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El escenario en el comedor era más alarmante de lo que había temido. Descarté de inmediato que se tratara de la presentación de un nuevo hermano, sencillamente porque no había ningún niño nuevo, asustadizo y engalanado con sus mejores harapos, esperando ser recibido. Rostros de exasperación y fastidio se volvieron hacia mí.

—Ha llegado su majestad —dijo Mathilda Brundage con su habitual tono ponzoñoso. Risitas fugaces estallaron aquí y allá.

—¡Silencio! —espetó Amanda Carroll.

Amanda estaba de pie en el centro del inmenso comedor. A uno y otro lado estaban los trece ocupantes de la casa, seis niños y siete niñas entre los que yo contaba con queridos aliados y enemigos acérrimos. Me acerqué. Le lancé una mirada fulminante a Mathilda, una niña fastidiosa un año mayor que yo con la que llevaba años de litigios, y que aprovechó que Amanda no la veía para sacarme la lengua. En respuesta me rasqué la oreja extendiendo el dedo corazón y me aseguré de que lo viera. Luego busqué con la vista a Randy, mi leal amigo. Randy tenía ocho años y sentía por mí una devoción casi reverencial. Cuando llegó a la granja, un par de años antes, fui yo quien lo puso al corriente de los peligros y cuidé de él. Eso me había asegurado su confianza y cariño. Ahora estaba encogido como un polluelo mojado, y cuando nuestras miradas se cruzaron, bajó la cabeza visiblemente contrariado. Randy no era ajeno al terror paralizante que era capaz de transmitir Amanda Carroll cuando estaba enojada.

Y ese día lo estaba. Era una mujer imponente, con la capacidad vocal de un tenor y un espíritu infatigable. Algo que cada niño debía saber cuando llegaba, y que se transmitía de boca en boca como primera regla de supervivencia, era que en la granja de los Carroll la voz de mando la llevaba ella. Las cosas se hacían a su manera, siempre. Amanda nunca golpeó a un solo niño, al menos que yo supiera, pero podía zamarrearte como a un cascabel y taladrarte con la mirada. Y luego estaban los castigos, por supuesto, cuya escala final era Milton Home o High Plains, dos orfanatos tenebrosos que hacían de la granja de los Carroll el país de las maravillas. En los últimos años, cuatro o cinco desafortunados habían ido a parar a estas dos sucursales del infierno. Amanda no era una mujer de amenazas vanas.

Cuando golpeó la mesa con el puño, varios rostros se tensaron, incluido el mío.

—¡Estoy indignada! —gritó con su vozarrón de trueno.

La pequeña Florian lloriqueó; tenía apenas ocho meses y había llegado a la casa hacía cuatro. Claire, la mayor de todos nosotros, la cargaba en brazos.

—Tengo que acostarla —se excusó Claire, que a sus dieciocho años había asumido un papel casi maternal con Florian.

—Ve —aceptó Amanda—. Pero regresa.

—¿Es necesario que yo también esté?

—Sí.

Claire apretó los dientes y partió en dirección a la planta alta con la pequeña en brazos. Llevaba tanto tiempo en la casa y sus responsabilidades eran tan distintas a las del resto, que muchas veces no la considerábamos como una más.

—Las reglas en esta casa son claras —dijo Amanda con solemnidad—. No es necesario que las compartáis, solo que las cumpláis.

Farfulló cada palabra, la boca apretada y el ceño fruncido. Examinó los rostros de todos, con ojos que echaban fuego y postura desafiante. Randall había decidido mantenerse al margen y ocupar uno de los sillones junto a la ventana. Nosotros seguíamos el discurso sobrecogidos; no habiéndose revelado todavía el motivo de la reunión, no había nadie que no temiera que las medidas pudieran ser en su contra. Examiné los rostros y vi en ellos el mismo terror que debía de reflejar el mío, hasta que llegué al de Orson, un niño de trece años con las hormonas de un equipo de fútbol. Creí advertir una ligera curvatura en sus labios y me estremecí. Si Mathilda era mi enemiga entre las niñas, Orson lo era sin duda entre los niños. Hacía cinco meses que aquel chico odioso había logrado engatusar a los Carroll para que lo sacaran de Milton Home, todo a base de cartas lacrimógenas y aparente buena conducta; pero yo sabía que el desgraciado fingía todo el tiempo, que detrás de su predisposición y falsa sonrisa había un alma perversa.

