Regresamos a Orchid City a las cinco, después de un par de molestas horas en la oficina de Dunnigan. Hizo todo lo posible por tratar de entender un caso que no podía comprender.
Mi relato fue directo y más o menos verdadero: conté que la hija de Freedlander había desaparecido hacía dos años; lo pudo comprobar llamando a la oficina de personas desaparecidas de Orchid City. Le conté que la había encontrado vagando por las calles, sin memoria, y que tras llevarla a casa de mi secretaria había viajado a San Francisco para buscar a su padre.
Quiso saber cómo sabía yo que era hija de Freedlander y le conté que había leído el boletín de personas extraviadas y recordaba su descripción.
Me miró, decidiéndose entre creerme o no; yo aguanté su mirada.
«Pensaba que te dedicabas a cosas más importantes», fue su comentario final.
Le conté que al llegar a casa de Freedlander había oído un disparo, había encontrado a Freedlander muerto y al matón escondido. Le aseguré que disparamos en defensa propia, y le entregué los permisos de tenencia de armas; también le dije que era probable que el matón fuese un ladrón. No, no lo había visto antes, aunque ¿quién sabe? Todos los matones se parecen.
Dunnigan sospechaba que no le había dicho toda la verdad; se le veía claramente en su gran cara cuadrada.
Le dije que leía demasiadas historias de detectives y le pregunté si me podía ir. Me quedaba mucho trabajo por hacer.
Pero quiso retomar todo desde el principio e hizo preguntas, y perdió un montón de tiempo, y finalmente terminó en el mismo sitio en que había empezado. Parecía un toro desconcertado y enfadado.
Por suerte, el matón había cogido dinero y el reloj de oro que pertenecían a Freedlander. Era lo único de valor que había en el piso, suficiente para transformar el caso en un simple robo a mano armada. Finalmente, Dunnigan decidió soltarnos.
—Tal vez haya sido un robo —admitió—. Si no hubierais estado vosotros, estaría seguro; pero con vosotros allí, algo no cuadra.
Kerman le dijo que si dedicaba tanto tiempo a pequeños casos como aquel se jubilaría sin hacer nada importante en su vida.
—No importa —dijo—. No sé qué pasa con vosotros, muchachos, siempre que os veo por aquí hay problemas, y me toca a mí resolverlos. No quiero volver a veros; ya tengo bastante trabajo, para que encima deba preocuparme por vosotros.
Nos reímos cordialmente, le dimos la mano, prometimos ocuparnos de la investigación y nos marchamos.
No dijimos nada hasta que llegamos al Buick y cogimos Oakland Bay Bridge camino de casa. Entonces Kerman abrió la boca:
—Si este tipo descubre que su matón fue el mismo que mató a Stevens, creo que la vida se te hará un poco más difícil.
—Ya es difícil tal como está. Ahora no podemos librarnos de Anona.
Conduje más o menos durante tres kilómetros antes de volver a hablar.
—¿Sabes una cosa? Este es un caso gafado. Desde que empezó he tenido la impresión de que alguien trata de mantener encerrado un gato enorme dentro de un saco. Hay algo que se nos escapa. Estamos persiguiendo el saco en vez del gato, que es la clave. Todos los que lo han visto fueron silenciados: Eudora Drew, Stevens, la enfermera Gurney y Freedlander. Y creo que también Anona Freedlander conoce al gato. Tenemos que hacer que vuelva a recordar. Y pronto.
—Si sabe algo, ¿por qué la encerraron en vez de matarla? —preguntó Kerman.
—Eso es lo que me intriga. Hasta ahora todos murieron más o menos por accidente, excepto Freedlander, que fue asesinado. Eso significa que ha empezado a cundir el pánico y que Anona está en peligro.
Kerman se incorporó.
—¿Crees que tratarán de llegar hasta ella?
—No me cabe la menor duda. Tenemos que buscarle un escondite seguro. Tal vez consigamos que el doctor Mansell la acoja en su clínica de Los Ángeles y que Kruger me preste uno de sus matones para que custodie la puerta.
—Tal vez seas tú quien ha estado leyendo demasiadas historias de detectives —dijo Kerman, mirándome de reojo.
Mantuve la velocidad de mi Buick y me dediqué a reflexionar sobre el asesinato de Freedlander. Cuanto más pensaba, más nervioso me ponía.
Llegamos a San Lucas y aparqué frente a un colmado.
—¿Y ahora qué? —preguntó Kerman, sorprendido.
—Voy a llamar a Paula. Debería haberla llamado desde San Francisco. Tengo un mal presentimiento.
—Tranquilo. Te estás dejando llevar por la imaginación.
—Espero que tengas razón. —Lo decía muy en serio.
Fui a la cabina telefónica.
Kerman me cogió del brazo.
—¡Mira eso!
Señaló una pila de periódicos de la tarde en un puesto de revistas.
Los titulares de la primera plana decían:
SE SUICIDA ESPOSA DE RECONOCIDO MÉDICO ESPECIALISTA
—¿Lo ves? —dije.
Me solté y me encerré en la cabina telefónica. Pedí el número del piso de Paula y esperé. El teléfono llamaba, pero nadie contestó. Me quedé quieto, esperando, con la oreja apretada al receptor. El corazón me latía con fuerza.
Tenía que estar allí. Habíamos quedado en que Anona no debía quedarse sola.
Kerman se me acercó y vio a través del cristal mi rostro tenso. Sacudí la cabeza, corté la llamada y le pedí a la operadora que lo intentara una vez más.
