15

El lunes vagué sin rumbo por la granja; recorrí los sembrados, pasé un rato en el gallinero y por último me entretuve en el esqueleto de madera de lo que sería la ampliación de la casa. Encontré a Randy agazapado detrás de un montículo de arena. Llevaba puesto un sombrero de paja como el de Randall y empuñaba su revólver de juguete. Parecía alerta. En cuanto me vio me hizo señas para que me alejara, obviamente porque delataría su presencia, y le hice caso. Decidí entrar en la casa, posiblemente para encerrarme en mi habitación un rato, cuando un siseo me detuvo. Una pluma maltrecha se asomó detrás del porche.

—¡Pssst, Sam!

Seguí la voz. Justin, el más pequeño de la casa después de Florian, me observaba al ras del piso. Se había tiznado las mejillas con barro.

—¿Has visto a Randy? —me preguntó lanzando miradas furtivas hacia los costados.

—No.

—¿De verdad?

—¿Acaso no es trampa preguntar?

Justin lo pensó un segundo.

—No hemos hablado de eso —dijo.

—Pues no lo he visto.

El pequeño cruzó a gran velocidad el porche hasta ocultarse detrás de unas macetas. Rex lo descubrió y comenzó a olfatearlo. Me quedé observándolo un momento mientras el pobre Justin intentaba alejar al desorientado perro, que asumía que los aspavientos eran una invitación a jugar.

Cuando me volví para entrar en la casa, una silueta gris hizo su aparición repentina detrás de la puerta mosquitera y me dio un susto de muerte. Di un respingo y me llevé una mano a la boca para ahogar un grito.

—¿Te asusté? —preguntó Mathilda.

—Claro que no.

—Estás temblando.

Negué con la cabeza.

—¿No vas al bosque? —preguntó de repente—. ¿Tus amigos los mapaches ya no te quieren?

—¡Tengo más amigos que tú!

Mathilda dio un paso más. Nuestros rostros estaban ahora a escasos diez centímetros de distancia, separados únicamente por el alambre entretejido.

—Tú no tienes amigos —dijo Mathilda con la frialdad de un témpano. Cuando se lo proponía, aquella niña podía ser hiriente como una daga afilada.

—No voy a discutir contigo —dije, y estiré el brazo para abrir la puerta. Pero Mathilda hizo lo mismo, solo que a mayor velocidad. Agarró el picaporte desde el interior y tiró de él. En su rostro se dibujó una sonrisa de regocijo.

—Déjame entrar —exigí.

Tiré del picaporte con todas mis fuerzas. La puerta no se movió ni un ápice. Mathilda era grande para su edad y condenadamente fuerte. Cuando se enfrentaba conmigo tenía la sensación de que el diablo estaba de su parte, que le permitía convertir su furia en fuerza. Lo cierto es que no me atreví a intentarlo de nuevo por temor a que volviera a vencerme.

—¿Qué hay si no te dejo? —me gruñó.

Yo sabía que en la cocina estaba Claire, e incluso Amanda merodeaba por la planta baja, pero había ciertas reglas de honor, especialmente entre Mathilda y yo, que eran inquebrantables. Debíamos resolver nuestras cuestiones sin ayuda de nadie. Lloriquear ante los mayores era un signo de cobardía.

La miré durante unos cuantos segundos, aflojando la tensión en el brazo con que aferraba el picaporte, estudiando sus ojos como un pistolero presto a desenfundar. Cuando consideré que ella no lo esperaba, tiré de la puerta con violencia.

Pero, otra vez, fue como si estuviera soldada al marco.

Su sonrisa se ensanchó.

—¿Tienes miedo de estar fuera? —preguntó con sorna—. ¿Es eso?

—¡Abre!

—Pero si es pleno día. ¿De qué tienes miedo, Sam?

—Déjame entrar —mascullé.

