Éramos cuatro: Mike Finnegan, Kerman, yo y un tipejo bajo y serio que llevaba un sombrero de ala baja grasiento y negro, una camisa sucia y unos pantalones blancos sin la pertinente americana; su nombre era Joe Dexter. Estábamos en el cuarto trasero del Delmonico con una botella de whisky y cuatro vasos.
Joe Dexter tenía una empresa de transportes y llevaba carga a los barcos que estaban anclados en el puerto. Finnegan decía que eran amigos, pero por el modo en que se trataban, no lo parecían.
Le conté cuál era mi propuesta y se me quedó mirando como si estuviera loco.
—Lo siento, amigo —sentenció—, pero no puedo hacer lo que me pide. Arruinaría mi negocio.
Kerman estaba apoyado en su sillón. Le colgaba un cigarrillo y tenía los ojos cerrados. Abrió uno de ellos y dijo:
—¡A la mierda con el negocio! Tú necesitas un descanso. En la vida hay otras cosas además de los negocios.
Dexter se pasó la lengua por los labios, frunció el ceño y se repantingó en la silla. Se volvió hacia Mike y lo miró suplicante.
—No puedo hacer algo así —dijo—. El Dream Ship es uno de mis mejores clientes.
—Pues pronto dejará de serlo —aseguré—. Coge el dinero mientras puedas. Con este convenio te ganarás cien dólares.
—¡Cien dólares! —Dexter me miró con desprecio—. Sherrill me paga mucho más que eso todos los meses, dinero regular. No, no lo haré.
Le pedí a Mike, mediante señas, que se tranquilizase. Lo veía inclinarse, tenso, haciendo un sonido ronco con la garganta.
—Mira —insistí—, solo tienes que entregar un cajón de provisiones. Hazlo y te ganarás cien dólares. ¿Qué es lo que te asusta?
—Que usted irá en el cajón —señaló—. No quiero saber nada de esto. Nadie puede entrar en el barco sin permiso. Si lo pillan, que lo harán, sabrán que estoy involucrado y Sherrill, con toda seguridad, me cerrará la cuenta; eso si no manda a alguien para que me parta la cabeza. No lo haré.
Volví a llenar los vasos. Mi reloj marcaba las siete y media; no quedaba mucho tiempo.
—Escucha, Joe —dijo Mike—. Este chico es mi amigo, ¿comprendes? Necesita subirse a ese barco. Y si quiere hacerlo, lo hará. Sherrill no es el único que podría romperte la cabeza. ¿Harás lo que se te pide o voy a tener que ponerme duro?
Kerman puso su Colt del 45 sobre la mesa.
—Cuando termine Mike, sigo yo —dijo.
Dexter vio la 45 y esquivó la mirada brillante de Mike.
—No pueden amenazarme de este modo, señores —protestó.
—Podemos hacer un intento —replicó Kerman con calma—. Te doy diez segundos para que te decidas.
—No lo atosiguen, chicos —aconsejé.
Saqué de la cartera diez billetes de diez dólares. Los tiré sobre la mesa y los acerqué a Dexter.
—Vamos, coge el dinero y date prisa. Sherrill está acabado. Mañana su barco del vicio estará lleno de policías. Coge el dinero ahora que aún puedes.
Dexter dudó, pero finalmente cogió los billetes y los hizo crujir entre sus sucios dedos.
—No haría esto por nadie más. —Miró a Mike.
Nos terminamos las bebidas, nos levantamos y nos fuimos a la costa. Era una noche calurosa y tranquila, pero el cielo anunciaba lluvia; la silueta del Dream Ship se recortaba en el horizonte.
Caminamos hasta el almacén de Dexter. Estaba oscuro. Nos dio la bienvenida un olor mezcla de alquitrán, goma, aceite y ropa húmeda.
Era un almacén grande, con un impenetrable desorden de cajas, bobinas de cuerda y bultos envueltos en papel alquitranado listos para ser enviados a los barcos atracados en el puerto. En medio de la sala había una caja de unos dos metros cuadrados.
—Esta es —señaló, sombrío, Dexter.
La abrimos.
—Necesito un martillo y un cincel —exigí.
Mientras Dexter buscaba las herramientas, Kerman dijo:
—¿Estás seguro?
Me ratifiqué en mi postura.
—Con un poco de suerte llegaré al barco media hora antes de lo esperado. Es mucho tiempo. Cuando lleguéis vosotros a las nueve, buscaré el modo de haceros subir. Después decidiremos qué hacer.
Dexter me trajo las herramientas.
—Ten cuidado al clavar —le recordé a Kerman—: quiero poder salir fácilmente.
Mike invitó a Dexter a marcharse.
—Ya nos ocuparemos del resto nosotros, amigo. Tú quédate sentado y pórtate bien.
No quería que Dexter viese el subfusil Sten que Kerman llevaba en su maleta, y que procedió a dejar en el fondo de la caja.
