VI

Con un violento tirón aparté las pesadas sábanas y salí de la cama. Pensé que si le aplicaba la fuerza suficiente sería capaz de arrancarla, para poder arrastrarla por el suelo hasta Hopper; pero la cama se mantuvo firme en su sitio y solo conseguí quedarme sin aliento. El salvaje grito de Quell rebotó en el cielorraso y estalló en mi cabeza como metralla. Volvió a chillar, y el aullido se transformó en un escalofriante gorgoteo de sangre. Hopper le cortó la respiración.

No quise mirar. En lugar de eso me incorporé, me deslicé a un extremo, pasé el pie libre por la baranda y lo bajé al piso. Sentía tanto pánico que apenas podía respirar y temblaba como un viejo paralítico. Me estiré hasta que las puntas de mis dedos rozaron el cajón superior de la cajonera. A mis espaldas se oyó un gruñido salvaje; jamás había oído un ruido así y jamás querré volver a oírlo. Me estiré frenéticamente hacia el cajón. Mis uñas consiguieron rozar el tirador. Tiré de las esposas, desesperado, y la piel del tobillo me dolió como si estuviera abrasándose.

Mis uñas engancharon el tirador y el cajón se abrió un par de centímetros, lo suficiente para tirar de él y hacerlo caer ruidosamente al suelo. Había vendajes quirúrgicos y toallas. Colgado de la barandilla, busqué como un enajenado entre todas esas cosas, desesperado por hallar una llave.

Un quejido a mis espaldas hurgó en mis nervios aún más, pero no interrumpí mi búsqueda. Por fin, la llave apareció entre dos toallas y me balanceé hacia atrás, sollozando y tratando de coger aire. Busqué la cerradura de las esposas, hundí la llave y las abrí. Me sangraba el tobillo, pero eso era lo de menos.

Salí de la cama y crucé la habitación; entonces me frené, retrocedí dos pasos y tragué toda la saliva que había acumulado.

Hopper me miraba sonriendo maliciosamente desde detrás del cuerpo de Quell, mostrándome los dientes. Tenía la boca llena de sangre. Había sangre por todos lados: sobre las sábanas, sobre las paredes, sobre Quell y sobre él mismo.

Quell estaba tirado sobre la cama como un maniquí con las ropas teñidas de rojo. Sus ojos entrecerrados me miraban llenos de espanto. Hopper le había hundido los dientes en la yugular. Estaba más muerto que un pez fuera del mar.

—Dame la llave —susurró—. Morirán otros, esta noche.

Me aparté. Yo me creía un tipo duro, pero no frente a eso. Frente a eso era Malloy, el mierdecilla, sudando frío y sosteniendo una bola de plomo en el estómago. Había visto algunas escenas terribles en la vida, pero esta se llevaba el Óscar.

—Dame la llave o te mataré a ti también —amenazó Hopper, empujando el cuerpo de Quell al suelo. Reptó por su cama en mi dirección, con la cara tensa y la boca ensangrentada brillando bajo la luz tenue de las lámparas; una pesadilla de prestidigitador; una escena de las que nadie se cree.

Empecé a moverme en círculos y hacia atrás, camino de la puerta.

—No me dejes, Seabright —advirtió Hopper, echando chispas por los ojos—. ¡Dame la llave!

Llegué a la puerta y mi mano se cerró sobre el tirador. Hopper soltó un alarido de furia salvaje y avanzó hacia mí; la cama se sacudió, pero no se movió. Las garras de sus dedos trazaron garabatos sobre la alfombra, a dos metros de mí.

Yo temblaba. Abrí la puerta y estuve a punto de caer de bruces. Cuando cogí la puerta del lado opuesto para cerrarla, volvió a estallar aquel espantoso sonido animal.

Por un instante me quedé de pie en el pasillo. El corazón me daba saltos y las rodillas casi no podían sostenerme. Me tomó unos minutos recobrarme. Apoyé una mano en la pared, para no caerme, y me dirigí lentamente a la maciza puerta del final del pasillo. Cuando llegué, la recorrí con las manos, regodeándome en el tacto de la goma fría contra mi piel caliente. Giré el tirador, pero no pasó nada: la puerta tenía el cerrojo echado y estaba tan cerrada como la tumba de un faraón.

Tenía que salir de allí como fuera; la idea de volver a esa habitación mortuoria me daba escalofríos. Agarré el pasador de la puerta y me apoyé sobre ella con todo mi peso; hubiera sido igual de fácil empujar la Gran Muralla China.

