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La visita de la tarde a la mansión de los Matheson trajo consigo un descubrimiento amargo. Trepé al olmo hasta la rama marcada con el corazón y busqué el hueco entre el follaje que me brindaba la mejor vista del invernadero. Ese día, la señora Lápida impartía su lección de pie junto a la pizarra, señalando con un puntero anotaciones invisibles para mí. Llevaba el cabello sujeto en un moño, que en mi imaginación estaba tan tirante que le impedía modificar sus facciones, especialmente sonreír. De vez en cuando se acercaba a la pizarra y escribía algo con tiza, e indefectiblemente se sacudía las manos para deshacerse del polvo como si se tratara de las cenizas de la cremación de un perro sarnoso. Miranda la observaba con desinterés, apuntalando su rostro con una mano mientras escribía en su cuaderno y proporcionaba respuestas cuando le eran requeridas. Creí adivinar que todavía lucía la gargantilla de Les Enfants, pero la distancia podía estar jugándome una mala pasada. El vestido que llevaba ese día dejaba sus hombros al descubierto; tenía tirantes celestes que hacían juego con la cinta del pelo. Escruté cada detalle como había hecho las veces anteriores, ahora echando de menos los prismáticos. Haberlos traído conmigo el día anterior había supuesto un riesgo enorme que no podía permitirme de nuevo, y menos en las circunstancias actuales de la granja. Pero sin darme cuenta había subido un peldaño; había experimentado los efectos de una droga más poderosa. Ya no era lo mismo. Nunca me había planteado seriamente hasta cuándo seguiría con aquellas invasiones a la intimidad de la familia Matheson. Quizá porque temía la respuesta. En el fondo sabía que aquella niña y yo no teníamos nada en común, y que si ella sospechaba quién le había enviado la gargantilla, la lanzaría al retrete. Mi mente había jugado a llenar los vacíos, construyendo su risa, inventando un tono melodioso para su voz, moldeando su corazón. Un corazón que me aceptara sin prejuicios, que fuera capaz de derribar los muros que nos separaban y allanar las diferencias. Pero ¿tenía alguna certeza de que mis deseos se acercaran siquiera a la realidad? Miranda podía ser fría como un témpano, malcriada y malvada como Mathilda, o peor.

La observé, buscando telepáticamente la verdad que se escondía dentro de aquella habitación de cristal. La señora Lápida se dispuso a borrar la pizarra, separándose de esta lo máximo posible para evitar la nube de tiza, y Miranda aprovechó para sacarle la lengua. Cuando la señora Lápida se volvió de repente, quizá intuyendo la burla, Miranda tuvo los reflejos suficientes para guardar su lengua y hacerse la distraída. La mujer siguió borrando y Miranda volvió a sacarle la lengua, para después ahogar una risita con la mano. Por supuesto, ella no tenía manera de imaginar que yo, en la soledad del olmo, también reía con su gracia. Eran pocos los momentos en que sentía una conexión con Miranda, pero cuando eso sucedía era maravilloso. Y doloroso, también.

No conocía nada de su rutina fuera de aquella casa; por lo que sabía ni siquiera salía mucho, y cada vez que lo hacía era en el coche con su padre. No era el momento de meterme en más problemas de los que ya tenía, pero no podía resistirme a la necesidad imperiosa, ardiente y desesperada que experimenté ese día. Tenía que acercarme a Miranda.