I

Cuando sonó el timbre del conmutador, una rubia platino dejó a la vista su sinuosa silueta y se acercó a mí. Me informó de que el señor Willet me recibiría enseguida. Hablaba como si aquello fuera un iglesia; parecía un exmiembro de las chicas de Izzy Jacob, del Orchid Room Follies.

Las caderas bamboleantes me llevaron de la oficina al despacho privado. Golpeó la puerta con una uña pintada de esmeralda, la abrió y me cedió el paso de un modo que destacaba cada una de sus curvas.

—El señor Malloy está aquí —anunció.

Se quedó a mi lado y me hizo señal de que entrara.

Willet estaba parapetado detrás de un escritorio de tamaño XL, mirando con curiosidad un documento que tenía todo el aspecto de ser un último testamento. Sin tan siquiera levantar la vista me indicó que me sentara en un sillón.

La rubia platino se largó y yo la miré irse; me dio pena que la puerta se cerrara detrás de ella. Me senté y miré el interior de mi sombrero, intentando recordar cuándo lo había comprado. Seguramente había pasado mucho, mucho tiempo. Me prometí a mí mismo un sombrero nuevo si Willet me soltaba un poco más de pasta. Si no, pues ese ya me estaba bien.

Pensaba en cosas como esas para entretenerme; Willet parecía estar atrapado en una película legal: la historia de un abogado de primera en pleno proceso de ganar pasta. Casi se podía escuchar los dólares caer en la cámara de su banco.

—¿Quiere un cigarrillo? —dijo de repente. Parecía ausente. Empujó una cigarrera de plata hacia mí, sin quitarle los ojos de encima al montón de papeles que tenía en la mano.

Cogí un cigarrillo de boquilla dorada y lo encendí. Supuse que me haría sentir también a mí como un fabricante de dinero, pero no fue el caso. Era una de esas cosas que parecen mejores de lo que son.

De repente, cuando yo ya me preparaba para dormitar un poco, dejó todos los papeles y empujó su sillón hacia delante.

—Bien, señor Malloy, vayamos con lo nuestro; dentro de diez minutos tengo otra cita.

—Entonces habría sido mejor venir en otro momento —contesté—. No nos alcanzarán diez minutos. No sé cuánto le importa a usted la cuenta de los Crosby, señor Willet, pero supongo que es una cuenta con un monto importante. Lo cierto es que no me sorprendería que dejara de tenerla muy pronto.

Mi comentario lo descolocó. Me miró, extrañado, aplastó el cigarrillo y se inclinó sobre la mesa del escritorio.

—¿Qué insinúa exactamente?

—¿Quiere los detalles o los trazos gruesos? —pregunté.

—¿Cuánto tiempo necesitamos?

—Media hora, o un poco más; y las preguntas. Digamos una hora. Tranquilo, no va a aburrirse.

Se mordió el labio inferior, frunció el ceño, cogió el teléfono y canceló sus tres citas siguientes; no le gustaba tener que recurrir a eso, pero lo hizo de todos modos. Diez minutos con un tipo como Willet cuestan cien dólares. A los clientes, no a él.

—Pues empecemos ya —dijo, reclinándose—. ¿Por qué no vino antes?

—Eso es parte de lo que le voy a contar —le contesté.

Coloqué mi sombrero bajo mi silla. Tuve una corazonada: muy pronto iba a poder comprarme un sombrero nuevo.

—Pasé los últimos cinco días en una clínica para enfermos mentales.

No iba a conseguir conmocionarlo tan fácilmente.

—Pero antes de seguir, me gustaría preguntarle por la cuenta de la señorita Crosby. ¿Pudo examinarla?

Negó con la cabeza.

—El gerente se negó. Tenía derecho a hacerlo; si el asunto se hubiese divulgado habría perdido la cuenta, y es una cuenta muy grande. Afirmó que habían colocado el dinero del seguro en acciones y que lo habían retirado.

—¿Cuándo fue eso?

—En cuanto se aprobó el testamento.

—¿Y ya le ha pedido a la señorita Crosby que venga a verle?

—Sí, vendrá mañana por la tarde.

—¿Cuándo le escribió?

—Hace cinco días. El martes.

—¿Le contestó?

Dijo que sí.

—No creo que la cita siga en pie, aunque ya veremos. —Dejé caer la ceniza en el cenicero de plata—. Bien, eso es todo en cuanto a nuestro trabajo en común. Ahora, mejor sigo con mi historia.

