I

El caserón de la calle Maple había estado abandonado desde que tengo uso de razón. Lo había visto centenares de veces desde mi bicicleta, con su fachada tiznada asomando detrás del robusto muro de piedra.

En la escuela no faltaba quien asegurara conocer a alguien que se había colado en plena noche con un grupo de amigos, que la mansión tenía galerías secretas, pasadizos, que estaba embrujada. Decían que por las noches las puertas y ventanas que aún quedaban en pie se abrían y se cerraban solas, que espectros lívidos aparecían por los rincones y que los ángeles de piedra que decoraban las fuentes del jardín bajaban de sus pedestales y vagaban entre la maleza crecida. Eran historias que se retroalimentaban de sí mismas y de la inventiva y las ansias de popularidad de algunos niños. Personalmente, me tenían sin cuidado. Me gustaba pasar el rato frente al portón de rejas de la entrada, contemplar el candado de acero, el sendero de piedra que llegaba hasta la imponente construcción, o el invernadero adosado al que prácticamente no le quedaban cristales sin romper.

El día que encontré a un ejército de hombres descargando muebles y cajas rotuladas de dos camiones gigantescos sentí cierta decepción. Eso fue en plena época de clases, y escabullirme de mis obligaciones no fue sencillo, pero logré seguir el proceso de mudanza con bastante esmero desde un árbol que se convertiría en mi mirador privado.

Por aquel entonces avisté al que, intuí acertadamente, sería el dueño de casa: un hombre delgado vestido como un diplomático, de cabello peinado con fijador y el andar de un gendarme. Se presentó unas pocas veces durante las semanas que duró la mudanza, dio algunas indicaciones, pero no participó demasiado del circo. Todo fue delegado en un hombre de unos cuarenta años, cuyo rostro creí reconocer de algún lado, y que se dedicó con ahínco al operativo. Además de los cargadores, llegó un equipo de limpieza formado por una tropa de mujeres con brazos como los de Rocky, traseros grandes como almohadones y el andar coordinado de hormigas. También se sumó un batallón de jardineros que, como pude constatar desde el árbol que había escogido como punto de observación, tenía mucho que hacer en aquellos jardines anárquicos. Varios peones se ocuparon de reponer tejas faltantes, pintar las paredes exteriores, pulir el mármol de las escalinatas y tantas otras faenas. En un mes, la casa había perdido ese aspecto maléfico tan característico.

La familia se mudó un templado día de otoño que la fortuna me llevó a presenciar. Un Mercedes negro se detuvo frente a la escalinata principal, y el diplomático se apeó para rodear el coche y abrir la puerta del acompañante. Una mujer joven con ínfulas de reina observó la fachada con desdén; llevaba gafas oscuras y un pañuelo colorido en el cuello que me llamó particularmente la atención. Sostenía un bebé en brazos. Su marido hacía ademanes grandilocuentes en dirección a la casa cuando la puerta trasera del coche se abrió, y fue entonces, al ver apearse a una niña más o menos de mi edad, que supe que había habido un propósito divino detrás de mi inusitado interés por la llegada a la ciudad de aquella familia rica.

Así conocí a Miranda, de quien me enamoré perdidamente, posiblemente en ese preciso instante.

En poco tiempo, el desembarco de la familia Matheson era vox pópuli, y la verdadera historia en torno a ellos, mucho menos espeluznante que las que pululaban en el patio de la escuela, empezó a hacerse oír. Preston Matheson, que resultó no ser un diplomático sino un hombre de negocios, regresaba desde Canadá a la casa familiar donde había vivido hasta los veintinueve años. Nadie conocía las razones de su regreso, pero tampoco por qué se había marchado años atrás. Ni siquiera había vuelto cuando sus padres murieron relativamente jóvenes de enfermedades fulminantes. En la tienda de Donovan escuché a un hombre que le decía a otro que esas cosas eran frecuentes en las familias adineradas. Yo no lo sabía porque en la granja nunca teníamos dinero.