—Aquí sobra bastante sitio —observó—. ¿No quieres que vaya contigo?
Me metí en la caja.
—Ve al punto de encuentro con Mike a las nueve. Si el bote de Sherrill lleva más de un tripulante y crees que no podrás con ellos, vete tú solo: te confundirán conmigo. Si oyes disparos, busca a Mifflin o a alguno de sus agentes, ¿de acuerdo?
Kerman asintió. Se le veía preocupado.
—Mike, tú irás con Dexter —continué—. Si mete la pata, tíralo por la borda.
Mike frunció el ceño con furia y dijo que eso era exactamente lo que haría.
Cuando Kerman puso la tapa, en la caja había espacio suficiente para jugar un partido de tenis. Por las juntas entraba aire; salir de allí no iba a costarme ni un minuto.
Kerman clavó la tapa y entre los tres llevaron la caja hasta una carretilla de transporte. El traslado no fue sencillo, y para cuando llegué al bote de Dexter mi cuerpo estaba lleno de golpes.
Arrancó el motor de la embarcación y esta nos llevó mar adentro entre explosiones. Por las grietas entraba un viento cortante; el movimiento del bote me resultaba incómodo.
Pasaron unos minutos. Entonces, Mike me informó de que estábamos rodeando el Dream Ship.
Oí una voz que gritaba y una conversación de nave a nave. Al parecer, a alguien le disgustaba la llegada de cargamento a esas horas. Dexter cumplió con su papel: dijo que el día siguiente tenía que visitar a su hermano enfermo, y que si no subía la caja ahora no lo haría hasta dentro de dos días. El hombre del barco insultó a Dexter y le ordenó quedarse allí hasta que pusiera la grúa.
Mike me mantenía al tanto de lo que pasaba a través de los agujeros de la caja.
Después de un rato, la caja se sacudió con violencia y se elevó en el aire. En previsión de un duro aterrizaje, me rodeé con los brazos; efectivamente, fue lo que se dice un aterrizaje forzoso. La caja cayó en alguna parte de las entrañas del barco con un estruendo que me hizo temblar de pies a cabeza.
El hombre que había insultado a Dexter continuó con su retahíla. Su voz sonaba cercana. Después, se oyó un portazo y me quedé solo.
Esperé y traté de escuchar. No oí nada. Decidí que era seguro salir, de modo que golpeé ligeramente una de las juntas con el cincel, hice palanca y tiré. Salir de allí me llevó menos de un minuto. Estaba en una estancia completamente a oscuras que me recordó al almacén de Dexter. Supuse que era la bodega del barco.
Cogí una linterna y recorrí el sitio. Estaba lleno de mercancías, licores, toneles de cerveza y silencio. Encontré una puerta, la abrí unos centímetros y espié. Daba a un pasillo estrecho y bien iluminado.
El Sten me resultaba incómodo, pero Kerman insistió en que lo llevara. Un Sten me nivelaba con media tripulación, dijo. Yo lo dudaba pero le hice caso, más para su tranquilidad que por mi propia seguridad.
Avancé por el pasillo, pegado a la pared, y llegué a una escalera de hierro que imaginé que conducía a la cubierta superior. A mitad de camino me detuve forzosamente: vi unos pies, y luego unos pantalones blancos, sobre la escalera. Un segundo después tenía frente a mí a un marinero boquiabierto.
Era grande, casi tan grande como yo; y de aspecto rudo. Le apunté con el Sten. Levantó las manos tan rápidamente que sus nudillos chocaron con el cielorraso.
—Si abres la boca te parto por la mitad —gruñí.
Se quedó quieto, mirando fijamente el Sten. La mandíbula le colgaba floja.
—Date la vuelta —le ordené.
Le di un golpe en la nuca con la culata, lo cogí de la camisa en plena caída y lo acomodé suavemente en el suelo.
Tenía que deshacerme del cuerpo antes de que apareciera alguien más. Había una puerta muy cerca de mí y decidí correr el riesgo de abrirla; era un camarote vacío, probablemente el del propio marinero.
Lo cogí por las axilas y lo arrastré adentro. Cerré la puerta y eché el pestillo.
Lo desnudé, me quité mi ropa y me puse la del marinero, todo muy rápidamente. La gorra marinera me iba un poco suelta, pero tenía como contrapartida la ventaja de cubrirme la cara.
Amordacé al marinero, lo enrollé dentro de una sábana y lo até bien fuerte con su cinturón y un trozo de cuerda que había en el camarote; después lo llevé hasta una litera. Me puse la 38 en el bolsillo delantero de mis pantalones y me dispuse a salir. Abrí la puerta un poco y espié: el pasillo estaba tan tranquilo y vacío como la mente de un muerto. Apagué las luces, salí de la cabina y cerré la puerta.
Mi reloj marcaba las ocho y veinticinco. Faltaban treinta y cinco minutos para que apareciera Kerman.