—Oh, claro, ya sé lo que sucede. Temes que también vengan a buscarte a ti, ¿no es cierto? Que los hombres verdes aterricen con su platillo volante aquí mismo, en la granja, y te lleven a su planeta para hacer experimentos. ¿Es eso?

El comentario me tomó totalmente por sorpresa. Se suponía que Mathilda no sabía nada del accidente de mi madre ni de las historias de Banks.

Consideré la posibilidad de dar media vuelta y vagar por la granja un rato más —a fin de cuentas no tenía nada que hacer dentro—, o esperar en el porche hasta que alguien entrara o saliera, o que la propia Mathilda se cansara de custodiar la puerta. Hubiera sido un buen plan. Un plan inteligente. Pero esta vez la ira se apoderó de mí de un modo casi desconocido. Era como esas seguidillas de fuegos de artificio del Cuatro de Julio que parecen no tener fin, que se superponen unas a otras con sus formas floridas y centelleantes. Cuando creía que la furia en mi interior mermaba, una nueva explosión se presentaba. Debí cerrar los ojos un momento para no reaccionar, contener mis deseos de arremeter contra la puerta en una sucesión de patadas o gritar de modo descontrolado. Normalmente en estas situaciones me ayudaba pensar en Billy, en sus consejos de no entrar en el juego del adversario de turno, de mantener la cabeza fría en situaciones límites, que un soldado que huye sirve para otra guerra y todas las cosas que él me decía cuando le hablaba de mis rencillas en la granja. Pero la versión cerebral de Billy no me ayudó esta vez. Cuando agucé el oído para escucharla, no hubo nada más que un vacío atroz.

—No me afecta nada de lo que dices —dije en un tono neutral bastante aceptable.

La cuestión era si verdaderamente lo creía. Que Randall y Amanda estuviesen al corriente de mi historia era una cosa. Que Claire y Katie lo supieran estaba bien también. ¿Pero Mathilda? No tenía ni idea de que ella lo supiera. Supuse que habría escuchado alguna conversación que no debía y se había guardado sus dardos para lanzármelos cuando menos lo esperara. Mathilda tenía la diabólica capacidad de picar en las heridas con su aguijón de escorpión. Nunca lo aceptaría en voz alta ante nadie, ni siquiera ante Billy, pero esa niña parecía capaz de leer la mente. A veces, sus frases, cargadas de ironía como gusanos apestosos, daban en el blanco con precisión quirúrgica. En esta ocasión, su comentario acerca de mi falta de amistades tuvo un particular efecto por mi reciente y desconcertante distanciamiento de Billy.

Mathilda debió de advertir en mi rostro que sus aguijonazos habían surtido efecto. Soltó el picaporte y me sonrió plácidamente, invitándome a pasar. Supe que en cuanto tomara la iniciativa de abrir la puerta se adelantaría y me lo impediría, pero entonces sucedió algo. El teléfono comenzó a sonar en la sala y tuve la certeza de que sería Billy, que me llamaba para reunirse conmigo en el claro y hablarme de su visita en casa de Miranda. Sentí un deseo irrefrenable de hablar con él. Abrí la puerta de un manotazo rápido; tan rápido que Mathilda apenas tuvo tiempo de sorprenderse, o quizá solo estaba jugando conmigo y esta vez no había tenido intenciones de detenerme. Era algo digno de ella. Sin embargo, permaneció de pie, bloqueándome el paso.

El teléfono seguía sonando. Nadie se había acercado todavía a responder la llamada, pero alguien lo haría de un momento a otro.

Avancé un paso hasta casi rozar a Mathilda. Ella infló el pecho y su semblante me intimidó.

—Se llaman tetas, Sam…, míralas, porque veo que no sabes lo que son —dijo Mathilda entre risas.

—¡Muévete! —le disparé.

Me escabullí por el espacio entre el marco de la puerta y Mathilda. Ella no me lo impidió, aunque bien podría haberme hecho una zancadilla en el momento justo y hubiera sido suficiente para que yo aterrizara de bruces en el suelo.