Miranda se convirtió en mi obsesión. Desde el día en que la vi, de pie junto a ese coche reluciente, cada instante que la observé caminando por los jardines, detrás del cortinado de su habitación o en el invernadero, donde tomaba clases particulares, fueron tesoros que guardé celosamente. Memoricé sus vestidos, peinados, gestos, e imaginé su voz, sus juegos favoritos y todo aquello que la distancia no me permitía saber de primera mano. El árbol que hizo posible que me entrometiera en la vida de los Matheson de semejante manera era un olmo enorme situado fuera de la propiedad, justo en una esquina, que ofrecía una magnífica vista de la entrada y de una de las caras laterales de la casa. Con el paso de los días aprendí a escalar su tronco en segundos, y qué ramas resultaban más convenientes de acuerdo con mis necesidades del día. Había dos o tres donde podía tenderme cómodamente y esperar un atisbo del cabello rubio de Miranda, su silueta detrás de alguno de los cristales o cualquier otra cosa. En mi paraíso verde, una gran cantidad de tiempo se consumía en esperas.

Hacia finales de la primavera de 1985 había logrado dejar atrás con relativa sencillez el séptimo grado, y mi conocimiento de la rutina de la familia Matheson era considerable. Llevaba dos meses de observación paciente y había logrado reunir el valor suficiente para llevar adelante algo que estuvo en mi mente casi desde el principio. Ese día en que el calor veraniego todavía no nos había echado las zarpas y soplaba una agradable brisa, repetí el ritual de siempre, oculté mi bicicleta detrás de una fila de cubos de basura y la miré con cierta tristeza: mi vieja Optimus no desentonaba en absoluto en medio de la basura. Cualquiera que la viera pensaría que alguna de las familias pudientes de esa zona residencial había decidido finalmente deshacerse de ella después de conservarla en el desván por alguna razón incomprensible. Me alejé por la calle Maple, con mi mochila a cuestas, intentando disimular mi falta de pertenencia. Era una tarde apacible y no me crucé con nadie, lo cual me privó de una excusa para echar atrás el descabellado plan que pretendía llevar adelante. Sabía que si algún niñato salía de cualquiera de las casas monstruosas cuyos jardines me desafiaban, sería suficiente para echar a correr y olvidarme de todo. No haría falta que me lanzaran una mirada ponzoñosa o que hicieran algún comentario acerca de mi ropa gastada, su sola presencia haría que mi amedrentado subconsciente ordenara una retirada inmediata.

Antes de cruzar Redwood Drive clavé la vista en el olmo que día tras día me servía de escondite. Avancé sin mirar hacia los lados, sopesando seriamente la posibilidad de cancelar mis planes para ese día, cuando el aire se desgarró delante de mis narices y el rugido de un motor se mezcló con una bocina enardecida. Me detuve inmediatamente, mi cuerpo rígido como una tabla y mis pies convertidos en columnas de acero. Contuve la respiración mientras el coche que acababa de virar desde Maple y había estado a punto de atropellarme se perdía en la distancia. Observé con resignación que se trataba de un Pinto. Hacía cinco años que la Ford había interrumpido la fabricación de esos cacharros y, sin embargo, todavía pululaban como moscas. Los odiaba.

Respiré profundamente. Con los dedos pulgares calzados en las correas de mi mochila me dispuse a reanudar la marcha, bordeando el muro de los Matheson hasta llegar a la entrada señorial. El imponente portón de hierro forjado aumentaba mi vulnerabilidad, pues desde cualquier ventana de la casa podrían verme. El alma me abandonó cuando comprendí que había olvidado sacar de la mochila el paquete que llevaba conmigo. Extraerlo allí mismo, a la vista de cualquiera, me resultó imposible. Decidí recorrer unos metros más, quitarme la mochila y explorar el contenido hasta dar con la cajita de cartón que había preparado la noche anterior. Entonces me dispuse a regresar sobre mis pasos, para lo cual fingí un olvido histriónico dedicado a una audiencia inexistente, y volví al portón, esta vez con el envoltorio en la mano. Lo deposité encima del buzón y repasé las siete letras.

