I

Me detuve bajo la sombra de un ventilador y calculé todo el largo de la cubierta. La brisa hacía ondular un toldo rojo y beige; el suelo de la cubierta estaba completamente revestido por una alfombra de color rojo; a lo largo de la barandilla, luces verdes y rojas formaban una hilera de cuentas luminosas.

Más allá del puente, había dos marineros vestidos de manera impecable apostados en la pasarela bajo un par de focos. En ese momento subían a bordo dos hombres de esmoquin y una chica con vestido de noche. Los marineros los saludaron al pasar. Entraron en el restaurante brillantemente iluminado, que estaba entre las cubiertas y el puente. Las ventanas, grandes y oblongas, dejaban ver las parejas que bailaban al compás de saxofones con sordina y del latido de los tambores.

Arriba, sobre el puente, apoyadas en el pasamanos, tres figuras blancas observaban la corriente inacabable de recién llegados. Estaba oscuro allá arriba, pero pude distinguir que uno de ellos estaba fumando.

Nadie me prestó atención. Después de una mirada furtiva de izquierda a derecha pasé de la sombra del ventilador a un bote salvavidas. Me detuve allí, escuché, miré a ambos lados y luego corrí a parapetarme en otra sombra bajo el puente.

—Sigue llegando gente —dijo una voz sobre mi cabeza—. Será otra buena noche.

—Sí —asintió otra voz—. Oye, mira a esa de rojo. Menudas curvas… apuesto que…

No me quedé a ver qué apostaba; temí que miraran para abajo y me vieran. Había una puerta a mi lado. La abrí unos centímetros y vi una escalera que llevaba a la cubierta inferior. Cerca, resonaba la risa de una chica.

—Borrachas como cubas —dijo uno de los hombres del puente—. Así me gustan las mujeres.

Subieron a bordo tres chicas y tres hombres. Una de ellas estaba tan borracha que apenas podía caminar. Cuando llegaron al restaurante bajé las escaleras. La luz de la luna, cubierta por una ligera niebla, era suficiente para ver que la cubierta estaba desierta. De un lejano ojo de buey llegaba una luz tan notoria como una mancha de sopa en un vestido de novia.

Caminé hacia allí, con cautela y sin hacer ruido. Me tuve que detener cuando delante de mí apareció una figura blanca que avanzaba en mi dirección. No había sitio para esconderse. La cubierta estaba tan desprotegida como la palma de mi mano. Cerré los dedos sobre la culata de la pistola mientras me apoyaba en el pasamanos.

Un hombre alto y de espaldas anchas, vestido con chaqueta y pantalones blancos, se interpuso entre el ojo de buey y yo, y vino caminando hacia mí. Pasó a mi lado murmurando y ni siquiera me miró.

Respiré aliviado y retomé mi camino hacia el ojo de buey. Me detuve y eché una mirada dentro. Casi me desmayo de la alegría.

Paula estaba sentada frente a mí, en un sillón. Leía una revista con aspecto solitario y encantador. Contaba con encontrarla en aquella cubierta (no se me ocurría en qué otro lugar podían retenerla) pero no había esperado conseguirlo tan rápido.

Abrí y entré; fue como entrar en un invernadero en pleno verano. Al verme, Paula saltó emocionada. Los pantalones blancos y la gorra le impidieron reconocerme de inmediato, pero una vez que lo hubo hecho se dejó caer otra vez sobre el sillón y sonrió. Su mirada de alivio compensaba con creces mi viaje dentro de aquella caja.

—¿Lo estabas pasando bien? —pregunté, sonriendo.

De no haber sido por su maldito autocontrol, la habría besado.

—De maravilla. ¿Tuviste problemas para llegar aquí? —Trataba de parecer indiferente, pero había un temblor en su voz.

—Me las apañé. Todavía no saben que he llegado. Jack y Mike estarán aquí a las nueve. Es posible que tengamos que nadar.

Tomó aire y se puso en pie.

—Sabía que ibas a venir, Vic —dijo. Justo en el momento en que debía soltarse el pelo, siguió—, pero ¿cómo es que has venido solo? ¿No se te ocurrió llamar a la policía?

—Me imaginé que no querrían acompañarme. ¿Y Anona?

—No lo sé. Dudo que esté aquí.

El calor del camarote me hacía sudar.

—¿Qué pasó? Cuéntamelo rápido.

—Llamaron a la puerta y creí que eras tú, pero eran cuatro matones. Dos se metieron en mi habitación. Anona gritó. Los otros me dijeron que me traerían al barco. Uno de ellos tenía un cuchillo y me pareció que estaba esperando la oportunidad para usarlo. Me bajaron por el ascensor y me sacaron a la calle. El tipo del cuchillo me presionaba con el acero. Cuando nos alejamos vi un Rolls grande y negro aparcado frente a mi finca. Uno de los matones salió con Anona en brazos. Todo esto, a plena luz del día. La gente miró pero nadie hizo nada. A ella la metieron en el Rolls y ya no la volví a ver. A mí me trajeron aquí y me encerraron. Me dijeron que me quedara callada o me rebanarían el pescuezo. Son horribles, Vic.

—Lo sé; los he visto. El Rolls es de Maureen Crosby. Quizá se llevaron a Anona a la casa de los acantilados. ¿Alguien se te acercó?

