Pero Billy no olvidó nuestra conversación acerca de la casa de la calle Maple.
Al día siguiente, cuando nos disponíamos a fijar nuevamente los paneles en el descansillo de las bicicletas, me soltó:
—¡No vas a creerlo! He hablado con mi tío Patrick de esa familia, la de la calle Maple, y resultó ser un viejo amigo del dueño de la casa. Y bastante cercano, por lo que me dijo. Se encargó con su empresa de supervisar las reparaciones antes de la mudanza.
Me quedé de piedra. El recuerdo del hombre que había orquestado las labores durante los días de mudanza me asaltó. Ahora supe por qué su rostro me había resultado familiar.
—¿Te dijo algo?
—Se trata de la familia Matheson —dijo Billy—. El único heredero es Preston, el amigo de mi tío, que se mantuvo misteriosamente alejado del país desde hace años, y que ahora de buenas a primeras regresó. Durante todo este tiempo no vino ni una sola vez, ni siquiera para el funeral de sus padres. ¿Verdad que es intrigante?
La información me abrumó. No pude contenerme.
—¿Dónde han vivido todo este tiempo?
—En Montreal. Parece que la familia tiene empresas madereras por toda la costa Este, y también en Canadá.
—La casa es un poco escalofriante —comenté.
—¡Sí! Escucha esto: mi tío me ha dicho que fue construida por pedido expreso del padre de Preston, un tal Alexander, y que tiene innumerables pasadizos y galerías subterráneas. Él ha visto algunas; las que necesitaban refacciones.
—¿Pasadizos? No creo que haya ningún pasadizo.
—¡Sí que los hay! Mi tío Patrick me lo ha asegurado. En la sala, mientras uno de sus hombres pulía la piedra de la chimenea, una pequeña placa se deslizó y detrás había una llave de paso. Creyeron que era de agua y la abrieron. Al cabo de unos momentos escucharon un siseo detrás de una biblioteca. Resultó ser una puerta falsa que se activaba hidráulicamente. —Hizo una pausa—. «Hidráulicamente» quiere decir con agua.
—Ya sé lo que quiere decir «hidráulicamente».
Billy me miraba con ojos grandes y enigmáticos.
—¿Hacia dónde conducía esa puerta secreta?
—No lo sé. No me lo dijo. Pero ese no es el punto.
—¿Cuál es el punto?
—Que quizá hay otros pasadizos que ni siquiera el tal Preston Matheson conoce —dijo con vehemencia.
—Es su propia casa. Seguro que los conoce todos.
—Quizá no.
Me encogí de hombros.
—¿Y qué si hay otros pasadizos?
No sabía cómo salir de aquella conversación. Billy sentenció:
—Voy a entrar en esa casa.
Mi primera reacción fue reír. Estábamos sentados en el tronco; casi me caigo hacia atrás.
—¿Por qué no transportamos esos paneles de una vez, Billy, y te dejas de soñar?
Me bajé del tronco.
—Espera. —Billy me asió de un brazo. Cuando me volví, repitió con gravedad—: Voy a ir a esa casa, de verdad.
—¿Quieres trepar uno de los muros? Llamarán a la policía.
—Mi tío la visita casi todas las semanas. Es una casa grande y todavía hay muchas reparaciones por hacer. Ahora está poniendo a punto la caldera, para que esté lista en invierno. Le he dicho que quiero acompañarlo.
—¿Y qué te ha respondido? —pregunté con una punzada de temor inexplicable en el pecho.
—¡Que sí!
Se me cayó el mundo.
—No sé, Billy, qué harás, ¿ponerte a investigar las habitaciones? ¡La casa está habitada!
—¡Eh! ¿Qué te ocurre? No sé qué voy a hacer. Quizá solamente echar un vistazo. Tienen algunos criados, podría hablar con ellos, no lo sé. Mi tío me ha dicho que la hija de los Matheson es más o menos de nuestra edad, y que es una belleza. Apuesto a que puedo hablar con ella.
La mención de Miranda, aunque Billy no hubiera utilizado su nombre, me provocó un incontrolable sentimiento de usurpación.
—Sam, ¿qué diablos te pasa? ¿Hay algo de esa casa que te preocupe? Porque si son esas historias que circulan, dímelo.
—No es eso —me apresuré a responder.
—¿Entonces?
—No es nada.
Billy no estaba convencido.
—¿Quieres acompañarme? —De repente, su rostro se iluminó—. Es eso, ¿verdad?
Negué de inmediato.
—Porque si es eso, podría hablar con mi tío.
—No será necesario.
Billy me estudió con una ceja en alto pero se encontró con un rostro de mármol.
—¿Quieres que te cuente qué más averigüé?
A regañadientes, asentí.