Miranda.

Una vez bajo la protección del olmo, la incertidumbre casi me vence y dos veces estuve a punto de bajar para recuperar el paquete. Si no lo hice, fue porque una de las criadas debía de estar a punto de regresar del mercado y, si me veía merodeando en el portal de la casa, mi situación se complicaría de un modo inimaginable. Además, en el invernadero, Miranda ya había iniciado su ritual de estudio de la tarde, y no iba a perdérmelo por nada del mundo.

El invernadero era una prolongación acristalada del ala este, que los jardineros habían poblado de vistosas plantas para deleite de Sara Matheson, que había hecho de aquel sitio su reducto de relajación, o eso me parecía a mí. En una esquina, apartada de las estanterías atiborradas de macetas y productos de jardinería, una mesa redonda había sido dispuesta para que Miranda tomara sus lecciones. Una mujer de semblante fúnebre —a quien yo había bautizado como la señora Lápida— se encargaba de instruirla dos veces a la semana. El resto de los días, Miranda procuraba estudiar en soledad, algo que conseguía con resultados dudosos a juzgar por las constantes distracciones que me había tocado presenciar. Este era uno de esos días en que estaba sola, y la verdad es que no parecía muy interesada en el libro que tenía delante. Las circunstancias no podían ser mejores, pensé con regocijo.

De la mochila extraje un estuche de cuero al que manipulé como si se tratara de un cartucho de dinamita. Lo abrí con cuidado y dos ojos de cristal enormes me clavaron una mirada acusadora. Extraje los prismáticos consciente de que un error de cálculo haría que aquel prodigio de la óptica se precipitara más de cinco metros y se estrellara en la vereda junto con mi futuro en la granja de los Carroll. Pertenecían a Randall Carroll, que los había heredado de su padre y este a su vez del suyo. Cogerlos subrepticiamente de su mesilla de noche había sido una acción arriesgada, y posiblemente estúpida, cuyas represalias apenas podía empezar a imaginar.

Pero me obligué a no pensar en los problemas que aquellos prismáticos podrían ocasionarme, y en cambio aprovecharía las ventajas de tenerlos conmigo por primera vez. Me aseguré de enlazar la correa en mi cuello y luego me aposté en una horqueta. Un claro entre las ramas me ofrecía una excepcional visión del invernadero, en especial de la esquina en la que Miranda simulaba estudiar. Levanté los prismáticos y observé.

Al principio, el damero de cristales rectangulares me desconcertó. Barrí el invernadero, apenas deteniéndome ante el colorido de algunas flores, hasta toparme con la mesa tapizada de libros primero y uno de los brazos de Miranda, después. Lo escalé con el corazón galopando de excitación. La nitidez de la imagen era asombrosa. Cuando llegué a su rostro me quedé de piedra. Una sonrisa tibia asomaba y desaparecía, como el sol en un día nublado. Nunca me había sentido tan cerca de Miranda. Era como estar a su lado, robándole instantes sin que ella lo supiera; «como si yo fuera invisible», pensé con una mezcla de fascinación y vergüenza. Cuando bajé los prismáticos por primera vez, la visión distante que tantas satisfacciones me había dado en el pasado se me antojó ahora insulsa e insuficiente. Volví a observar a través de las lentes mágicas, y esta vez me sumí en una exploración concienzuda de aquella niña preciosa, escrutando cada centímetro de su rostro, peinando su cabello y los pliegues de su vestido rosa una y otra vez. Sabía que la experiencia no se repetiría, pues no volvería a correr el riesgo de sustraer los prismáticos nuevamente, así que debía aprovecharla.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando Miranda se puso de pie de un salto y echó un vistazo a los jardines, asegurándose de que los únicos observadores eran los estáticos ángeles de piedra que lanzaban agua por la boca. Caminó hasta el amplio corredor central del invernadero, se plantó en el centro y, tras una ligera reverencia, comenzó a moverse grácilmente, sacudiendo la larga cabellera rubia y batiendo la falda con las manos. Daba saltitos hacia uno y otro lado, como una gacela, mientras movía los labios o cantaba, difícil para mí saberlo. Cada tanto giraba como un trompo, sus brazos extendidos, y su vestido se hinchaba para dejar al descubierto sus piernas delgadas. Seguí la danza con fascinación. Entonces algo sucedió en el invernadero. Miranda se detuvo en plena pirueta y corrió de regreso a la mesa. Se arregló el cabello con las manos y fijó la vista en el primer libro que encontró. Aparté los prismáticos para disponer de una visión global y advertí la razón de la inopinada interrupción. En la puerta vi a una de las criadas, y por segunda vez en pocos minutos el corazón me dio un vuelco. Aquella muchacha menuda de rostro asustado se suponía que debía estar en el mercado. Si ya había regresado, entonces…

