El porche estaba vacío y la hamaca seguía en su sitio, con el mismo aspecto confortable que invitaba a sentarse, me habría encantado tumbarme en ella y dormir doce horas seguidas.
En el salón habían dejado encendida una lámpara clásica con pantalla de pergamino amarillo. Todas las puertas del porche estaban abiertas.
En el borde de los escalones me sorprendió una voz femenina que no coincidía con la tranquila noche de verano, ni con el perfume de las flores. Era una voz fuerte y estridente. Tal vez la dueña de la voz estuviera enfadada y el tono crispado se debiera a la furia contenida.
—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate! —bramó la voz—. ¡Ven aquí! ¡Ya has hablado demasiado! ¡Simplemente ven y cállate!
La vi, arrodillada sobre uno de los grandes sofás. Me daba la espalda y sostenía el teléfono con su puño pequeño y fuerte. La luz caía directamente sobre su hermosa cabeza, y hacía que sus matices azabache lucieran mejor que de costumbre. Llevaba puestos unos pantalones de cintura alta color verde botella y una camisa de seda del mismo color, como el personaje de una pintura de Varga. Era su tipo de mujer: piernas largas, caderas pequeñas, pecho firme; vital y rápida como el mercurio.
—¡Ya basta! —insistió—. ¿Por qué quieres seguir y seguir? Ven y ya está. Eso es todo lo que tienes que hacer.
La situación no requería de sofisticaciones, y además estaba demasiado cansado para preocuparme por los modales, de modo que entré en el salón sin preocuparme por el sigilo. Mis piernas todavía temblaban, me faltaba el aire y mi humor estaba tan sensible como el gatillo del revólver de un ladrón profesional. Mis pisadas sonaron como pequeñas explosiones.
Tensó la espalda, giró lentamente la cabeza, miró por encima del hombro y abrió mucho los ojos. No me reconoció; solo vio a un marinero grande con los pantalones hechos harapos, tan sucios que hasta los tintoreros se habrían negado a limpiarlos, y una cara con más tierra que pecas.
—Hola —dije, tranquilamente—. ¿Se acuerda de mí? Soy su compañero Malloy.
Me recordó. Inspiró profundamente, se levantó del sofá y se incorporó sobre sus bellos pies.
—¿Cómo ha llegado aquí? —preguntó.
—Escalando el acantilado. Cuando se tranquilice debería probarlo. Es bueno para la figura; no es que quiera desmerecer su silueta.
Se miró el pulgar. Luego se lo mordió para probarlo.
—Todavía no la ha visto.
—¿La palabra «todavía» quiere insinuar algo?
—Es posible. Depende de usted.
—¿Sí? —Me senté—. ¿Tomamos un trago? No me siento el de siempre; mis reflejos son mejores cuando bebo whisky.
Cruzó el salón en dirección al bar.
—¿Lo del acantilado es verdad? —preguntó—. Sería el primero.
—Leandro cruzó el Helesponto y Hero no le llegaba a usted a los talones —dije, frívolamente.
—O sea que es verdad. —Regresó con un vaso de whisky lleno de hielo.
—Pues sí, lo hice realmente —asentí, cogiendo el vaso—. Por sus encantadores ojos negros y por la silueta que no he visto… todavía.
Se quedó de pie a mi lado, observando cómo me bebía un tercio del vaso. Encendió un cigarrillo, se lo sacó de su boca roja y sensual y me lo dio. Nuestros dedos se rozaron.
—¿Su hermana está aquí? —le pregunté, colocando con cuidado el vaso de whisky sobre la mesilla de café que estaba junto a mí.
Volvió a mirarse el pulgar. Luego me miró por el rabillo del ojo.
—Janet está muerta. Murió hace dos años —contestó.
—Desde que me contó esa historia hice un montón de descubrimientos. Sé que la chica que su madre mantuvo cautiva durante dos años en la clínica es su hermana Janet. ¿Quiere que le cuente todo lo que sé?
Sonrió y se sentó.
—Si quiere, no me opondré.
—En parte lo descubrí por deducción, así que tal vez usted quiera ayudarme mientras se lo cuento —dije, acomodándome en el sillón—. Janet era la favorita de su padre. Usted y su madre, las dos, sabían que la mayor parte de su herencia quedaría para ella. Janet se enamoró de Sherrill, quien no ignoraba que ella iba a heredar todo ese dinero. Un tipo impetuoso, como le gustan a usted. Tuvo un romance secreto con él, pero Janet los descubrió y rompió el compromiso. Ustedes dos discutieron y una de las dos cogió el revólver. Su padre entró en el momento más inoportuno. ¿Fue usted o fue Janet quien disparó?
Encendió un cigarrillo y tiró la cerilla en el cenicero.
—¿Qué importa eso? Si quiere saberlo, fui yo —dijo.
—En ese momento había una enfermera en la sala: Anona Freedlander. ¿Por qué?
—Mi madre estaba mal de la cabeza —dijo, indiferente—. Ella creía lo mismo de mí. Convenció a mi padre para que contratase a alguien que me cuidara. La enfermera Freedlander me espiaba.
—¿La enfermera Freedlander quiso llamar a la policía?
Ella asintió y sonrió; los ojos negros como el carbón no acompañaron esa sonrisa.
