II

Cuando entré en mi oficina, Jack Kerman le estaba enseñando a Trixy, la chica de la centralita telefónica, cómo besaba Gregory Peck a las protagonistas de sus películas. Se separaron con la velocidad de un rayo; Trixy volvió a su sitio y comenzó a quitar y poner clavijas, haciendo ver que trabajaba de un modo que no convencía a nadie.

Kerman me dirigió una sonrisa tonta, sacudió la cabeza afligido y me siguió a mi despacho.

—¿Por qué haces esas cosas? —le pregunté, yendo a mi escritorio y abriendo un cajón—. ¿No es un poco joven?

Kerman hizo un gesto de desprecio.

—No actúa como tal.

Saqué la 38 especial de reglamento, la guardé en el bolsillo trasero del pantalón y cogí un par de cargadores.

—Tengo novedades —anunció Kerman—. ¿Quieres saberlas?

—Me las contarás en el coche. Nos vamos a San Francisco.

—¿Armados?

—Sí. De ahora en adelante no correremos riesgos. ¿Tienes tu pistola?

—Iré a buscarla.

Mientras lo hacía, llamé a Paula.

—¿Cómo está la chica? —le pregunté.

—Como antes, más o menos. El doctor Mansell acaba de irse.

—Voy camino de ver a su padre. Si se hace cargo de ella, quedaremos libres. ¿Estás bien?

Dijo que sí.

—Cuando regrese, me daré una vuelta por allí. —Colgué el teléfono.

Kerman y yo salimos del edificio y cruzamos la calle hasta el Buick.

—Esta noche iremos al Dream Ship —dije, mientras arrancaba el motor.

—¿Oficialmente?

—No; como lo hacen en las películas. Tal vez tengamos que nadar para llegar.

—Hay tiburones y otras cosas. Tal vez traten de dispararnos cuando subamos a bordo.

—Si nos ven, lo harán. Seguro.

Rebasé un camión y seguí por la avenida Central a una velocidad que dejó helados a dos conductores de taxi y a una chica que llevaba un Pontiac.

—Eso sería para grabarlo —dijo Kerman, hundiéndose, melancólico, en su butaca—. No puedo esperar a que lleguemos. Será mejor que vaya redactando mi testamento.

—¿Tienes algo para dejar? —pregunté.

Se encendieron las luces rojas y frené de golpe.

—Un par de postales pornográficas y una rata bien alimentada. Todo eso será tuyo.

—¿Cuáles son las novedades? —La luz cambió a verde—. ¿Descubriste algo sobre la señora Salzer?

Kerman encendió un cigarrillo y tiró la cerilla sobre el asiento trasero justo cuando el Pontiac trató de rebasarnos.

—¡Ya lo creo! Estuve trabajando toda la mañana. ¿Sabes quién es?

Doblé hacia Fairvew Boulevard.

—Dímelo tú.

—La segunda mujer de Macdonald Crosby. La madre de Maureen.

Me desvié hasta el centro de la calle y esquivé un camión que iba por su mano. El conductor me insultó. Volví a mi carril.

—Te dije que fueras con cuidado —recalcó Kerman, sonriendo—. ¿Qué te parece la noticia?

—Sigue, ¿qué más?

—Hace veintitrés años era otorrinolaringóloga en San Francisco. Trató a Janet por una dolencia menor; Crosby la conoció y se casaron. Ella siguió trabajando, pero sufría de agotamiento nervioso y tuvo que dejarlo. Crosby y ella se llevaban mal. Un día, él la encontró coqueteando con Salzer y se divorciaron. Cuando él se trasladó a Orchid City, ella se mudó también para estar cerca de Maureen. ¿Te gusta?

—Bueno, me ayuda a entender —dije. Estábamos en la autopista de Los Ángeles y San Francisco y mi pie apretaba el acelerador a fondo—. Eso explica muchas cosas, pero no todas. Sirve para entender su papel en este juego. Naturalmente, quería todo el dinero para su hija pero ¡Dios mío, a qué extremos ha llegado! Yo diría que está muy loca.

—Probablemente —asintió Kerman, complaciente—. En la Asociación Médica no quisieron hablar demasiado. Me contaron lo del agotamiento nervioso y poco más. Sufrió un desmayo en medio de una operación. Según una enfermera, habría degollado a un paciente de no haber mediado el anestesista; sí, tan mal está.

—¿Salzer tiene dinero?