Calcé los tubos de acero en mis ojos hasta que las cuencas me dolieron. Escruté con desesperación el uniforme de la criada, el delantal blanco y su rostro culpable. La mujer decía algo, posiblemente se excusaba por la intromisión. En sus manos sostenía el paquete que minutos antes había estado en mi mochila. Se acercó a la mesa, lo dejó allí y se marchó.

Miranda observó el envoltorio durante un largo rato. Por un momento pensé que lo dejaría allí abandonado, pero era un pensamiento absurdo, porque nadie, ni siquiera una niña rica que lo podía tener casi todo con un simple chasquido de dedos, podía resistirse al misterio y la sorpresa. Finalmente cogió la cajita de cartón y desató la cinta celeste que yo había utilizado para mantenerla cerrada. Se quedó mirando su nombre escrito en la tapa y entonces hizo algo sorprendente, al menos para mí. Primero levantó la cabeza y volvió a mirar hacia los jardines en busca de alguien que pudiera estar observándola. Cuando se aseguró de que no era así, retiró la tapa y la dejó a un lado. Se quedó mirando la cajita con las manos en el regazo y la cabeza gacha, como si examinara un camino de hormigas. Su mano asomó sobre la mesa y cogió la gargantilla plateada. La sostuvo frente a su rostro con algo parecido al desprecio, aunque me obligué a pensar que era fruto de la sorpresa y no del desagrado por una baratija de hojalata que, aunque me había costado semanas enteras de ahorro, no era más que bisutería. La medialuna que pendía del centro era tan diminuta y delgada que ni siquiera las inquebrantables leyes de la óptica eran capaces de revelarme su existencia desde mi posición. ¿En qué había estado pensando yo para hacerle ese regalo? Era ridículo pretender impresionar a Miranda con una alhaja de tres dólares del bazar Les Enfants. ¿Por qué no me había dado cuenta antes? Miranda dejó la gargantilla a un lado y descubrió que en el fondo de la cajita había algo más. Desplegó la hoja doblada y la leyó.

Mientras sus labios se movían, recité en mi cabeza las palabras que conocía de memoria.

Me basta con soñar tu sonrisa,

sentir en un pétalo tu piel,

imaginar tu rostro en la lluvia.

La razón no engaña al corazón.

En uno de los momentos de mayor incertidumbre que pueda recordar, Miranda volvió a colocar la nota en su sitio y agarró la gargantilla otra vez. Con un poco de dificultad, logró abrir el broche y se la colocó. Posó una mano sobre la medialuna y sonrió.

Se me escaparon algunas lágrimas mientras la imitaba, llevándome una mano al pecho, donde otra medialuna igual a la suya, reposaba debajo de mi camiseta.

Bajé los prismáticos. Me recosté en la rama del olmo y contemplé el corazón que había tallado en la corteza, en un sitio donde nadie más que yo podría encontrarlo jamás.