De pie, al borde de un acantilado casi vertical, mirábamos la oscuridad. En el horizonte, un resplandor rojo señalaba el incendio del Dream Ship. En el cielo nocturno se veía una columna de humo en forma de seta.
—¿Quieres que suba allí? ¿Acaso crees que soy un mono?
—Discute eso con tu padre —respondí—. No hay otro modo. La entrada principal la custodian dos portones eléctricos y centenares de kilómetros de alambrada; ese es el mejor camino para entrar.
Kerman retrocedió y estudió el aspecto del acantilado.
—Son como cien metros —calculó, aterrado—. ¡Será de lo más divertido!
—Venga, vamos a intentarlo.
Los primeros metros no resultaron difíciles: al pie del acantilado, las grandes peñas formaban una plataforma bastante sencilla de trepar. Nos quedamos sobre una roca plana mientras yo iluminaba el camino que debíamos seguir con mi linterna. Encima de nosotros se erigía la dentada cara del acantilado, que formaba un saliente casi en la punta.
—Ese es el trecho que más me gusta —dijo Kerman—, allí donde se curva hacia delante. Eso sí que será divertido.
—Quizá no sea tan complicado como parece. —A mí tampoco me gustaba demasiado—. Si tuviéramos una cuerda…
—Si tuviéramos una cuerda me iría en silencio a algún lugar apartado y me ahorcaría; me ahorraría tiempo y trabajo —repuso, sombríamente, Kerman.
—Cállate ya, maldito pesimista —murmuré. Comencé a trepar por la ladera del acantilado. Había resquicios para apoyar los pies y las manos, y habría resultado fácil de trepar de no haber sido tan perpendicular. Pero no era así, y sabía que un simple tropiezo podía acabar conmigo. Caería directamente al vacío.
Después de subir unos quince metros me detuve para coger aire. No podía mirar para abajo. El más mínimo intento de asomarme podía hacerme caer.
—¿Cómo vas? —le pregunté a Jack. Me apretaba contra la superficie del acantilado y clavaba los ojos en un cielo lleno de estrellas.
—Tan bien como era de esperar —gruñó Kerman, sorprendido de seguir con vida—. ¿Esto es peligroso o es mi imaginación?
Me agarré de una roca saliente y me arrastré unos centímetros.
—Solo es peligroso si te caes. En ese caso será fatal.
Seguimos avanzando. De pronto oímos un estruendo de rocas y Kerman contuvo la respiración. Se me pusieron los pelos de punta.
—Ten cuidado con las rocas —jadeó.
—Lo tendré a partir de ahora.
Tras recorrer una cuarta parte del camino llegué a un saliente de un metro de ancho. Trepé y apoyé la espalda contra la ladera del acantilado, en busca de aire. Un sudor frío me recorría el cuello y la espalda; de haber sabido que iba a ser tan duro habría intentado cruzar los portones, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse. Subir todavía era posible; bajar ya no.
Kerman se me unió en el saliente. La cara le brillaba por el sudor y parecía que le temblaban las piernas.
—Ya no me entusiasma el alpinismo —reconoció, jadeando—. Alguna vez fui tan tonto que pensé que sería divertido. ¿Crees que podremos subir por la zona combada?
—Tenemos que hacerlo sí o sí. Ahora no hay otra solución: no podemos volver atrás.
Dirigí el haz de luz de mi linterna otra vez hacia la ladera del acantilado. A la izquierda y arriba había una grieta de un metro y medio de ancho que llegaba justo hasta el saliente.
Kerman respiró profundamente.
—¡Qué ideas se te ocurren! Eso es imposible.
—Claro que no. Lo intentaré.
—No seas tonto. Te caerás.
—Si quieres probar por el saliente, hazlo. Yo voy por aquí.
Me asomé por el saliente, pasé la mano por la ladera hasta encontrar un asidero y subí lentamente. Fue una tarea ardua y lenta. La niebla no me facilitaba demasiado el trabajo y la mayor parte del tiempo tuve que tantear los puntos de apoyo.
Cuando tuve la cabeza y la espalda al nivel de la grieta, el saliente sobre el cual estaba yo parado cedió. Movido por el instinto, salté hacia delante y me aferré a la grieta en un esfuerzo frenético por sostenerme. Enganché los dedos a un resquicio de roca del cual quedé colgado.
—¡Ten calma! —gritó Kerman, histérico como una dama a la que se le ha incendiado el vestido—. ¡Enseguida estoy contigo!
—¡Quédate donde estás! —dije—. Solo conseguirás que te arrastre abajo conmigo.
Traté de apoyar los pies, pero las puntas de mis zapatos resbalaban sobre la ladera y pataleaban en el aire. Traté de levantarme cargando todo mi peso sobre las puntas de los dedos, pero no lo conseguí. Apenas pude alzarme cinco centímetros.
Toqué algo con el pie.
—Ten cuidado —rogó Kerman debajo de mí, guiando mi pie hasta su hombro—. Ahora apóyate en mí y levántate.
—¡Te haré caer, estúpido! —grité.
—¡Venga! ¡Tengo un buen apoyo! No hagas ningún movimiento brusco.
No había nada más que pudiera hacer.
Con sumo cuidado, transferí el peso de mi cuerpo a sus hombros y pasé mis dedos a una roca mejor.
—Lo estoy consiguiendo —le informé—. ¿Estás bien?
—Sí —dijo Kerman. Sentí que estaba firme.