Retomé mis pasos hacia la ventana enrejada. Solo habría podido moverla con una palanca de hierro, y ni siquiera así habría podido abrirla por completo.

Lo siguiente que hice fue buscar un arma. Necesitaba algo para usar como porra en caso de que apareciera alguien. Hasta un Malloy puede tener una idea de tanto en tanto.

Caminé por el pasillo. La primera puerta no tenía echada la llave. Miré dentro de la sala oscura con cautela. Traté de escuchar y solo oí mi respiración. Tanteé las paredes en busca del interruptor de la luz y cuando por fin di con él lo pulsé.

Probablemente era la habitación de Quell: estaba limpia y ordenada. No había ningún arma, ni nada que pudiera usarse como tal. Encontré un uniforme blanco colgado de una percha y tuve una idea. Me metí en el cuarto y me lo probé, pero me quedaba tan bien como la piel de un topo a un oso polar, así que cambié de idea.

En el siguiente cuarto tampoco había señales de vida. Sobre una cama de aspecto sucio había un enorme cartel impreso en colores que mostraba a una chica luciendo un collar de perlas y una cuerda con un lazo. La chica me sonreía de manera insinuante, pero no le hice caso. Eso demostraba que aquella era la habitación de Bland. Entré y cerré la puerta. Tras revisar la cajonera encontré, entre otras cosas, una porra revestida de piel con una correa para colgarla de la muñeca. Era pequeña y bien balanceada: justo lo que estaba buscando.

En el armario encontré un uniforme y me probé la chaqueta. Era grande, pero me quedaba razonablemente bien.

Me cambié y dejé el pijama en el suelo. Cuando me vi vestido y calzado otra vez, me sentí mucho mejor; un tipo descalzo y en pijama no está en las mejores condiciones para pelear. Me metí la porra en el bolsillo trasero. Habría preferido un revólver.

En el fondo del armario encontré una botella de whisky irlandés. Rompí el precinto, giré la tapa y eché un trago. El whisky bajó suavemente y explotó en mi estómago como una bomba Mills.

«Buena bebida», me dije. Para asegurarme, eché otro trago. Seguía siendo muy bueno. Me guardé la botella en el bolsillo trasero y volví a la puerta; ahora sí que estaba avanzando.

En cuanto abrí la puerta oí unos pasos. Esperé, inmóvil. Cruzó el pasillo —murmurando algo para sí— la enfermera de cara afilada. Pasó muy cerca de mí, tanto que me habría visto de haber mirado en mi dirección; por suerte no lo hizo. En lugar de ello, abrió la puerta del pasillo, se metió en un cuarto mal iluminado y cerró la puerta.

Los minutos pasaron lentamente. Rodó por el pasillo una pelusilla empujada por una corriente de aire; un chaparrón inesperado golpeó la ventana enrejada; el silbido del viento se colaba por las rendijas. Yo seguí esperando. Si podía evitar darle un porrazo a la enfermera, tanto mejor. Cuando hay que golpear a una mujer, me pongo sentimental. Ellas, en cambio, me golpean con frecuencia.

Volvió a aparecer la enfermera. Caminó a lo largo del pasillo, sacó una llave y abrió la puerta principal. A través de la puerta abierta se veía una escalera que llevaba a algún sitio iluminado. Salté hacia delante para ver mejor, pero la puerta se cerró.

Me consolé pensando que, de todos modos, no estaba listo para irme, no aún. La puerta podía esperar. Decidí que lo mejor era investigar en el cuarto que acababa de abandonar la enfermera; puede que Anona estuviera allí.

Saqué la porra, me negué a tomar otro trago y caminé por el pasillo. Me detuve delante de la puerta, pegué la oreja y traté de escuchar; solo se oían el viento y la lluvia contra la ventana enrejada. Miré hacia atrás por encima de mi hombro; nadie me espiaba desde las otras puertas. El pasillo estaba tan vacío y abandonado como una iglesia el lunes por la tarde. Cogí el picaporte y lo moví lentamente. La puerta se abrió y me encontré con un cuarto muy similar al mío.

Había dos camas. Una estaba vacía; en la otra había una mujer. Una lámpara proyectaba una tenebrosa luz azul sobre las sábanas blancas y la cara pálida de la mujer. Descansaba sobre el cojín una corona de pelo rubio. Sus ojos miraban el cielorraso con la mirada perpleja de un niño perdido.