Le conté la visita de MacGraw y Hartsell. Willet escuchó y se hundió en su butaca. Sus ojos no expresaban un gran interés. Cuando le describí la paliza, ni risas ni lágrimas. Después de todo, no era a él a quien le había sucedido, ¿por qué iba a parecerle interesante? Pero cuando le conté lo de la aparición de Maureen, bajó las cejas, frunció el ceño y empezó a dar golpecitos con las uñas sobre el escritorio, que era probablemente lo más parecido en él a una muestra de excitación.

—Me llevó a una casa en los acantilados de la autopista de San Diego. Según me dijo, era suya. Un sitio muy agradable, de los solo aptos para estrellas de cine. ¿Tenía constancia de su existencia?

Negó con la cabeza.

—Nos sentamos a conversar. Maureen quería saber por qué andaba husmeando en sus asuntos y le mostré la carta de su hermana. Algo la asustó. No fingía: estaba realmente asustada. Le pregunté si le estaban haciendo chantaje y lo negó. Según me dijo, Janet la odiaba. ¿Es verdad?

Willet, en ese momento, jugaba con un cortapapeles. Su cara no mostraba ni una emoción, pero en sus ojos se veía cierta inquietud.

—Que yo sepa, no se llevaban bien. No sé más. Ya sabe cómo son las hermanastras.

Durante unos minutos no pasó nada. Solo se oía el tictac del reloj que Willet tenía en su escritorio.

—Siga —dijo, bruscamente.

—Usted debe de saber que Janet estaba comprometida con un tipo llamado Douglas Sherrill; lo que probablemente no sepa es que Sherrill no es trigo limpio. Es posible que haya cumplido condena, seguramente por estafa. Según Maureen, ella le robó el novio a Janet.

Willet se quedó callado, esperando.

—Las dos chicas discutieron y terminaron peleando. Janet cogió un revólver. El viejo Crosby la vio, trató de arrebatárselo y terminó recibiendo un disparo mortal.

Por un momento creí que Willet saltaría de su silla, pero guardó la calma y me preguntó con una voz de ultratumba:

—¿Eso se lo contó Maureen?

—Sí. Quería soltarlo todo; pero espere, que lo que sigue también le gustará. Había que ocultar lo que había pasado. Yo no tenía razón cuando dije que Salzer firmó el certificado de defunción: lo firmó su esposa. Según me dijo, es médica y amiga de la familia. La llamó una de las chicas y ella hizo los arreglos. Lessways, que cuando hay dinero de por medio no es de los que se ponen duros, aceptó sin preguntar el cuento de que Crosby se había matado por accidente mientras limpiaba un arma. Confió en su palabra, lo mismo que Brandon.

Willet encendió un cigarrillo. Era como un hombre hambriento que descubre que el pastel que le han dado está hueco.

—Siga.

—Por alguna razón, en el momento del disparo estaba en la casa una enfermera llamada Anona Freedlander, que lo vio todo. La señora Salzer no quiso correr riesgos, de modo que la encerró y se aseguró de que no hablara. Desde entonces la chica ha estado en una habitación insonorizada.

—¿Se refiere a que la retuvieron allí contra su voluntad?

—No solo eso, sino que la han estado drogando durante dos años.

—¿Está sugiriendo que Maureen sabe todo esto?

—No lo sé.

Para entonces la respiración de Willet se había vuelto muy pesada. La posibilidad de que una clienta con tanto dinero como Maureen Crosby fuera una secuestradora parecía impresionarlo; por otra parte, la situación de Anona Freedlander no le había movido un pelo.

—Da la casualidad de que anoche sacamos a la chica de la clínica —agregué.

—¿Sí? —preguntó, desconcertado—. ¿Puede representar un problema?

Sonreí sarcásticamente.

—Me parece que es más que probable. ¿Usted no iniciaría acciones si lo encerraran durante dos años solo porque unos ricachones no quieren salir en las noticias?

Se cogió el mentón y meditó una respuesta.

—Tal vez podríamos compensarla —propuso finalmente, no del todo feliz—. Lo mejor sería que la viera.

—No va a verla nadie hasta que no esté lista; ahora no sabe ni quién es. —Apagué su cigarrillo y encendí uno de los míos—. Hay que denunciar el secuestro a la policía. Cuando lo hagamos, la historia aparecerá en todos los titulares. Su trabajo será entregar todos los millones al Centro de Investigaciones. Tal vez quieran que usted siga manejando la cuenta, pero es probable que no sea así.

—Razón de más para que la vea y hable con ella —dijo—. Estas cosas, en general, se pueden arreglar.

—Yo no lo tengo tan claro. Además, está mi pequeño incidente: también a mí me secuestraron. Me retuvieron contra mi voluntad durante cinco días y me drogaron. También eso debería denunciarse a la policía.