—Preston Matheson y mi tío eran socios —dijo Billy. Se sentó en la tierra y yo lo imité—. Se conocían de la escuela, pero nunca fueron amigos. Preston era un capullo arrogante forrado gracias a la fortuna familiar, aunque inteligente para los negocios. Un día lo llamó por teléfono y le dijo que tenía intenciones de invertir dinero en emprendimientos locales y que había escuchado que él iba a pedir un préstamo al banco. Mi tío no sabía cómo Preston Matheson se enteró de eso, pero supuso que por algún contacto en el banco. La verdad es que las condiciones de Preston eran mucho mejores. Él haría la inversión y cobraría un porcentaje de las ventas. Serían socios. Preston hizo lo mismo con otras inversiones aquí en Carnival Falls y en otras ciudades: White Plains, Rochester, Dover. Patrick dice que nunca conoció a nadie con semejante olfato para los negocios. La ferretería empezó siendo un local pequeño de ventas minoristas y ahora…, bueno, tú lo has visto, ocupa media manzana, tiene diez empleados y suministra casi de todo para la construcción.
—¿Tú no conocías la historia?
—Sabía que Patrick había tenido un socio cuando empezó, pero nada más.
—¿Por qué dejaron de ser socios?
—Hace unos diez años, cuando la ferretería estaba en pleno crecimiento, Preston Matheson le dijo a mi tío que se marcharía de Carnival Falls y que no tenía interés en conservar sus propiedades. Estaba apurado por liquidarlo todo y desaparecer.
—¿No se sabe por qué tomó una decisión tan repentina?
—No. Al menos Patrick nunca lo supo, o eso me hizo creer. Parece que hubo un montón de rumores, típico de esta ciudad.
Mientras escuchaba la historia del padre de Miranda evoqué su rostro. Nunca había reparado demasiado en él.
—¿Y entonces qué sucedió con la sociedad en la ferretería?
—No vas a poder creerlo —dijo Billy inclinándose hacia delante. Yo instintivamente lo imité—. Preston Matheson renunció a su parte. Le cedió todo a mi tío y se largó.
»Cuando regresó, hace unos meses, fue a la ferretería y le dijo a uno de los empleados que quería hablar con mi tío, que en ese momento estaba en su oficina ocupándose de unos asuntos. Cuando le avisaron, Patrick estaba convencido de que era una broma. Me confesó que en el fondo había creído que Preston estaba muerto. Pero era él y le dijo que regresaría a la ciudad, a la casa de la calle Maple, que no tenía intenciones de hablar de la ferretería, que el negocio era de mi tío como habían acordado hacía tiempo, pero que necesitaba un favor.
—¿Un favor? —Billy era un excelente narrador; su capacidad me producía una profunda envidia.
—Le pidió a mi tío que se ocupara personalmente de las remodelaciones de la casa.
—Claro, la remodelación.
—Patrick no le ha cobrado un centavo.
—¿No le preguntó por qué se marchó?
—No. Pero no hizo falta. Más tarde se enteró.
—¿Qué fue? —pregunté.
—¿No lo ves?
¿Me había perdido algo?
—No tengo la menor idea.
—¡La hija! —dijo Billy—. Te dije que tiene nuestra edad. Ella ya había nacido cuando él tomó la decisión de irse. Evidentemente nació en Canadá y por alguna razón no quiso traerla aquí. A propósito de ella, se llama Miranda.
Asentí con cautela.
—Es extraño que ocultara la existencia de una hija en Canadá —siguió Billy—. Quizá los padres se oponían a la relación, o la madre de Miranda no era digna de la familia.
Cualquiera que hubiese visto a Sara Matheson sabría que eso era una estupidez, pensé.
Me encogí de hombros.
—¿No te intriga? —Billy abrió los brazos, apesadumbrado—. ¡Creí que la historia te volaría la cabeza! Atormenté a mi tío preguntándole detalles para contártelos a ti. Vamos, Sam, es una historia fascinante. No me digas que no quieres saberlo todo. Ir a esa casa, conocer a Preston, a Miranda.
Quise gritar que sí, que no había nada en el mundo que ansiara más que conocer a Miranda, la niña que había observado subrepticiamente durante meses, la niña de mis sueños, que me quitaba el habla, el pensamiento, que había revolucionado mis convicciones y puesto mi mundo patas arriba. La niña que me había marcado, sin saberlo, como nunca nadie lo haría jamás. Pensé en todo eso y respondí:
—No quiero ir a esa casa.
—¿Por qué no?
Porque no quiero ir contigo, Billy. Porque Miranda es mía. Pertenece a un mundo del que tú no formas parte, y no sé si me apetece que eso cambie. Por eso.
—Realmente no lo sé, Billy.
—Es que pensé que la idea de entrar en la casa te parecería fantástica. Tú me has preguntado por ella en primer lugar, y ahora que he dado con toda esta información…
Mi amigo estaba decepcionado. Normalmente, cuando nos embarcábamos en alguna aventura, el entusiasmo era mutuo.
—¿Estás enfadado?
—No.
Minutos después nos internábamos en el bosque montados en nuestras bicicletas. Los paneles que habían pertenecido a la caseta de Maximus sobresalían del estrecho sendero peatonal, barriendo a su paso la maleza crecida y algunos arbustillos. Billy se mostró vehemente, pedaleando a toda velocidad, y yo sospeché que en realidad quería alejarse de mí. No intenté seguirle el ritmo. Tenía mis propias cuestiones internas que resolver. La primera de ellas era por qué había declinado la oferta de visitar a Miranda. ¿Acaso no había concluido apenas el día anterior, mientras la observaba desde el olmo, que había llegado el momento de acercarme a ella? ¿Por qué entonces rechazaba la primera posibilidad que se me presentaba?