Lo observé con fijeza, esperando leer en su rostro alguna señal delatora. Su acné avanzado y su porte de tótem no me intimidaban.

—¿Me estás prestando atención, Sam? —preguntó Amanda.

Asentí con un suspiro. Otra vez estallaron risitas nerviosas. Supuse que Orson estaría regocijándose con todo aquello. Me pregunté si me habría visto sustrayendo los prismáticos y esperado a mi ausencia para abrir la boca.

—Esta mañana he bajado al sótano con dos cubos de ropa —continuó Amanda—. Doy gracias al Señor de que he sido yo y no alguno de vosotros. En el suelo había un desparramo de cosas. Uno de los soportes de la estantería junto a la lavadora ha cedido y el estante más alto se ha desplomado, arrastrando al siguiente.

Hizo una pausa premeditada para evaluar a su audiencia. Yo fui incapaz de relacionar ese suceso con los prismáticos que todavía llevaba en mi mochila. Las cosas marchaban en otra dirección y no era capaz de imaginar cuál.

—No me explico cómo pudo suceder tal cosa porque el estante no tenía demasiado peso. Las mismas revistas viejas de siempre. Entonces descubrí algo en el suelo que debió de estar escondido sobre las revistas.

Amanda apoyó las manos sobre la mesa y volcó su peso en sus gruesos brazos. Con la lentitud de una tortuga giró su cuello mientras nos examinaba, agrupados a derecha e izquierda. En ese momento regresó Claire.

—¿Alguien tiene algo que decir al respecto? —preguntó Amanda.

La frase flotó como bruma densa.

Sentí alivio. No solo no había escondido nada en el sótano —lo cual hubiera sido bastante estúpido porque en la granja había al menos dos mil sitios mejores—, sino que además no imaginaba quién podía ser el ideólogo de la patética idea. Esto hacía que mi sorpresa y desconcierto fueran genuinos. No tenía nada que confesar ni nadie a quien delatar. Estaba a salvo.

—Estoy dispuesta a ser condescendiente si el o la responsable habla ahora —ofreció Amanda.

Una voz me susurró al oído.

—¿Conde-qué?

—Cállate —repliqué.

—¿Qué es exactamente lo que has encontrado, Amanda? —preguntó Claire, visiblemente molesta por no haber sido puesta al corriente antes que el resto.

Amanda no le prestó atención. Seguía con el cuerpo inclinado hacia delante, las manos sobre la mesa, sin quitarnos la vista de encima.

—Perfecto —anunció—. Mi oferta de misericordia está a punto de expirar.

Levanté la vista hacia el gigantesco crucifijo de yeso que presidía todas nuestras comidas. Misericordia del Señor sería precisamente lo que necesitaría el culpable a partir de ese momento. Quienquiera que fuera, cometía un error garrafal al no abrir la boca en ese instante. Cualquiera que llevara en la granja tanto tiempo como yo, sabía que la oferta de Amanda era la única posibilidad de evitar un destino fatídico. Deseé con todas mis fuerzas que fuera Orson, que su estúpida arrogancia lo hubiera llevado a escoger un escondrijo dentro de la casa, y que por inexperiencia no confesara cuando debía. Doble error.

Amanda introdujo una mano en el amplio bolsillo frontal de su delantal. Empezó a extraer algo lentamente.

—Cuando descubra al dueño de esto —amenazó—, no quiero que me diga que no se lo advertí.

Exhibió un libro.

Y entonces mi corazón se detuvo.

¡Mi libro!