—Mi madre dijo que si se descubría la verdad terminaría en un asilo. La enfermera Freedlander se convirtió en un fastidio. Mamá la llevó a la clínica y la encerró. Después, Janet insistió en que me encerraran también a mí, y mi madre accedió. Me mandó aquí: esta es su casa; pero Janet pensó que me encerrarían con los locos. Descubrió que no estaba allí, pero no sabía dónde estaba. Para eso le escribió a usted, para que me buscara. Luego, la enfermera Freedlander tuvo un ataque y murió: era una oportunidad demasiado buena para no aprovecharla. Mamá y Douglas llevaron el cadáver a Crestways y le dijeron a Janet que yo necesitaba hablar con ella, así que fue a la clínica y la encerramos en el cuarto de Freedlander, a quien colocamos en la cama de Janet. Un plan brillante, ¿verdad?
»Llamé al doctor Bewley, y este firmó el certificado. El resto fue muy fácil; los apoderados no sospecharon nada y yo heredé la fortuna de mi padre. —Se inclinó para dejar caer la ceniza sobre el cenicero y siguió hablando con su voz monocorde—. Le conté la verdad sobre Douglas. Esa rata asquerosa se me puso en contra, me chantajeó y me obligó a comprar el Dream Ship. La maldita criada de Janet también me chantajeó: sabía que Janet no había muerto. Ahí aparece usted. Creí que si le contaba parte de la historia Douglas se asustaría, pero no funcionó. Lo quiso matar, pero no se lo permití; lo quería dentro de la clínica. Jamás imaginé que escaparía y sacaría de allí a Janet. En cuanto supe dónde estaba hice que los chicos de Sherrill me la trajeran.
—¿También fue idea suya matar al padre de la enfermera Freedlander?
Sonrió con desagrado.
—¿Qué otra cosa podía hacerse? Si le llegaba a contar a usted lo de la dolencia cardíaca de su hija, usted iba a sospechar la verdad. Me entró el pánico. Supuse que silenciándolo y robando los informes de la chica que manejaba la policía podríamos seguir adelante. Pero me temo que ya no hay ninguna esperanza.
—Entonces ¿Janet está aquí?
Se encogió de hombros.
—Sí, está aquí.
—Y usted trataba de decidir qué iba a hacer con ella.
—Sí.
—¿No se le ocurrió nada?
—Quizá.
Me terminé el trago. Lo necesitaba.
—Le disparó a Sherrill e incendió su barco, ¿no?
—Ha descubierto muchas cosas.
—¿Y usted?
—Ah, claro. Sabía que me abandonaría si me arrestaban. Lo de incendiarle el barco fue muy divertido. Siempre lo odié. ¿Se quemó bien?
Le conté lo bien que se había quemado.
Durante unos minutos nos quedamos en silencio, mirándonos.
—Creo que usted y yo podríamos formar un buen equipo —me dijo—. Darles todo ese dinero a unos viejos y malhumorados científicos me parece un sinsentido. Deben de quedar casi dos millones.
—¿Cómo sería ese equipo?
Se mordió el pulgar pensando la respuesta.
—Usted sabe que Janet está aquí. No puedo retenerla mucho tiempo más. Si se descubre que está viva lo perderé todo; lo mejor sería que muriera.
No dije ni una palabra.
—Estuve frente a ella con un revólver tres o cuatro veces —dijo—. Pero cada vez que iba a apretar el gatillo, algo me obligaba a detenerme. —Me traspasó con la mirada y añadió—: Le doy la mitad.
Apagué mi cigarrillo.
—¿Me está sugiriendo que la mate?
Esta vez, los ojos acompañaron la sonrisa.
—Piense en todo lo que podría hacer con el dinero.
—Puedo pensarlo, pero no soy capaz de imaginarlo.
—Se lo daré. Le haré un cheque ahora mismo.
—Pero podría guardarse el cheque en cuanto lo haga. O pegarme un tiro como a Sherrill.
—Cuando hago una promesa, la cumplo. Además, podría tenerme también a mí.
—¿Sí? —Traté de mostrarme menos desinteresado de lo que estaba realmente—. De acuerdo —dije—. ¿Dónde está?
Me miró fijamente. La parte superior de su mejilla comenzó a dar saltos.
—¿Va a hacerlo?
—¿Por qué no? Deme el revólver y dígame dónde la encontraré.
—¿Quiere que primero le haga el cheque?
Me negué.
—Me fío de usted. —Quizá exageré mi mueca de tonto.
Señaló la puerta junto a los ventanales.
—Está allí.
Me puse en pie.
—Deme un arma. Haremos que parezca un suicidio.
Estuvo de acuerdo.
—Sí, eso fue lo que pensé. No… no le hará daño, ¿verdad?
En sus ojos no había expresión. Su cabeza se había ido de paseo a las nubes.
—El arma.
—Ah, claro. —Se encogió de hombros, frunció el ceño y miró al cuarto—. Está en alguna parte. —La mejilla volvió a saltar como si escondiera un sapo debajo de la piel—. Debe de estar en mi bolso.
El bolso descansaba sobre uno de los sillones. Fue hasta allí pero yo llegué antes.
—De acuerdo —dije—. Ya la busco yo. Usted, siéntese y quédese tranquila.
Levanté el bolso y lo abrí.
—¡No lo abra, Malloy!
Me giré en décimas de segundo.
Manfred Willet estaba en la entrada de los ventanales. Tenía una automática y me apuntaba con ella.