—¿Por qué se excluye de la investigación? —contestó—. Estaba a punto de ofrecerle un extra: pongamos que otros quinientos dólares —agregó, sonriendo por primera vez desde mi entrada al despacho.

Eso me aseguraba el sombrero nuevo.

—Es tentador. Podemos considerarlo un seguro contra todo riesgo —dije—. Pero tendría que ser aparte de los honorarios que ya me está pagando.

—De acuerdo.

—Vale, de momento podemos dejar a Anona Freedlander y seguir con la historia. Ahora viene lo mejor.

Empujó la silla y se levantó. Cruzó la sala hasta el pequeño bar que tenía en la pared de enfrente y volvió con una botella de Haigh & Haigh y dos vasitos.

—¿Bebe de esto? —preguntó, volviendo a sentarse.

Le dije que lo hacía cuando podía.

Sirvió dos whiskys, deslizó uno por el escritorio, se metió el otro entre pecho y espalda y volvió a llenar su vaso inmediatamente.

Colocó la botella entre los dos.

—Sírvase —ofreció.

Tomé un poco de whisky. Era muy bueno; el mejor que había tomado desde hacía meses. Era maravilloso ver hasta dónde podía llegar un abogado importante cuando veía que se avecinaban problemas y que estaba en juego su reputación.

—Según Maureen Crosby, la muerte de su padre enloqueció a Janet. Es posible que sea cierto. Pero su forma de demostrarlo era extraña, jugando al tenis y yendo de aquí para allá, que es lo que hizo. De todos modos, parece que Janet se suicidó seis o siete semanas después con arsénico.

Una gota de whisky tembló en el vaso de Willet.

—¡Dios mío! —exclamó.

—También lo ocultaron, pero en ese momento la señora Salzer estaba fuera, y Salzer y Maureen llamaron al doctor Bewley, un viejo ignorante e inofensivo. Le dijeron que Janet sufría de endocarditis maligna y el viejo extendió, servicial, un certificado de defunción; Janet tenía una asistenta: Eudora Drew, quien supongo que oyó a Salzer y a Maureen tramar el engaño. Los chantajeó. Le pagaron. Conseguí su dirección y la fui a ver. La muy astuta me engañó y le contó a Salzer que le había ofrecido quinientos dólares por sus palabras y que si le daban más dinero no hablaría; la señora Salzer tenía una respuesta: mandó a un matón que tenía en la clínica para que hablara con ella. Según la señora Salzer, la mató porque se pasó de la raya.

Willet aspiró el humo lentamente. Tomó un trago; lo necesitaba.

—John Stevens, el mayordomo de la familia, sospechaba algo. Cuando estaba a punto de conseguir hacerle hablar, unos matones que trabajan para Sherrill se lo llevaron a rastras; por lo visto, también se pasaron de la raya y Stevens murió. Van dos asesinatos. Ahora viene el tercero. ¿Le gusta?

—Siga.

—¿Se acuerda de la enfermera Gurney? La señora Salzer admitió que la secuestró. Según dice, la enfermera se cayó por las escaleras de emergencia y se rompió el cuello. La enterraron en alguna parte del desierto. Eso también es asesinato.

—Esto es fantástico —comentó Willet—. Increíble.

—Solo los motivos son increíbles. Hay dos personas, la señora Salzer y Sherrill, que cometen crímenes, secuestran a Anona y me secuestran a mí, para proteger a una chica. Eso sí que es increíble. Me parece que en este asunto hay mucho más de lo que sabemos. Esas personas ocultan algo mucho más importante y pienso averiguar qué es.

—No les preocupan los periódicos —dijo Willet—. Hay mucho dinero en juego.

—Sí, pero insisto en que hay algo que todavía no hemos descubierto, y voy a encontrarlo. Pero siga escuchando, que todavía no he terminado y el final es lo mejor. Cuando Maureen recibe su dinero, Sherrill cambia. Se vuelve un chantajista. Le dice que hará circular por la prensa todo tipo de rumores y que todos se enterarán del asesinato de su padre y del suicidio de Janet; a no ser que Maureen le compre el Dream Ship. Ella lo compra; por eso cambió el dinero del seguro por acciones que luego le daría a Sherrill. Imagine qué harán los medios si se enteran de que Maureen Crosby financia una casa de juego. ¿No es suficiente para que el dinero de los Crosby pase al Centro de Investigaciones?

Willet se las apañó para parecer de color verde sin haberse puesto verde.

—¿Maureen compró el Dream Ship?

