4

Mi habitación había sido concebida originalmente como despensa, aunque nunca llegó a ser utilizada como tal. Cuando tuve edad suficiente para abandonar la cama en la habitación de los Carroll, fue Randall el que pensó que podría hacer algunos arreglos menores en el cuartucho junto a la cocina, que hasta entonces había sido el vertedero de basura de toda la casa. El espacio no abundaba en la granja.

Fue así como, ingenio mediante, el cubil de seis metros cuadrados se adaptó para mi desembarco. Una litera elevada con un mueble en la parte de abajo y un escritorio minúsculo constituyeron todo el mobiliario. Desde el punto de vista de la comodidad dejaba bastante que desear; apenas tenía sitio para moverme, debía cruzar la sala cada vez que necesitaba ir al baño y por la mañana el ajetreo en la cocina actuaba como despertador natural. Pero todo esto me importaba un pepino. Era mi habitación, y no debía compartirla con nadie. Las otras, seis en total, estaban en la planta alta y albergaban a dos o tres niños cada una. La situación me había generado algunos inconvenientes, envidias e intentos de arrebatármela. Mathilda lo había probado casi todo, desde plantear que aquella habitación debía ser rotativa hasta formular acusaciones exageradas o falsas para desprestigiarme. Recientemente, Orson también se había incorporado a la lista de aspirantes.

Una de las ventajas de tener habitación propia era la de poder meditar en soledad, algo que esa noche necesitaba sobremanera. Yacía en la cama, repasando una y otra vez el incidente de la tarde: Amanda exhibiendo el libro que Collette Meyer me había prestado y estrellándolo contra la mesa con desprecio, la ligera curvatura en los labios de Orson, la fotografía sobresaliendo del ejemplar de Lolita. Apenas podía creer que la secuencia fuera real y no el resultado de un sueño estrafalario y cruel.

La primera cuestión que me inquietaba era que los responsables de la endemoniada trampa tenían que haber descubierto la existencia del libro observándome por la única ventana de mi habitación. Me di la vuelta y clavé la vista en ella. Muchas veces olvidaba correr las cortinas y no costaba pensar que alguno de mis enemigos se hubiera tomado la molestia de acechar tras el cristal a fin de hacerse con algún secreto con el que extorsionarme. Puesto que yo había leído Lolita la noche anterior, y Amanda lo había encontrado esa misma mañana en el sótano, era obvio que mis enemigos habían hecho una visita relámpago ese mismo día.

Me di cuenta de que casi sin proponérmelo pensaba en mis enemigos, y no solo en uno.

No haber confesado que el libro era mío había sido una jugada afortunada, pero en el futuro tendría que extremar las precauciones. Por lo pronto, a primera hora del día siguiente visitaría a Collette para explicarle la situación, rogándole que negara toda vinculación con el libro si Amanda se lo preguntaba.

Fui hasta la puerta y apagué la luz. Esa noche había luna. Me aseguré de correr la cortina y regresé a la cama. Poco a poco, mis párpados se fueron cerrando y mi cuerpo se deslizó por un tobogán aterciopelado. El sueño estaba a punto de vencerme cuando el último hilo de coherencia se tensó, devolviéndome al mundo real, y con la velocidad de un rayo me senté en la cama, como si hubiese recibido una descarga de adrenalina.

El libro.

¿Qué sucede con el libro?

Había algo más.

¿Qué?

Respiraba con dificultad.

Collette Meyer tenía la costumbre de escribir su nombre en todos sus libros, y Lolita no había sido la excepción. ¿¡Cómo lo has olvidado!? Pude ver en mi cabeza la caligrafía clara y regordeta de Collette en la solapa de la sobrecubierta. Después recordé la visión del libro en manos de Amanda, con la fotografía emergiendo entre las páginas, e intenté dilucidar, sin éxito, si tenía la sobrecubierta o no. ¡Pero estaba claro que no la tenía! Amanda no hubiera pasado por alto algo tan evidente.

Mis planes se desmoronaban. No solo no podría cortar los hilos que me ligaban con ese libro, sino que Orson y Mathilda tenían en su poder algo que podría condenarme sin posibilidad alguna de redención: la sobrecubierta.

Me aplastarían como a una hormiga.

Esa noche apenas conseguiría dormir un par de horas.