En la puerta, un pequeño matón nos sonreía. Me apuntó al pecho con una automática de cañón corto. Su fea y oscura cara brillaba a causa del sudor y sus pequeños ojos desprendían odio; no sabía de dónde había salido.
—Deme el sobre —exigió, extendiendo la mano—, ¡rápido!
Yo tenía el revólver en mi bolsillo, apuntando hacia abajo. No iba a poder disparar antes de que lo hiciera él. Saqué el informe con la mano izquierda. Al hacerlo vi todo el odio y la maldad de sus ojos. Cuando levantó el seguro vi que el dedo del gatillo estaba rígido. En una fracción de segundo supe que iba a dispararme.
Paula tiró una silla entre el matón y yo; eso desvió sus ojos y su puntería. Disparó y erró el tiro por medio metro. Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, yo abrí fuego. Tres balas le atravesaron el pecho como si se las hubieran clavado con un martillo y le hicieron caer contra una pared. La cara se le retorció en una mueca espantosa y la automática cayó de su mano.
—Salgamos —le dije a Paula.
Ella recogió la automática del matón y salió. El suelo cedía bajo nuestras pisadas. Oí un crujido repentino; hacía tanto calor que parecía que corríamos sobre brasas. El piso cedió por completo y se desmoronó. Pensé que me hundiría con él, pero la moqueta aguantó hasta que llegamos a la puerta. Dentro del despacho de Sherrill, los muebles fueron cayendo al horno con gran estrépito. Paula me cogió del brazo y corrimos juntos por la cubierta.
El humo subía y el alquitrán se filtraba entre los tablones.
Alguien nos disparó desde la oscuridad cuando estábamos a mitad de camino de la cubierta. La bala se estrelló contra el espejo de un camarote.
Oculté a Paula detrás de mí, consciente de que la ropa que llevaba me hacía un blanco fácil.
Más disparos. Una bala me rozó la cara.
El proyectil provenía de detrás de uno de los botes salvavidas. Distinguí una silueta y disparé dos veces; el segundo disparo impactó. Una figura se tambaleó detrás del bote y cayó sobre la cubierta caliente.
—No te detengas —le dije a Paula.
Seguimos corriendo. La cubierta estaba tan caliente que las suelas de los zapatos no servían de gran ayuda. Conseguimos llegar a la escalera que daba a la cubierta superior. Aparte del ruido de las llamas, ahora también se oían chillidos desesperados y el ruido de los vidrios rotos.
Subimos a la cubierta superior. La barandilla estaba repleta de hombres y mujeres vestidos de etiqueta. El humo formaba un manto negro sobre todo el barco; allí arriba hacía tanto calor como en la cubierta inferior.
Tres o cuatro oficiales intentaban que no cundiera el pánico; era como tratar de cerrar una puerta giratoria.
—¡Jack tiene que estar por aquí! —grité—. No te separes de mí. Quédate junto a la barandilla.
Tuvimos que forcejear entre la multitud. Un tipo cogió a Paula y se la llevó lejos de mí; no sé qué pensaba hacer. Tenía la cara crispada y los ojos perdidos. Le di un puñetazo en la mandíbula lo hice girar sobre sí mismo, lo empujé y agarré del brazo a Paula.
Una chica que tenía rota la parte de arriba de su vestido se colgó de mi cuello y empezó a gritar. Olía a whisky con una intensidad capaz de levantar ampollas. Intenté sacármela de encima, pero se aferraba a mí con fuerza estranguladora. Paula me la arrancó de un tirón y le dio un golpe en ambas orejas. La chica cayó entre la multitud, tambaleándose y gritando como la sirena de un tren.
Llegamos a la barandilla. De todos lados aparecían flotas de botes.
—¡Oye, Vic! —La voz de Kerman se alzaba entre los gritos. Estaba cerca de nosotros, aferrado a la barandilla y alejando a patadas a la turba enloquecida—. ¡Ven aquí!