Negó con la cabeza.

—Quiero echar un vistazo al barco antes de que nos larguemos; por si acaso Maureen está aquí. ¿Crees que estarás segura si vienes conmigo?

—Si descubren que me he escapado darán la alarma. Creo que lo mejor será quedarme aquí hasta que estés listo para irnos. Ten cuidado, Vic, ¿vale?

No estaba seguro de cuál era la mejor decisión: si largarme del barco con Paula o comprobar si Anona y Maureen estaban por allí.

—Si no las veo en cubierta, nos iremos —prometí, secándome la cara con un pañuelo—. Oye, ¿tengo fiebre o en este camarote hace demasiado calor?

—Es el camarote. Durante la última hora se ha ido poniendo cada vez peor.

—Es como si hubieran encendido la calefacción. Aquí te quedas, chica. Enseguida vuelvo.

—Cuídate.

Le di un golpecito en el brazo, le dediqué una sonrisa y salí a cubierta.

Eché el cerrojo y me dirigí a la popa del barco.

—¿Qué demonios haces aquí arriba? —preguntó una voz desde la oscuridad.

Casi me desmayo.

Ante mí había un marinero bajito, salido de la mismísima nada. Ni yo podía ver su cara ni él podía ver la mía.

—Os tengo dicho que no vengáis a esta cubierta —gruñó mientras se acercaba.

Vi que su brazo subía de golpe y me agaché. El golpe me pasó encima de la espalda. Yo le di un puñetazo en el estómago con todas mis fuerzas. Contuvo la respiración en un agónico jadeo y se inclinó hacia delante, tratando de recobrar el aliento. Le propiné un puñetazo en la mandíbula que casi me destrozó la mano.

Cayó y se deslizó por las escaleras hasta quedar tendido de espaldas. Me incliné sobre él, lo cogí de las orejas y le estrellé el cráneo sobre la cubierta; fue cuestión de segundos.

Regresé al camarote de Paula, saqué el cerrojo, la abrí bien, metí dentro al hombre inconsciente y lo dejé caer al suelo.

—Acabo de encontrarlo.

Le levanté los párpados: estaba inconsciente y el bulto blando de la nuca me indicaba que se quedaría así durante un largo rato.

—Mételo en el armario —propuso Paula—. Yo lo vigilaré.

Estaba pálida pero tranquila. Se necesitaba mucho más que eso para ponerla nerviosa.

Lo arrastré por la cabina y lo metí en el armario; lo tuve que aplastar, y para cerrar la puerta tuve que hacer fuerza con todo mi peso.

—Uff. —Me sequé la frente—. Si no se ahoga, estará bien. Esto parece un horno.

—Estoy preocupada, esto empieza a estar demasiado caliente, incluso el suelo. ¿Se estará incendiando algo?

Apoyé la mano en la alfombra. Estaba muy caliente. Abrí la puerta del camarote y toqué los tablones de la cubierta: casi estaban hirviendo.

—¡Qué extraño! Tienes razón, este maldito barco se está incendiando en alguna parte. —La cogí del brazo y la saqué a cubierta—. No puedes quedarte aquí. Venga, te vienes conmigo. Echaremos un vistazo rápido y luego subiremos a la cubierta superior. —En mi reloj eran las nueve menos cinco—. Jack llegará en cinco minutos.

—¿No tendríamos que activar alguna alarma? —sugirió Paula—. Hay mucha gente en este barco, Vic.

—Todavía no. Lo haremos después —dije.

En la cubierta había una puerta ubicada en una compuerta estanca. Me acerqué, pegué la oreja y la abrí.

Allí dentro hacía más calor que en un horno al máximo de su potencia; la pintura de las paredes comenzaba a derretirse. Era un camarote bonito, grande, bien ventilado y mejor amueblado, en parte oficina y en parte sala de estar. A cada lado había ventanas que daban a la playa de Orchid City y al Pacífico. Una lámpara de escritorio arrojaba un poco de luz sobre la alfombra. El resto estaba en penumbras. Desde arriba llegaban los sonidos de la música y de los pasos de baile.

Saqué el revólver y entré en el cuarto. Detrás entró Paula y cerró la puerta; olía a humo y a incendio. Me acerqué al escritorio. La alfombra estaba ardiendo y el humo subía en espirales por las paredes.

—El fuego debe de estar justo debajo de nosotros —dije—. Quédate junto a la puerta. Es posible que el suelo deje de ser seguro. Apuesto a que este es el despacho de Sherrill.

Rebusqué en los cajones sin tener muy claro qué estaba buscando. Hallé un sobre cuadrado en uno de los cajones de arriba. Con solo verlo supe que era el historial de Anona Freedlander. Me lo guardé en el bolsillo trasero.

—Vale —dije—, salgamos de aquí.

—¡Vic! ¿Qué es lo que hay detrás del escritorio?

Había algo allí; algo blanco que bien podía ser un hombre. Apunté la lámpara hacia esa dirección.

Paula lanzó unos sollozos entrecortados.

Era Sherrill. Yacía de espaldas, con una sonrisa macabra en la boca. Su ropa ardía. Le habían disparado a bocajarro y tenía un lado de la cabeza aplastado.

Cuando me agaché para mirarlo, oí un sonido sibilante; dos lenguas de fuego brotaron del suelo y casi le quemaron la cara.