Billy cogiera su segunda galleta y fui a por otra. Cada una tenía el tamaño de una taza de café. Cuando llegué a la mitad, mi estómago ya se había dado por satisfecho. Si hubiera estado con Billy a solas hubiera guardado la media galleta para comerla después, pero preferí no hacerlo esta vez. La gente rica no hacía ese tipo de cosas, pensé. La terminé y tuve una revelación respecto a Miranda. En el fondo seguía creyendo todo lo que le había dicho a Billy: que en cuanto empezaran las clases en la escuela Bishop haría nuevos amigos —amigos de su nivel—, y entonces se olvidaría de nosotros. Sin embargo, una parte de mí empezaba a pensar que había una posibilidad remota de que las cosas fuesen distintas. Por un instante, fantaseé con que la nuestra sería una amistad duradera, como la de Collette Meyer y las chicas.

Sin embargo, las galletas especiales de Lucille, decían otra cosa. Desde que conocía a Billy, lo máximo que habíamos comido en el bosque habían sido los bocadillos de salami de la señora Pompeo, y esto solo porque le obligaba a llevarlos consigo para reponer energía. Ahora teníamos ante nosotros unas galletas dignas de una fotografía de Betty Crocker, ¡y apenas nos conocíamos! ¿Qué vendría después?

¿Te han gustado, Sam?

Billy y yo pertenecíamos al mismo mundo: el mundo de la escuela pública, que a su vez tenía sus castas bien diferenciadas, por supuesto, pero a los ojos de los «otros» éramos la misma cosa. Cuando Miranda lo comprendiera, o la forzaran a hacerlo, se acabarían las galletas especiales de Lucille y otra vez seríamos Billy, yo y los ocasionales bocadillos de salami de la señora Pompeo. Nadie más.

Billy chasqueó los dedos delante de mis ojos.

—Te han hecho una pregunta.

Parpadeé.

—¿Te han gustado, Sam? —volvió a preguntar Miranda.

—Exquisitas —dije mientras me masajeaba el estómago.

Guardamos silencio. Me pareció que Miranda se concentraba en los sonidos del bosque, tan familiares para nosotros pero sin duda cautivantes para una niña de ciudad. Por lo menos pude distinguir el graznido de unos grajos y los pitidos cortos de varios ruiseñores.

—Le he hablado a Sam de tu casa —dijo Billy con su talento innato para romper silencios, fuesen estos incómodos o no.

—La construyó mi abuelo —dijo Miranda.

—Es gigante —dijo Billy.

—Sí. Cada vez me voy sintiendo más a gusto allí. Sam, ¡tienes que venir a conocerla!

Sus palabras me provocaron un escalofrío. Ni en mis fantasías más osadas había imaginado que la propia Miranda me invitaría a su casa.

—¡Me encantaría!

—¿Por qué dices que no te sientes del todo a gusto? —preguntó Billy con cierta impaciencia.

—Bueno, mi hermano pequeño, Brian, duerme con mis padres —explicó Miranda—. Supongo que sería diferente si fuera más grande y pudiera compartir con él la habitación, tenerlo cerca para poder hablar con él por las noches y esas cosas. Pero él apenas tiene un año. Es como si yo fuera hija única, y las casas grandes y desconocidas, bueno, dan un poco de miedo por las noches…

Dejó la frase en suspenso.

—¿Te refieres a los crujidos de la madera y esas cosas? —pregunté.

—Crujidos, el viento, una ventana mal cerrada; ruidos a los que no estoy acostumbrada —explicó Miranda—. En Montreal vivíamos en una casa grande, pero la conocía al dedillo. Cuando era pequeña solía ir a la habitación de Elwald y Lucille y ellos me permitían quedarme allí sin decirles nada a mis padres, pero ahora soy demasiado mayor para eso.

Me fascinaba escucharla. Penetrar en su mundo. Todavía seguía descubriendo inflexiones en su tono de voz, o pequeños gestos faciales. Era nuestra primera reunión en el claro, el bautismo de una amistad naciente, y Miranda sintió la necesidad de hablar de sus sentimientos. Una especie de presentación formal, supongo.

—¿Por qué os marchasteis de Canadá? —preguntó Billy.

Le lancé a mi amigo una mirada intensa, pero Miranda no pareció molesta por la pregunta, al contrario.

—¿Sabes? —dijo—. No sé por qué nos quedamos allí, en primer lugar.

Repasé mentalmente la historia de Preston Matheson, que un buen día había desaparecido de Carnival Falls.

—¿A qué te refieres?

—Mis padres no hablan de ello —dijo Miranda—. Bueno, en realidad no lo hablan conmigo. Se lo he preguntado algunas veces, especialmente a mi madre, pero me ha respondido que soy muy pequeña para entender ciertas cosas. Yo creo que ni ella lo sabe. Los he escuchado discutir.

—¿Discuten mucho? —preguntó Billy.

—Sí —dijo Miranda—. Ahora más que antes.