—Ni un céntimo.

—Me pregunto cómo llegó a tener su clínica. Probablemente la haya pagado Crosby. No va a poder librarse de la muerte de la enfermera Gurney; cuando la policía encuentre el cadáver hablaré con Mifflin.

—Es posible que nunca lo encuentren —sugirió Kerman. No tenía en muy alta estima a la policía de Orchid City.

—Cuando encuentre a Maureen los ayudaré a buscar.

Conduje los siguientes diez minutos en silencio, pensando.

—¿No crees que ir a ver al viejo Freedlander es una pérdida de tiempo? —opinó Kerman—. Podríamos haberlo llamado.

—Las llamadas se interrumpen muy fácilmente. Tengo la sensación de que necesitamos charlar un poco cara a cara.

Poco después de las tres atravesamos Oakland Bay Bridge, cruzamos la Tercera en dirección a Montgomery y doblamos a la izquierda hasta la calle California.

La casa de Freedlander estaba a mitad de camino, a mano derecha. Era una vivienda difícil de describir: seis pisos de conejeras, radios a todo volumen y chillidos de niños.

Un regimiento de niños bajaron tempestuosamente las escaleras de piedra para recibirnos. Hicieron de todo con el coche, excepto pincharle los neumáticos y tirar cerillas encendidas dentro del tanque de gasolina.

Kerman buscó al más grande y fuerte y le dio medio dólar.

—Si consigues que tus amigos se mantengan lejos del coche te daré la otra mitad —dijo.

El chico salió corriendo y golpeó a otro de los niños en las orejas para mostrar su eficiencia. Cuando nos alejábamos, le estaba dando patadas a otro.

—Bonito barrio —dijo Kerman, alisándose el bigote con la uña del pulgar.

Subimos las escaleras y examinamos las dos largas hileras de buzones. La casa de Freedlander estaba en el número 25, en la quinta planta. Como no había ascensor, subimos a pie.

—Me daría una gran alegría si no estuviera —jadeó Kerman en el cuarto descansillo mientras se secaba el sudor.

—Bebes demasiado —dije, y me puse a subir la escalera hasta la siguiente planta.

Llegamos a un pasillo largo y sucio.

Una mujer desaliñada salió de la habitación contigua. Llevaba un sombrero de paja que había visto días mejores y sujetaba en sus manos una bolsa de la compra. Nos miró con inquisidor interés y se alejó por el pasillo rumbo a la escalera. Se dio la vuelta para mirarnos otra vez. Kerman se metió los pulgares en las orejas y agitó el resto de sus dedos en señal de burla.

Llegamos al apartamento 25. No había timbre ni llamador. Cuando estaba levantando la mano para golpear, sonó detrás de la puerta un estampido sordo, como el que hacen las bolsas de papel al estallarlas con las manos.

Antes de que el sonido se extinguiera yo ya había sacado el revólver y agarraba el picaporte. Lo hice girar y empujé. Para mi sorpresa, la puerta se abrió. El piso tenía un tamaño razonable y estaba bien amueblado.

Detrás de mí, la pesada respiración de Kerman. Registré el cuarto con una mirada rápida. No había nadie. Había dos puertas de salida y las dos estaban cerradas.

—¿Crees que fue un disparo? —murmuró Kerman.

Asentí. Caminé despacio por el cuarto, haciéndole señas a Kerman para que se quedara en su sitio. Crucé la estancia y escuché desde la puerta de la derecha, pero la ruidosa radio tapaba cualquier otro sonido.

Le hice señas a Kerman para que se escondiera, di vueltas al pomo y abrí la puerta con un suave empujón, al tiempo que daba un paso al costado y me apretaba contra la pared. Los dos esperamos y escuchamos, pero no pasó nada. Por la puerta llegó un ácido y penetrante olor a cordita. Me adelanté para investigar el interior del cuarto.

Un hombre yacía en el suelo. Tenía las piernas recogidas y las manos apretadas contra el pecho. La sangre empapaba sus manos, le corría por las muñecas y caía sobre el suelo. Tenía unos sesenta años; sospeché que se trataba de Freedlander. Cuando le miré, soltó un enorme suspiro y dejó caer las manos al suelo.

No me moví. Sabía que el asesino tenía que seguir allí; no podía haber escapado.

Kerman entró a hurtadillas en la sala y se aplastó contra el otro lado de la puerta. En su puño, la pesada 45 parecía un cañón.