Empujé la puerta un poco más y entré al cuarto lentamente, cerrando la puerta y apoyándome contra ella. Me pregunté si gritaría; el revestimiento de goma de la puerta me dio la tranquilidad de que no la oirían si llegaba a hacerlo, aunque de todos modos, no lo hizo. Sus ojos siguieron mirando fijamente al exterior, y su mejilla tembló de forma casi imperceptible. Esperé. No me corría prisa y no quería asustarla.

Los ojos, lentamente, pasaron del cielorraso a la pared y de la pared a mí. Nos miramos. Me di cuenta de que mi respiración se había normalizado y de que la porra era tan necesaria como una pistola en un coro de niños. Por eso la guardé en el bolsillo.

Me estudió. Su mejilla seguía temblando y sus ojos se agrandaron.

—Hola —dije, alegre y tranquilamente. Hasta pude sonreír.

El tacto de Malloy para tratar con enfermos convalecientes. Un talento del que sus nietos hablarían con admiración, si es que llegaba a tenerlos.

—¿Y usted quién es?

No gritó, ni trató de subirse por las paredes; pero el temblor seguía haciendo de las suyas.

—Soy algo así como un detective —respondí, tratando de ganarme su confianza—. He venido a llevarla a casa.

Ahora que estábamos más cerca, noté que las pupilas de sus ojos azules eran finas como alfileres.

—No tengo ropa —dijo—. Me la quitaron.

—Yo le buscaré ropa. ¿Cómo se siente?

—Muy bien. —La cabeza rubia giró a derecha e izquierda—. Pero no me acuerdo de nada; ni de quién soy. El hombre de pelo blanco me dijo que perdí la memoria. Es muy amable, ¿verdad?

—Eso me han dicho —contesté con cuidado—. Pero usted querrá irse a casa.

—No tengo casa. —Sacó un brazo desnudo de debajo de las sábanas y se pasó los delgados dedos por el cabello. Luego bajó la mano hasta la mejilla saltarina y apretó un dedo sobre ella, tratando de esconderla—. No sé dónde está, pero la enfermera me dijo que la están buscando. ¿La ha encontrado usted?

—Sí. Por eso precisamente he venido.

Se quedó pensando y frunció el ceño.

—¿Así que sabe quién soy? —dijo, finalmente.

—Se llama Anona Freedlander y vive en San Francisco.

—¿Sí? No me acuerdo de nada. ¿Está seguro?

Miré su brazo de reojo. Estaba marcado por innumerables cicatrices pequeñas. La habían mantenido drogada durante mucho tiempo; en ese mismo momento estaba bastante drogada.

—Sí, estoy seguro. ¿Puede levantarse de la cama?

—Creo que no tengo ganas. Quiero dormir.

—Muy bien, duerma, entonces. Todavía no estamos preparados para salir. Nos iremos dentro de un rato, cuando haya descansado.

—No tengo ropa, ¿ya se lo he dicho? Estoy desnuda. Tiré mi camisón en el baño y la enfermera se enfadó.

—No se preocupe por eso. Cuando sea el momento, le buscaré algo que ponerse.

Sus párpados cayeron de golpe, pesadamente, y se abrieron de nuevo, con mucho esfuerzo. El dedo soltó la mejilla, que había dejado de saltar.

—Me gusta usted —murmuró, durmiéndose—. ¿Puede repetirme su nombre?

—Malloy. Vic Malloy. Algo así como un detective.

Ella asintió.

—Malloy. Intentaré recordarlo, mi memoria no es muy buena. Me parece que me olvido de todo. —Se le volvieron a caer los párpados; me quedé mirándola—. Y que no consigo mantenerme despierta.

Después de una larga pausa, cuando creí que ya se había dormido, agregó:

—Lo mató ella. Yo estaba allí. Cogió el revólver y le disparó. Fue un horror.

Me froté la cara con el dedo índice. El cuarto quedó en silencio; ella se había dormido. Sea lo que fuere que le había metido la enfermera, se la llevó lejos, a la tierra del olvido. Era posible que no regresara con nosotros hasta la mañana. Eso significaba que para salir iba a tener que cargar con ella, si es que conseguía encontrar una salida. Ya habría tiempo de pensar en ello; en caso de que hubiera que cargarla, podía envolverla con una sábana, pero si quería caminar, tendría que encontrarle algo de ropa que ponerse.

Miré por la habitación. La cajonera estaba a los pies de la cama. La mayoría de los cajones estaban vacíos, o bien llenos de toallas y sábanas de repuesto. No había ropa.