—Eso me contó. También dijo que Sherrill le daba miedo. Este hizo su aparición en el momento más dramático de nuestra conversación, y amenazó con encerrarnos a Maureen y a mí en un sitio donde nadie nos encontraría. Estaba por discutir su propuesta cuando me dieron por detrás con una porra; lo siguiente que recuerdo es la clínica. No le haré perder el tiempo con lo que pasó allí. Mi ayudante engañó a Lessways, le hizo creer que era un escritor muy conocido y consiguió hacerse invitar a la clínica. Me descubrió, me sacó y pudimos llevarnos a lo que queda de la enfermera Freedlander. Quiero saber qué hizo Sherrill con Maureen. Si mañana no aparece, apostaría a que está escondida, supongo que en su barco; si aparece, será la prueba definitiva de que forma parte del negocio.

Willet sirvió otro whisky. Su pulso no era muy firme.

—Es poco probable —dijo.

—Quiero verlo. ¿Tiene usted potestad para bloquear el dinero en caso de que Sherrill la tenga secuestrada?

—No tengo ningún poder sobre ese dinero. Lo único que puedo hacer es decirles a los demás apoderados que se han roto los términos del testamento.

—¿Quiénes son?

—Glynn y Coppley, mis jefes. Están en Nueva York.

—¿Tiene que consultarles?

—No por ahora. —Se frotó la mandíbula—. Voy a serle franco, Malloy. No van a vacilar en llevar el contrato hasta las últimas consecuencias y no les va a importar que la chica sea culpable o inocente. El testamento, en mi opinión, es excesivamente severo. Crosby decidió que si Maureen se metía en líos, el dinero iría al Centro de Investigaciones. Estaba harto de sus aventuras y no se dio cuenta de que así la dejaba indefensa frente a chantajistas sin escrúpulos, tal y como probablemente haya sucedido.

—¿Es usted consciente de que estamos encubriendo tres crímenes? —pregunté, sirviéndome otro trago. Tenía seca la garganta de tanto hablar—. Brandon no se ha empleado a fondo hasta ahora por miedo a los Crosby, pero si se demuestra que Maureen estuvo implicada en los asesinatos tendrá que dejar el dinero a un lado y ponerse a trabajar; y usted y yo quedaremos expuestos.

—Hay que darle a la chica el beneficio de la duda —dijo Willet—. Si actuáramos demasiado deprisa y perdiera su fortuna injustamente por culpa nuestra, no me lo podría perdonar. ¿Qué me dice de la tal Freedlander? ¿Cuándo podrá hablar?

—No lo sé. Supongo que dentro de unos días. Ni siquiera recuerda quién es…

—¿Está en un hospital?

Negué.

—La está cuidando mi secretaria, la señorita Bensinger. Llamé a un médico para que la viese pero no hay mucho que se pueda hacer. Hay que dejar que pase el tiempo. Hoy iré a ver a su padre a San Francisco. Tal vez él la ayude a recordar.

—Correremos con todos los gastos —dijo Willet—, añádalo a nuestra cuenta. —Encendió otro cigarrillo—. ¿Cuál es el próximo movimiento?

—Esperar a que aparezca Maureen. Si no aparece, iré a buscarla al barco; estoy estudiando otras alternativas. Por ahora son varios los cabos sueltos que hay que atar.

Golpearon la puerta. La rubia platino se bamboleó hasta el escritorio de Willet.

—La señora Pollard está impaciente —informó—. Y acaba de llegarle un mensaje. Pensé que querría verlo de inmediato.

Le dio un pedacito de papel. Leyó lo que estaba escrito y levantó las cejas.

—Muy bien, dígale a la señora Pollard que la veré en cinco minutos. —Me miró—. La señora Crosby no vendrá mañana. Aparentemente va a hacer un viaje por México.

—¿Quién ha llamado? —pregunté.

—No dejó su nombre. Dijo que hablaba de parte de la señorita Crosby y que le pasara su mensaje de inmediato.

Willet levantó una ceja. Yo meneé la cabeza.

—Bien, señorita Palmetter, eso es todo.

Yo cogí mi sombrero y me puse en pie.

—Parece que tendré que hacer una visita al Dream Ship —dije.

Willet sacó el whisky y los dos vasos.

—Haría mejor en no mencionarlo. Tenga cuidado.

—Le sorprendería lo cuidadoso que puedo ser.

—Tal vez sí se haya ido a México.

Le sonreí, pero no me contestó.

—Nos vemos —dijo, y salió del despacho.

Afuera, sobre uno de los confortables sillones de la oficina, estaba sentada una señora gorda, muy arreglada, con perlas que parecían cebollas asadas, que me dedicó una mirada de piedra cuando pasé junto a ella. Miré a la rubia platino y probé mi sonrisa en ella.

Abrió los ojos, me miró sin expresión y luego desvió la mirada.

Salí, sonriendo como un bebé no deseado en el umbral de una puerta.