—¡Sal con las manos en alto! —exclamé.

Mi voz parecía una sierra eléctrica cortando madera.

Sonó un disparo y una bala se abrió camino por la puerta, cerca de mi cabeza.

Kerman deslizó el brazo por la puerta y disparó un par de veces. Los disparos hicieron vibrar las ventanas.

—¡Sal ya! —ordené, tratando de parecer un recio policía—. ¡Estás rodeado!

Pero el asesino no jugaba. Se quedó en silencio y no se movió; me imaginé la llegada de la policía. No me gustaba la idea de enfrentarme con la policía de San Francisco: era demasiado eficiente.

Le hice a Kerman una señal para indicarle que se quedara donde estaba y me deslicé hacia la ventana. Mientras la levantaba, Kerman disparó otra vez dentro del cuarto. Cubriéndome con el disparo conseguí abrir la ventana. Me asomé. Unos palmos más allá estaba la ventana del cuarto interior. Podía subirme a la cornisa de la ventana y pasar al otro lado. Tenía treinta metros de caída. Mientras sacaba una pierna fuera miré hacia atrás. Kerman, con los ojos salidos de las órbitas, miraba frenéticamente a un lado y a otro. Me agarré de la otra ventana, hice palanca y me subí a la cornisa.

Alguien, desde abajo, disparó un revólver. La bala hizo que cachitos de cemento me salpicaran en la cara; me sorprendió tanto que casi me caí al suelo.

Miré hacia abajo. Las caras de una considerable multitud me miraban. Justo en medio de ellos, me apuntaba un policía de aspecto jactancioso.

Di un grito agónico, salté en diagonal hacia delante, golpeé la ventana y atravesé el vidrio. Aterricé a cuatro patas. Un revólver disparó prácticamente en mi cara. Me tendí sobre el suelo y me arrastré desesperado para llegar detrás de la cama sin que me acertaran un tiro.

Tuve la súbita visión de una cara oscura que me miraba desde la cama y apuntaba con un arma directamente a mi cabeza. En ese momento hubo una detonación y la mano que empuñaba el revólver se transformó en una masa esponjosa y roja.

Era mi amigo de los puños sucios. Dio un alarido y corrió hasta la ventana. Kerman saltó sobre él y le dio un golpe con el dorso de la mano, pero se escabulló por un costado y corrió al comedor. Se oyeron más disparos; una mujer chilló. Un cuerpo cayó al suelo con un golpe seco.

—¡Cuidado! —avisé—. Ahí fuera hay un policía de gatillo fácil; disparará en cuanto te vea.

Nos quedamos quietos, esperando. Pero el policía no quería correr riesgos.

—¡Todos fuera! —gritó, desde detrás de la puerta. Se lo podía oír respirar—. Si sacan un revólver los mandaré a criar malvas.

—Ya vamos —prometí—. No se ponga nervioso y, por favor, no dispare.

Salimos al pasillo con las manos en alto. El matón estaba tirado en el pasillo, con un agujero de bala justo en medio de la frente.

El policía era un tipo macizo, de pies grandes y sólidos. Nos apuntó y gruñó.

—Tranquilo, amigo —dije. No me gustaba su forma de mirarnos—. Ya tienes dos cadáveres aquí; no querrás tener dos más.

—No me importaría; dos o cuatro me dan igual. Os quiero contra la pared hasta que llegue el camión.

No pasó mucho tiempo hasta que oímos el ruido de la sirena. Dos tipos de chaqueta blanca subieron las escaleras, jadeando, junto con un agente de Homicidios. Me alegré al ver que el jefe de distrito Dunnigan estaba con ellos. Ya nos habíamos visto en otras ocasiones.

—Hola, ¿es este vuestro funeral?

—Ha estado a punto de serlo —respondí—. Adentro hay otro cadáver. ¿Puede decirle a su oficial que no somos peligrosos?

Dunnigan le dijo al policía que se hiciera a un lado.

—Enseguida saldré a hablar con vosotros.

Entró a ver a Freedlander.

—Somos compañeros —le dije al policía, que nos miraba con los ojos hechos fuego—. De ahora en adelante, vigila a quién le dispara.

El policía escupió.

—Lamento no haberos matado —gruñó, enfadado—. Cuatro cadáveres me habrían hecho sargento.

—Una cabecita encantadora, la tuya —dijo Kerman, dando un paso atrás.