6

Encontré a Joseph Meyer en la habitación de las cajas de música.

Empujé la puerta con suavidad y los tintineos delatores se amplificaron. Al menos pude distinguir dos melodías conocidas, pero era difícil precisar cuántas eran ejecutadas en ese momento con la infalible precisión de aquellos ingenios dignos de relojeros. El señor Meyer estaba sentado tras el escritorio junto a la única ventana, de espaldas a la puerta. Cuando advirtió que alguien entraba se incorporó y permaneció alerta, pero no se volvió. Tenía setenta y siete años, lo que a mí en aquel momento me resultaba una cifra fabulosa, pero su aspecto, siempre cuidado, le permitía quitarse algunos. Cada quince días, un peluquero a domicilio le retocaba el cabello, que normalmente mantenía a raya con una buena dosis de fijador, y el bigote, un techito a dos aguas trazado a lápiz que constituía su orgullo y razón de ostentación. Invariablemente se regaba con una colonia secreta, cuyo nombre me ocultaba, pero que siempre he asociado en mi cabeza con la senilidad, la hombría de bien y aquel ser encantador.

—¿Quién es? —preguntó con voz firme. Seguía alerta, olfateando el aire.

—Soy yo, señor Meyer, Sam Jackson.

Hubo unos segundos de incertidumbre en los que me permití sonreír. Cuando se volvió a mirarme tenía una ceja en alto. Con la mano me indicó que pasara.

Aquella habitación habría pertenecido al hijo de los Meyer si hubieran concebido uno. En cambio se convirtió en un despacho, que Joseph utilizó en sus épocas de abogado, y más tarde en el santuario de las cajas de música de Collette. La colección, que había pertenecido a su padre y que ella se encargó de conservar y aumentar, estaba dispuesta en una serie de estanterías perimetrales. Eran cuatro niveles en total. En aquel momento, dos o tres bailarinas rotaban sobre una base de madera, un ángel batía sus alas y un perro movía los ojos de derecha a izquierda. Otras emitían sus peculiares tañidos sin ninguna parte móvil que las delatase.

Poco a poco se fueron extinguiendo.

Me detuve justo detrás del señor Meyer, que observaba con fascinación la que era, con toda seguridad, la vedete de aquella colección. Se trataba de una verdadera obra de arte fabricada en Suiza, que el padre de Collette recibió como parte de pago por sus servicios en un caso de quiebra. Según sabía, aquella caja de música había encendido la pasión coleccionista que el hombre terminó, eventualmente, contagiando a su hija. Era un artefacto mecánico del tamaño de un reproductor de discos de pasta. Tenía una cubierta metálica con bisagras, que al abrirse se mantenía en posición vertical y permitía que dos placas articuladas se abrieran hacia los lados. Esto hacía que, una vez desplegada completamente, la cubierta se convirtiera en una pantalla más grande que el propio aparato, donde estaba reproducida una multitud jocosa. La superficie metálica de la caja de música disponía de una serie de ranuras circulares concéntricas por las que unas atracciones circenses se desplazaban. Había un malabarista, un equilibrista que circulaba en monociclo, un domador con su león, dos payasos y un hombre con zancos. Todas eran figuras de hojalata pintada que se desplazaban a diferentes velocidades. Collette me había explicado que una de las curiosidades de aquella caja de música era un sistema de cuerdas independientes que permitía reproducir la musiquilla durante más de cinco minutos y activar a cada personaje por separado. Joseph los había puesto en movimiento a todos. El hombre zancudo batía las manos; lo propio hacía el domador, que gesticulaba seguido por el feroz león; la rueda del monociclo giraba; el malabarista sacudía una serie de bolas conectadas entre sí por finísimos alambres; los payasos se detenían cada tanto y hacían muecas.

—Es una maravilla —decía Joseph hechizado con las figurillas bidimensionales.

—Claro que sí —reconocí.

Se volvió apenas y me lanzó una mirada entre indignada y preocupada.

—No parece impresionarte demasiado. ¿Ya la habías visto antes? A ti te ha dejado entrar, ¿verdad?

La pregunta me pilló con la guardia baja.

—¿A quién se refiere?

—Tú sabes a quién me refiero.

El aroma dulzón de la colonia era embriagador. En la ventana que teníamos enfrente, una rama alta rascaba el cristal y más allá el coche de los Meyer se alejaba calle abajo, con Collette al volante.

—Me pregunto si volverá —dijo el anciano más para sí que para mí.

—Claro que volverá, señor Meyer.

Él se limitó a escuchar la melodía, que no era precisamente alegre sino más bien melancólica. A mí siempre me había resultado maravillosa.

—Es la primera vez que entro en esta habitación —dijo Joseph para luego agregar en estado de ensoñación—: por fin conozco el secreto que se esconde detrás de esta puerta. Me pregunto por qué nunca me dejó ver este mundo de miniaturas tristes.

Guardé el silencio de rigor y luego coloqué una mano sobre su hombro.

—¿Qué le parece si vamos a la sala o al porche y leemos un poco? —sugerí.

—Lo siento —respondió el señor Meyer con tristeza—, mi vista ya no es la que era. Ni siquiera con anteojos puedo leer la letra pequeña.

—Yo le leeré en voz alta, no se preocupe.

El rostro se le iluminó.