Tuvimos que luchar para alcanzarle y Paula perdió parte del vestido.
Kerman sonrió excitado.
—¿Hacía falta incendiar el barco? —gritó—. Vaya pánico. ¿Qué les pasa? Antes de que se hunda esta nave pasarán semanas.
—¿Dónde has dejado el bote? —pregunté, empujando a un viejo listillo que trataba de colarse—. Tranquilo, abuelo. Está demasiado mojado para nadar y están llegando al rescate todos los barcos del mundo.
—Aquí mismo —dijo Kerman, señalando abajo. Ayudó a Paula a saltar la barandilla mientras yo forcejeaba para que no la siguiera una multitud de desconocidos. Del lado del barco colgaba una escalerilla de soga que Paula bajó como un marino veterano.
—Usted se queda aquí, señora —gritó Kerman a una chica que trataba de abrirse paso—. Esta es una fiesta privada. Pruebe un poco más para allá.
La chica estaba histérica. Dando unos tremendos alaridos se agarró a sus piernas.
—¡Por Dios! —gritó—. ¡Me va a sacar los pantalones! ¡Vic, échame una mano con esta loca!
Me balanceé por encima de la barandilla.
—Pensé que te gustaban así. Podrías llevarla contigo, hacéis una bonita pareja.
No sé ni cómo conseguí librarle de sus garras. Jack cayó al bote sobre mí y estuvo a punto de arrojarme al mar.
—Con calma —dije, cogiéndolo para que se afirmara.
Mike había arrancado el motor y comenzaba a alejarse del barco. Tuvimos que movernos con cuidado. La cantidad de botes que rodeaban al Dream Ship era impresionante. Era como volver a Dunkerque.
—¡Bien hecho! —exclamé, dándole un golpe en la espalda a Mike—. Una sincronización perfecta, amigos —agregué, mirando el Dream Ship. La cubierta inferior ya era prácticamente pasto de las llamas y salía humo a borbotones por ambos costados—. ¿En cuánto estará asegurado?
—¿Fuiste tú el del incendio?
—No, burro. Sherrill ha muerto. Lo mataron e incendiaron el barco. Nadie lo habría sabido si no lo hubiéramos encontrado en ese momento.
—Pues como funeral ha sido un tanto caro —dijo Kerman.
—No, si tienen un seguro. Entretén a Paula; que quiero ver algo —dije, sacando el informe de Anona.
Jack me pasó una linterna.
—¿Qué es?
Me quedé en la primera página. No podía creer lo que veían mis ojos.
—Vic, ¿por qué no nos dices qué hay que hacer? —dijo Paula.
—¿Hacer? Jack y yo buscaremos a Anona. Tú le contarás a Mifflin lo de Sherrill. Quiero que vaya a casa de Maureen ya mismo. Esto tiene que terminar esta noche.
Paula se me quedó mirando.
—¿Por qué no vas tú a ver a Mifflin?
—No tengo tiempo. Si Anona está en casa de Maureen, corre un grave peligro.
Kerman se inclinó.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó.
Le señalé el informe.
—Está todo aquí; al imbécil de Mifflin no le pareció importante comentarlo. Anona sufre de endocarditis desde 1944. Te dije que alguien mantenía un gato encerrado en una bolsa. Pues acaba de salir.
—¿Anona tiene problemas de corazón? —preguntó Kerman—. ¿No habrás querido decir Janet?
—Escucha la descripción de Anona —dije—: un metro cincuenta, piel morena, ojos castaños, rolliza. ¿Qué piensas?
—Pues que está equivocada. Anona es alta y rubia —respondió Kerman—. ¿Qué insinúas?
Paula ya se había dado cuenta.
—No buscamos a Anona Freedlander, ¿verdad?
—No, no la buscamos a ella. Anona murió de un ataque cardíaco en Crestways. ¡La chica de la clínica es Janet Crosby!