No sé en qué medida logré esconder mi sorpresa; posiblemente no mucho. Hasta la noche anterior, aquel libro había estado en uno de los cajones de mi habitación, dentro de una caja floreada que había pertenecido a mi madre donde conservaba objetos personales. ¿Cómo había llegado el libro al sótano? Me asaltaron un sinfín de preguntas. Era cierto que aquella no era una lectura ortodoxa —era la razón por la que había optado por guardar el libro en la caja floreada—, pero nunca había creído necesario esconderlo fuera del perímetro de la granja, y mucho menos que pudiera despertar semejante reacción en Amanda. Se trataba de un ejemplar de Lolita, de Nabokov. En la portada había una muchacha un par de años mayor que yo, chupando una piruleta y mirando a la cámara por encima de unas gafas con forma de corazón. Justamente había sido aquella imagen la que me había llamado la atención.

Tres veces por semana, acudía en mi bicicleta a casa de los Meyer para leerle y hacerle compañía a Joseph, mientras su esposa Collette aprovechaba para visitar a sus amigas o reunirse con los del club de lectura. Cuando le pregunté a ella por Lolita me aclaró que en su momento había sido un libro controvertido, que narraba la historia de un hombre maduro que se obsesionaba con una muchachita muy joven llamada Dolores. Se lo pedí, y ella accedió a prestármelo, advirtiéndome que no sería una lectura que Amanda aprobaría. La señora Meyer, lectora compulsiva y posiblemente escritora frustrada, sabía de mi incipiente afición por la escritura y cuando me entregó el ejemplar me dijo: «Sam, sé que tienes la madurez suficiente para disfrutar de un gran libro. Y este lo es». Le dije que tendría cuidado con él y que se lo devolvería lo antes posible.

—¿Un libro? —preguntó Randy, y todos se volvieron hacia él. Mi protegido no entendía cómo alguien podía interesarse por un libro teniendo la televisión.

Amanda apoyó violentamente el libro sobre la mesa.

—¡Allí! —gritó señalando la pequeña biblioteca junto a la puerta—, allí mismo tenéis libros adecuados para iniciaros en la lectura. ¡Y están todos muriéndose de risa! Hemingway, Twain, Dickens, Salgari, Verne. ¡Clásicos! Además, sabéis que podéis acudir a la biblioteca pública, donde el señor Petersen os asesorará gustoso.

Yo apenas la escuchaba. Mis pensamientos se arremolinaban. Amanda acababa de decir algo muy cierto: en la granja de los Carroll la lectura no era un pasatiempo popular. Fuera de las lecturas obligadas de la Biblia, casi nadie elegía pasar el rato en compañía de una buena historia. Ya podía sentir las miradas de sospecha dirigidas hacia mí.

—Hace unas horas he ido a la biblioteca —dijo Amanda achicando los ojos; algo se traía entre manos—, y he hablado con Petersen…

Dejó la frase en suspenso. Petersen, al que todos los niños de Carnival Falls conocían como Stormtrooper[1] por su palidez y su gusto por vestirse con jerséis ajustados blancos o beige —o una combinación de ambos colores—, era un esbirro de Amanda que la pondría sobre aviso si alguno de nosotros retiraba un libro «inapropiado».

—Me ha dicho que este libro no pertenece a la biblioteca —continuó Amanda—, lo cual supuse al no encontrar el sello. Pero voy a averiguar de dónde ha salido. Y cuando eso suceda, el o la responsable se arrepentirá. Os lo voy a preguntar por última vez, ¿a quién pertenece este libro?

Sentí que se me escapaba un hilo de orina. El horror apenas me permitía mantenerme en pie y aparentar tranquilidad. Enredé las manos en el regazo para que no temblaran. ¿Cómo había llegado ese libro al sót…?