Fui hasta el armario, lo abrí y miré dentro. Había una bata, unas zapatillas y dos grandes maletas apiladas con pulcritud en el estante superior. Bajé una de las maletas; las tapas tenían grabadas las iniciales AF. Aflojé las correas y la abrí. Dentro estaba la solución a mi problema: un uniforme de enfermera.

Metí los dedos en uno de los bolsillos, en el cual encontré un pequeño diario de 1948.

Lo hojeé rápidamente; había pocas entradas, y estaban bastante separadas cronológicamente las unas de las otras. Había varias referencias a un tal Jack que, sospeché, podía ser Jack Brett, el desertor de la Marina que había mencionado Mifflin.

24/1 Cine con Jack a las 7:45

28/1 Cena en L’Etoile. Cita con Jack a las 6:30

29/1 Fin de semana en casa

5/2 Jack ha regresado al barco

No había más entradas hasta el 10 de marzo:

10/3 Sin noticias de Jack

12/3 El doctor Salzer me ofreció un trabajo fuera. Acepté la oferta

16/3 Comencé a trabajar en Crestways

18/3 Hoy murió el señor Crosby

El resto del diario eran hojas en blanco, como su vida desde ese mismo día. Fue a Crestways supuestamente a cuidar a alguien y había presenciado la muerte de Crosby. Es decir, que llevaba dos años encerrada en esa habitación, ciega de drogas que le administraban para que su memoria dejara de funcionar. Era evidente que así había sido; pero ella todavía podía recordar. El espanto que había presenciado no se le había borrado de la mente. Tal vez estuviera cuando las mujeres forcejeaban por la pistola; seguramente había presenciado el disparo.

Me quedé mirando la cara pálida e inmóvil. Esa cara, tiempo ha, había mostrado decisión y carácter. No parecía ser del tipo de persona que se guarda cosas ni que se deja tentar por la pasta. Parecía más bien de esas que insisten en llamar a la policía cuando hay un problema. Seguramente por eso la habían encerrado.

Buscando concentración, me rasqué un lado de la cara y agité entre mis manos el pequeño diario. Tenía que salir de allí, y pronto.

De repente —como si mis pensamientos se hubieran materializado—, hubo un estallido aterrador que sacudió todo el edificio como si se hubiera derrumbado una parte del mismo.

Estuve a punto de caerme de espaldas. Con dos saltos llegué a la puerta y la abrí de un golpe; el pasillo estaba lleno de ladrillos y de polvo. Entre los escombros aparecieron dos hombres (Jack Kerman y Mike Finnegan), que corrieron hasta la habitación de Hopper armados con sendos revólveres. Chillé de felicidad al verlos. Se acercaron a mí, y me cubrieron con sus armas.

Kerman aflojó la cara y sonrió.

—Cortesía de Universal Services —dijo—. ¿Te apetece un trago, amigo?

—Lo que me apetece es un pequeño viaje hasta una rubia sin ropa —respondí.

Le di un abrazo. La palmada de Mike me hizo tambalear.

—¿Qué hicieron, una demolición?

—Le pusimos un par de cadenas a la ventana y la enganchamos a un camión de diez toneladas —me dijo Kerman. Tenía una sonrisa de oreja a oreja—. Ha sido un poco bestia, pero infalible. ¿Dónde está esa rubia?

La antigua ventana enrejada ahora era un agujero lleno de ladrillos despedazados. Fuimos a la habitación de Anona; Finnegan se quedó vigilando. Envolvimos a la chica inconsciente en diez segundos y la llevamos fuera de la habitación.

—Mike, protege la retaguardia —dije, mientras cruzábamos el agujero—. Si hace falta, dispara.

—Carga a la chica sobre mi espalda —ofreció Kerman—. Cerca de la pared hay una escalera.

Lo ayudé a subir por los ladrillos despedazados. Cerca de su cara colgaban un brazo y una pierna.

—Ahora entiendo por qué hay tipos que se hacen bomberos —bromeó mientras bajaba la escalera con sumo cuidado.

Abajo había un enorme camión; Paula estaba al pie de la escalera. Me saludó con la mano.

—¡Bien, Mike, nos vamos! —grité.

Cuando Mike llegó junto a mí apareció la enfermera de cara afilada. Nos miró incrédula y empezó a gritar tan pronto vio el agujero en la pared.

Bajamos la escalera corriendo y subimos al camión tan rápido como nos fue posible. Preparada al volante, Paula metió la primera marcha y salió pisando unos canteros de flores.

Kerman había dejado a la rubia en el suelo del camión.

—Vaya, si hubiera sabido de esta belleza habría venido antes —dijo, sin dejar de mirarla.