Parecía agradecida de compartir esos detalles de su vida. Comprendí que Miranda, rodeada de opulencia y criados dispuestos a hacer las cosas por ella, no tenía amigos para hablar de sus problemas, como Billy y yo hacíamos a diario.

—Mi padre viajaba muy seguido a Montreal, a atender los negocios de la familia. Siempre se hospedaba en el mismo hotel, que resultó ser de mis otros abuelos. Allí conoció a mi madre y…

—¿Tus abuelos tienen un hotel en Canadá? —preguntó Billy, fascinado.

—Sí. Dos, de hecho.

—¡Increíble!

—Déjala hablar, Billy.

Miranda sonrió.

—Mis padres empezaron a salir y al poco tiempo mi madre quedó embarazada. De mí. Supongo que fui una… sorpresa.

—Tu madre es muy joven —apuntó Billy.

—¡Billy! —Le asesté un empujón.

Miranda rio. No parecía nada molesta con las constantes intromisiones de Billy.

—Sí, mi madre era muy joven. Se instalaron en una casa con la idea de venir a vivir a Carnival Falls en cuanto yo naciera. Mi madre quería pasar su embarazo cerca de mis abuelos, pero estaba entusiasmada por venir a vivir aquí.

A estas alturas, mi interés en la historia iba en aumento. Sabíamos que un buen día Preston se había marchado de Carnival Falls sin dar explicaciones, pero ahora nos enterábamos de que había tenido intenciones de regresar con su flamante familia cuando terminara de construir su casa.

¿Qué había pasado en el medio?

—Cuando nací, la nueva casa no estaba terminada. Pasaron los meses y finalmente nos quedamos en Canadá.

—¿Tu madre cambió de idea y quiso quedarse? —pregunté.

—No lo sé. Algo sucedió. ¿Sabéis que no tengo ni una fotografía con mis abuelos paternos? Nunca los conocí. Algo hizo que mi padre no quisiera regresar a Carnival Falls y hasta donde sé no se lo dijo a nadie. Mi madre se lo ha echado en cara varias veces, cuando discuten.

—¿Qué hizo con la casa que estaba construyendo? —preguntó Billy.

—Supongo que la vendió. Cuando todo eso ocurrió yo era una niña recién nacida. Me enteré de todo el año pasado, cuando de buenas a primeras a mi padre se le metió en la cabeza que teníamos que venir aquí. Fue terrible. Mi madre no lo aceptó, ni lo acepta todavía. Creí que se divorciarían.

Los ojos de Miranda se humedecieron. Sentí el impulso de acercarme y abrazarla, pero fue una idea que nació y murió en el mismo instante.

—No sigas si no quieres —dije.

—Es bueno tener amigos con quien hablar.

—¿En Canadá no tienes amigos? —preguntó Billy con su delicadeza de picapedrero.

—Oh, sí. —Por lo menos la pregunta le arrancó una sonrisa—. Pero con mis amigas no hablaba mucho de estas cosas. La mayoría de sus padres estaban divorciados o apenas se veían y me decían que las rencillas en mi casa eran normales. Seguramente tenían razón, pero…

—A ti te han afectado.

—Sí, es doloroso escucharlos discutir. Mi padre ha hecho todo lo posible para que estemos a gusto, pero a mi madre la idea de mudarnos después de tanto tiempo no le gustó nada.

Recordé la expresión pétrea de Sara Matheson, de pie junto al Mercedes, con su hijo pequeño en brazos, el día en que la familia visitó la casa por primera vez.

—Pero ¿sabéis qué?

—¿Qué?

—Últimamente la veo más a gusto. Ha hecho amigas y tiene un montón de plantas, que le encantan. Yo creo que poco a poco se va sintiendo mejor en Carnival Falls.

—¿Qué hizo que tu padre cambiase de opinión? —preguntó Billy.

—Cuando mi madre se lo pregunta, él dice que necesitaba que sus hijos conocieran la ciudad en la que él creció. Pero yo creo que tiene que haber algo más.

—Yo creo lo mismo —dijo Billy—. Además, es extrañísimo que durante este tiempo no quisiera regresar ni una sola vez. Ni siquiera cuando tus abuelos murieron…

—¡Billy! —le disparé.

—Perdón.

—Tú y tus preguntas. Deja que Miranda nos cuente lo que quiera. Ella no es como yo, que me ametrallas con tus preguntas todo el tiempo.

Billy bajó la vista, como un niñito castigado. Miranda le palmeó el hombro.

—Está bien, Billy —le dijo—. Entiendo tu curiosidad.

Mi amigo me lanzó una mirada triunfal y yo me burlé con una mueca.

—Os diré un secreto —anunció Miranda.

La palabra «secreto» era una de las pocas que atraía la atención de Billy instantáneamente.

—Somos todo oídos.

—No sé si mis abuelos supieron que mi padre se casó y tuvo una hija.

—¿Eso crees? —preguntó Billy, incapaz de ocultar su incredulidad.

—No es que lo crea realmente. Es que lo quiero creer. ¿De qué otra manera se explica que mis abuelos nunca fueran a visitarme?