Entonces recordé la sonrisa de Orson, la señal de regocijo ante lo que estaba a punto de tener lugar. El libro no había viajado por arte de magia de mi habitación al sótano, eso estaba claro, y algo me decía que el estante no había sucumbido ante el peso de los años, sino que había sido forzado para que así pareciera. Miré a Orson de soslayo. Ahora su expresión era indescifrable.

Mathilda era otra posibilidad, especulé. Cuando clavé los ojos en ella la sorprendí con una mueca maliciosa estampada en el rostro.

Orson o Mathilda.

¿Ambos?

Más importante que eso era dilucidar por qué urdir semejante estratagema cuando claramente hubiera sido más sencillo revelar a Amanda la localización real del libro. ¿Habrían supuesto que de esta manera yo no confesaría mi pecado y eso endurecería la pena? Era posible, pero un poco rebuscado. Entonces razoné que había una sola manera de echar el plan por tierra: confesar. Y hacerlo en ese instante. A fin de cuentas, el libro era controvertido, cierto, pero yo podría decir que no lo sabía, que lo había tomado prestado de la biblioteca de los Meyer por curiosidad, que la portada me había llamado la atención y que ni siquiera lo había leído.

Amanda aguardaba. ¿Llevaba más de un minuto a la expectativa? ¿Cuánto más esperaría?

Abrí la boca para hablar. Mis ojos se posaron en el libro y…

¡Es una trampa!

Una voz salvadora estalló en mi cabeza. Cerré la boca de inmediato. Aunque el ejemplar de Lolita estaba a más de tres metros de donde yo estaba, pude apreciar una cosa fuera de su sitio, un detalle que me salvaría el pellejo. Era un trozo de papel que asomaba apenas entre las páginas. Si Orson había descubierto la existencia del libro (ahora casi no me quedaban dudas de que él estaba detrás de todo), su plan habría contemplado que yo confesaría, exactamente por las mismas razones que había ensayado en mi cabeza hacía segundos; el problema era que al hacerlo también me haría responsable, sin saberlo, de lo que el desgraciado había colocado dentro. Y yo creía saber qué podía ser, claro que sí.

Días atrás había visto a Orson merodeando por el bosque junto a Mark Petrie, otro espécimen de su misma calaña rastrera. Algunos aseguraban que Petrie tenía un arsenal de revistas pornográficas escondidas en un árbol hueco, que compartía con un grupo selecto con el que formaban una especie de club. Yo no las había visto, por supuesto, ni me interesaba hacerlo, pero si Orson había sido aceptado en El club de la paja, o como fuera su nombre, entonces podía haber accedido a una fotografía de aquellas revistas con facilidad. Aunque mi conocimiento en materia sexual era prácticamente nulo (justamente ese era uno de los aspectos que buscaba remediar con lecturas como Lolita), entendía perfectamente que una fotografía cochina explicaría mucho mejor la reacción de Amanda. No era el libro lo que la escandalizaba, ¡sino la fotografía! Quizá era darle demasiado crédito a Orson como estratega, pero no iba a apostar mi futuro a ello. No señor.

No confesaría.

—Perfecto —dijo Amanda mientras devolvía el libro al bolsillo de su delantal—. Sabré a quién pertenece este libro. Por Dios que removeré cielo y tierra hasta averiguarlo. Y cuando eso ocurra, las consecuencias serán máximas. ¿Habéis oído? ¡Máximas!

Dio media vuelta y se marchó, dejándonos con el corazón en las manos. Nadie se atrevió a pronunciar palabra o siquiera moverse durante un buen rato. Todos entendimos perfectamente a qué se había referido con lo de consecuencias máximas. En lo personal siempre me había aterrado la posibilidad de pisar un orfanato; había escuchado de primera mano las historias de estrambóticos rituales de iniciación, bromas pesadísimas o incluso abusos de autoridad… Mentiría si dijera que todo esto no se me cruzó por la cabeza en cuanto Amanda nos dejó en la sala, pero también recuerdo haber tenido otra idea mucho más aterradora.

Pensé que si abandonaba la granja no volvería a ver a Miranda.