Me levanté haciendo fuerza con los brazos y los hombros, y me deslicé por la grieta. Allí me quedé, tumbado, jadeante, hasta que Kerman asomó la cabeza. Me incliné hacia delante y lo levanté. Nos dejamos caer, sin decir nada, el uno junto al otro.
Después de un rato me puse de pie tambaleando.
—Una noche cojonuda. Lo estamos pasando muy bien —comenté, apoyándome contra la pared de la grieta. Kerman me miró de reojo.
—Sí. Espero que me den una medalla por esto.
—Mejor te pago un trago —dije, y aspirando profundamente apoyé la espalda en la pared y coloqué los pies en la pared opuesta. Hice presión con los hombros tan fuerte como pude. Después de un rato en esta posición, conseguí mantenerme sentado entre las dos paredes.
—¿Piensas quedarte en esa posición? —preguntó Kerman aterrorizado.
—Sí, es una vieja costumbre suiza.
—¿Y pretendes que yo también lo haga?
—No hay otra forma; a menos que quieras quedarte aquí el resto de tus días.
Comencé a subir. Las rocas afiladas se me clavaban en los omóplatos y el avance era lento y costoso, aunque firme. No iba a tener problemas para llegar a la cima mientras no me fallaran los músculos de las piernas. En caso contrario, la caída sería rápida y el aterrizaje, duro.
Seguí con mi ascensión. Era mejor hacerlo de esa manera que encarar el saliente por el exterior. Subí un tercio del camino y tuve que parar a descansar. Los músculos de las piernas me dolían como si hubiera corrido cien kilómetros.
—¿Cómo vas, compañero? —gritó Kerman iluminándome con la linterna.
—Todavía estoy subiendo —respondí—. Espera a que llegue a la cima y luego prueba tú.
—No hace falta que te des prisa. No tengo prisa.
Comencé a subir nuevamente. Me dolía la espalda y me costaba trabajo mantener la marcha. Miré el cielo engalanado de estrellas: parecía estar más cerca. Tal vez solo fuera una ilusión, pero me ayudaba a continuar.
Seguí subiendo, con la respiración entrecortada, los dientes apretados, la espalda machacada y las piernas entumecidas. Arriba y arriba; centímetro a centímetro. Sabía que no podía volver atrás. Era todo o nada.
La grieta se hizo más estrecha y mi ascensión se volvió más lenta todavía. Tenía que acercar las rodillas hacia el mentón, lo cual me dificultaba hacer palanca. De repente, me detuve: no podía avanzar más. La grieta se había estrechado encima de mi cabeza y ahora apenas tenía un metro. Apretando el cuerpo contra las paredes saqué la linterna e iluminé las rocas encima de mi cabeza. Cerca de mi mano, sobresaliendo de una roca, había un pobre arbusto. A mi derecha, la parte superior del saliente terminaba en un borde estrecho.
Guardé la linterna en el bolsillo y estiré la mano hacia el arbusto; me colgué y siguió sosteniéndose. Entonces aspiré profundamente, aflojé la presión de los pies sobre la pared y me columpié en el vacío. Fue un momento terrible. El arbusto cedió ligeramente pero tenía buenas raíces. Me columpié de un lado a otro; un sudor helado me recorrió el espinazo. Me balanceé un poco más hacia el saliente y con la mano que tenía libre me agarré a la roca. Clavé los dedos en una grieta, no con la fuerza suficiente para sostenerme pero sí para afirmarme. Me quedé colgando, presionando el cuerpo contra la pared de piedra, con los pies en el vacío, la mano derecha aferrada al arbusto y la izquierda clavada en la grieta. Sabía que cualquier movimiento en falso me haría caer; en mi vida había pasado por muchos momentos de pánico, pero ninguno como ese.
Con sumo cuidado me apoyé en la mano derecha y tiré con la izquierda. Así, lentamente, me fui levantando. Pronto, mi cabeza y mi espalda se alzaron por encima del saliente. Me incliné hacia delante hasta que mi pecho tocó el borde de piedra. El corazón me latía fuerte y la sangre me zumbaba en los oídos; ya casi lo había logrado. Después de unos instantes, conseguí reunir fuerzas y subí unos centímetros más. Arrastré una rodilla y la apoyé sobre el saliente. Después, con un frenético esfuerzo, me levanté y me encontré de espaldas sobre el saliente, consciente únicamente del violento latido de mi corazón y de mi respiración agitada.
—¡Vic!
La voz de Kerman me llegaba desde el fondo de la grieta.
Hice un sonido parecido al croar de una rana y me acerqué al borde.
—¡Vic! ¿Estás bien?
Su voz parecía estar a varios kilómetros de distancia; era un desmayado susurro que surgía de la oscuridad. Miré hacia abajo y distinguí un punto de luz que hacía señas de un lado a otro.
—¡Sí! —grité—. Dame un minuto.
Después recobré los nervios y el aliento.
—No podrás hacerlo, Jack —grité hacia abajo—. Tendrás que esperar a que regrese con una cuerda. Ni lo intentes: es demasiado peligroso.
—¿Y de dónde vas a sacar una cuerda?
—No lo sé, ya encontraré algo. Tú espérame ahí.
Di media vuelta e iluminé la oscuridad con mi linterna. Quedaban diez metros hasta la cima del acantilado; lo más difícil ya había pasado.
—¡Ahora regreso! —grité—. Espera hasta que consiga una cuerda.
Los siguientes diez metros los hice prácticamente caminando. Salí directamente junto a la elegante piscina de Maureen. Había una solitaria luz encendida en una de las ventanas de la casa.