El teniente Bradley, de la oficina de personas desaparecidas, era un policía de mediana edad desilusionado y gordo que se pasaba las horas detrás de un escritorio desvencijado en una oficina pequeña de la cuarta planta del departamento de policía, tratando de responder preguntas que carecían de respuesta. Lo llamaban día y noche o lo visitaban a cualquier hora para denunciar parientes desaparecidos, con la esperanza de que pudiera encontrarlos. No era una tarea fácil. En la mayoría de los casos, la gente que desaparecía se había ido porque estaba harta de sus casas, sus mujeres, sus maridos, y se esmeraban para que no pudieran encontrarlos nunca más. Era un trabajo que yo no habría aceptado ni por un sueldo veinte veces mayor que el de Bradley.
Llamé a su puerta y una voz débil y cordial me invitó a pasar.
Allí estaba, sentado detrás de su escritorio, con la pipa en la boca; los ojos marrones, cansados y astutos. Era un hombre grande, de camino a la calvicie y con marcadas bolsas debajo de los ojos. Hacía bien su trabajo pero no recibía por ello ni crédito ni publicidad; tampoco quería tales reconocimientos.
Su plácida frente se arrugó al verme entrar.
—Váyase —dijo—. Estoy ocupado. No tengo tiempo para escuchar sus problemas. Tengo los míos propios.
Cerré la puerta y me apoyé sobre ella. No estaba de humor para tratar con un oficial afable. Además tenía prisa.
—Necesito su ayuda, Bradley. Y tiene que ser ya. ¿Me va a ayudar o debo recurrir a Brandon?
Sus pálidos ojos marrones mostraban sorpresa.
—No hace falta que me hable así, Malloy. ¿Qué ocurre?
—De todo, pero no tengo tiempo para entrar en detalles. —Me acerqué al escritorio, apoyé los puños en el secante y lo miré fijamente—. Quiero que me diga todo lo que sepa sobre Anona Freedlander. ¿Se acuerda de ella? Una enfermera del doctor Salzer, del sanatorio de Foothill Boulevard, que desapareció en 1947, el 15 de mayo.
—Me acuerdo —contestó. Sus pobladas cejas se levantaron un centímetro—. Es usted la segunda persona que me molesta con lo mismo en las últimas cuatro horas. Me divierte cuando vienen a verme a pares.
—¿Quién fue?
Bradley apretó un timbre de su escritorio.
—Eso a usted no le interesa. Siéntese.
Acerqué una silla al escritorio y al momento entró un agente de policía.
—Tráigame otra vez la carpeta de Freedlander. Rápido. Este señor tiene prisa —le dijo Bradley.
El empleado me dirigió una mirada despectiva y se alejó como si fuera un anciano subiendo una cuesta.
Bradley encendió su pipa y se miró los dedos manchados de tinta. Respiraba con dificultad.
—¿Todavía sigue con los asuntos de los Crosby?
—Todavía.
Sacudió la cabeza.
—Vosotros los jóvenes ambiciosos no aprendéis. Supe que MacGraw y Hartsell lo visitaron la otra noche.
—Sí. Me rescató Maureen. ¿Qué le parece?
Sonrió.
—Me habría gustado estar allí. ¿Fue ella quien le pegó a MacGraw?
—Sí.
—Vaya mujer.
—Supe que Salzer tuvo problemas —dije—. Me parece que vuestros fondos para deportes se verán perjudicados.
—A mi edad los deportes no me preocupan. No me verá llorar por eso.
Nos quedamos en silencio un rato. Luego pregunté:
—¿No recibió ninguna denuncia sobre una chica llamada Gurney? Era otra de las enfermeras de Salzer.
Se tocó su nariz gorda y meneó la cabeza.
—¿Otra de las enfermeras de Salzer, dice?
—Sí. Buena chica; bonito cuerpo. Claro que es posible que usted esté mayor para interesarse por los cuerpos bonitos.
Bradley dijo que sí, que estaba mayor para esas cosas. Pero me miró pensativo.
—De todos modos, no le serviría de nada: está muerta.
—¿Trata de decirme algo o intenta marcarse un farol? —me preguntó, con una nota ácida en la voz.
—Supe que la señora Salzer la secuestró de su piso. La chica rodó por las escaleras de emergencia y se rompió el cuello. La señora Salzer la escondió en algún lugar en medio del desierto. Calculo que cerca de la clínica.
—¿Cómo sabe todo eso?
—Me lo dijo una gitana que lo vio en su bola de cristal.
Se rascó la mejilla con el extremo de la pipa y me miró fijamente. Su expresión era inescrutable.
—Hay que contárselo a Brandon. Eso es un homicidio.
—Le he dado información, amigo, no pruebas. Brandon siempre quiere hechos. Puede que no esté preparado para dárselos. Si se lo he dicho a usted, ha sido con la esperanza de que sepa qué hacer con esa información.
Bradley suspiró. Advirtió que se le había apagado la pipa y cogió las cerillas.
—Vosotros los jóvenes sois unos tramposos. Bien, se lo diré a mi paloma mensajera. ¿Cuánto de lo que me ha contado es verdad?
—Todo. ¿Por qué cree que se suicidó la señora Salzer?
El empleado regresó y dejó una carpeta sobre el escritorio. Se fue caminando, a una velocidad deliberadamente lenta. Seguramente su cerebro y sus piernas funcionaban al mismo paso de tortuga.
Bradley desató las cintas y abrió la carpeta. Nos quedamos mirando la media docena de hojas en blanco.
—¡Joder! —exclamó Bradley con los ojos fuera de sus órbitas.
—Tranquilo —dije. Cogí la carpeta y hojeé las páginas en blanco. Eran solo eso: papeles en blanco.
Bradley presionó el timbre; el empleado debió de olerse que había problemas, porque llegó enseguida.
—¿Qué demonios es esto? ¿A qué estamos jugando?
El empleado vio las páginas en blanco y se quedó boquiabierto.
—No lo sé, señor —contestó—, cuando la saqué de su sitio, la carpeta estaba atada.
Bradley estuvo a punto de decir algo, pero cambió de idea y señaló la puerta.
—¡Fuera! —bramó.
El empleado se fue.
—Esto puede costarme mi trabajo. El hijo de puta aquel debe de haber cambiado los papeles.
—¿Está diciendo que alguien ha cambiado el contenido de la carpeta?
Bradley asintió.
—Tiene que haber sido él. Teníamos una foto, una descripción y un informe de las pesquisas.
—¿No tiene copia?
Negó con la cabeza y yo me quedé quieto un instante, pensativo.
—¿El tipo que le pidió la carpeta era alto, moreno y fuerte como una estrella de cine?
—Sí. ¿Lo conoce?
—Le he visto.
—¿Dónde?
—¿Quiere que le traiga los papeles?
—Claro que sí. ¿Qué insinúa?
Me puse en pie.
—Espéreme hasta las nueve de la mañana. Le traeré los papeles o al tipo que los ha robado. Tiene que ver con mi trabajo, Bradley. Prefiero que no metamos a Brandon en esto. No cuente nada hasta mañana por la mañana, ¿de acuerdo?
—¿De qué habla? —preguntó Bradley.
—Digo que si se queda sentado y no abre el pico, mañana por la mañana tendrá aquí los papeles o al ladrón.
Me dirigí a la puerta.
—¡Eh, vuelva aquí! —gritó Bradley, levantándose pesadamente.
Pero no le hice caso. Bajé corriendo las escaleras en dirección a la calle, donde Kerman esperaba dentro del Buick.