Mientras hacía la conexión, abrí la puerta.
—No contestan —dije—. Están intentándolo de nuevo.
La cara de Kerman se ensombreció.
—Vamos. Todavía tenemos una hora de camino.
—Lo haremos en menos de una hora —aseguré.
Cuando estaba por colgar el receptor, la operadora me informó de que el teléfono estaba bien pero no cogían la llamada.
Colgué el receptor con rabia y salimos corriendo del colmado. Hice que el Buick saliera disparado por la calle principal y en cuanto dejé la ciudad subí aún más la velocidad.
Kerman trataba de leer el periódico, tarea difícil a la velocidad que llevábamos.
—La encontraron esta tarde —me gritó al oído—. Se envenenó cuando Salzer denunció la muerte de Quell. No dice nada de Anona ni de la enfermera Gurney.
—Es la primera a la que le entra miedo —dije—. Puede que la obligaran a beber el veneno. Al diablo con ella, de todos modos. Temo por Paula.
Kerman afirmó después que nunca había viajado tan rápido en un coche y que no quería volver a repetir la experiencia. En un momento dado, la aguja del velocímetro se clavó en ciento ochenta y allí se quedó, mientras el coche rugía por el amplio camino costero con el claxon aullando.
Nos siguió una patrulla de caminos, pero no pudo darnos alcance. Se nos pegó unos kilómetros, pero después desapareció del retrovisor. Sospeché que llamaría al siguiente pueblo con nuestra descripción, de modo que me salí de la ruta principal, desviándome por un camino de tierra que no tenía más de seis metros de ancho. Kerman cerró los ojos y rezó.
Llegamos a Orchid City quince minutos antes de lo calculado. Eso era saber conducir; más de noventa kilómetros en cuarenta y cinco minutos.
Paula vivía en Park Boulevard, cerca del hospital Park. Cruzamos el bulevar a toda pastilla y frenamos delante de la finca con un chirriar de neumáticos que pareció un cerdo en día de matanza.
El ascensor se arrastró hasta la tercera planta; le costó lo suyo, pero llegó. Salimos a la carrera en dirección al piso de Paula. Toqué el timbre con fuerza. Nada.
Mi cara estaba tan empapada como si acabase de salir de la ducha.
Di unos pasos atrás.
—Vamos, juntos —le dije a Kerman.
Arremetimos contra la puerta con los hombros. Era una buena puerta, pero nosotros éramos tipos fuertes; a la tercera embestida saltó el cerrojo y entramos al pequeño y pulcro recibidor.
Cruzamos el salón, armas en mano, y entramos a la habitación de Paula.
La cama estaba sin hacer. La manta y la sábana estaban tiradas en el suelo.
Registramos el baño y el cuarto de huéspedes. El piso estaba vacío. Paula y Anona habían desaparecido.
Corrí al teléfono y llamé a la oficina. Trixy me dijo que Paula no había llamado; por el contrario, sí lo había hecho, dos veces, un hombre que no había querido dejar su nombre. Le dije que si volvía a llamar le diera el número de Paula y corté la llamada.
Kerman me dio un cigarrillo. Le temblaban las manos. Lo encendí sin pensar en lo que hacía y me tumbé en la cama.
—Tenemos que ir al Dream Ship —apuntó Kerman, tenso y duro—, y tenemos que hacerlo ya.
Negué con la cabeza.
—Tranquilo.
—¡Al diablo con la tranquilidad! —estalló Kerman, caminando hacia la puerta—. Tienen a Paula. ¡Vamos!
—Tranquilo —repetí, sin moverme—. Siéntate y no seas tan predecible.
Kerman se acercó a mí.
—¿Te has vuelto loco?
—¿Crees que podrías acercarte al barco a plena luz del día? Usa la cabeza. Iremos cuando oscurezca.
Kerman hizo un gesto de fastidio.
—Yo iré ahora. Si esperamos puede que sea demasiado tarde.
—¡Cállate! —exclamé—. Echa un trago y quédate dónde estás.
Dudó y fue a la cocina. Volvió un rato después con una botella de whisky, dos vasos y una jarra de agua. Preparó los tragos, me pasó uno y se sentó.
—Si decidieron darles un golpe en la cabeza ya no podemos hacer nada —dije— y aunque no lo hayan hecho hasta ahora, lo harán en cuanto nos vean llegar; no podemos ir antes de que oscurezca.
Kerman no abrió la boca. Se quedó mirando un punto fijo en el suelo, sin moverse, esperando sin más. Nos quedaban cuatro largas horas, o más, antes de que pudiéramos actuar.
A las seis y media todavía estábamos sentados. La botella de whisky estaba por la mitad; los ceniceros, rebosantes de colillas. Nos subíamos por las paredes.
Entonces, sonó el teléfono. En el silencio del piso, el pitido adquirió un tinte estremecedor y siniestro.
—Déjame a mí. —Mis entumecidas piernas me llevaron hasta el aparato.
—¿Malloy? —preguntó una voz masculina.
—Sí.
—Soy Sherrill.
No dije nada. Miré a Kerman y esperé.
—Lo sé —contesté.
—Será mejor que venga a buscarla —continuó—. A eso de las nueve; no venga antes. En el muelle habrá un bote esperándole. Venga solo y no diga ni una palabra a nadie. Si viene con la policía o con alguien más, la tiraremos por la borda. ¿De acuerdo?
Acepté.
—Entonces nos veremos a las nueve —apostilló.
Se cortó la comunicación.