Salzer tenía razón cuando decía que las visitas excitaban a los pacientes. Fue evidente en el caso de Hopper, aunque no mostró señales de nerviosismo hasta que Bland trajo las bandejas con la comida.
Cuando se fueron Salzer y las visitas, Hopper se quedó inmóvil, con el ceño completamente fruncido, mirando hacia el cielorraso. Permaneció así hasta la hora de la comida, ignorando todas mis observaciones, razón por la cual lo dejé tranquilo; de todas maneras yo ya tenía suficientes cosas en qué pensar. Pero en cuanto Bland dejó la bandeja, desató su furia de golpe y mandó a volar por los aires su comida, que aterrizó en el suelo con terrible estruendo.
Se sentó. Tenía un aspecto que me puso la carne de gallina. Su cara mostraba una mueca que la hacía casi irreconocible: más afilada, más vieja y arrugada. Su mirada era tan feroz como la de un felino salvaje. Bland dio un salto de rana hacia atrás y se alejó de él.
—Cálmate, colega —dijo, más por costumbre que por querer realmente decirlo.
Hopper se agazapó y lo miró fijamente, como retándolo a que se pusiera a su alcance. Pero Bland no estaba para provocaciones.
—¡Maldita sea mi suerte! —gruñó, salvaje—. Justo me vienes con estas el día en que me toca librar.
Ordenó con esfuerzo los cacharros rotos y apiló los trozos en la bandeja. Cuando terminó decidió ignorar a Hopper, que seguía mirándolo con celo, echando chispas por los ojos.
—Aun así me largo, ¿sabes? —me dijo—. Tengo una cita y no pienso perdérmela. No te hará daño; no puede alcanzarte. Además, es probable que se le pase pronto. Si ves que trata de subirse por las paredes, toca el timbre. Quell estará de guardia, pero no lo llames si no es estrictamente necesario, ¿entiendes?
—Pues no lo sé —respondí, dubitativo. No me gustaba la pinta de Hopper—. ¿Cuánto tiempo me va a dejar solo?
—No volveré hasta mañana; pero tranquilo, Quell llegará de un momento a otro. Si no me largo ahora mismo Salzer me obligará a quedarme vigilando a este payaso. Soy el único que puede con él.
Me vino a la cabeza una idea. No me fascinaba quedarme con Hopper, pero con Bland lejos y las llaves de las esposas a dos metros, al menos tenía una oportunidad.
—Me gustaría largarme de aquí contigo. ¿Qué te parece? —dije, echándome hacia atrás con las manos detrás de la cabeza.
—Mi chica ya es bastante alocada sin necesidad de otro tipo revoloteando.
Traté de comer mientras Bland recogía la comida del suelo, pero la forma de mirar, la respiración pesada y la cara deformada de Hopper me revolvieron el estómago. Hice un par de intentos de tragar y alejé la bandeja; lo que quería era un cigarrillo. Era lo que más quería en el mundo.
Bland regresó un rato después. Se había quitado el uniforme blanco y estaba tan elegante que apenas lo reconocí. Su corbata pintada a mano estuvo a punto de dejarme ciego.
—¿Qué pasa? —preguntó, mirando la bandeja—. ¿Crees que está envenenada?
—No tengo hambre.
Miró a Hopper, quien se había agazapado en la cama una vez más y lo fusilaba con la mirada.
—Bien, no me quedaré sin mi diversión —dijo, sonriendo—. Cálmate, colega, no exageres.
—Necesito un cigarrillo —exigí—. Si no me consigues uno tocaré la alarma antes de que salgas.
—No puedo darte un cigarrillo. Los locos son peligrosos con cerillas en la mano.
—No quiero cerillas. Quiero fumar. Enciende uno y déjame dos más, encenderé uno con el otro. Si no fumo me pondré violento. No querrás cargar con los dos, ¿verdad?
Sin mucho agrado se deshizo de tres cigarrillos, encendió uno y corrió hacia la puerta.
—Avisa a Quell que se mantenga lejos —dijo desde la puerta—. Tal vez se tranquilice cuando me vaya. Haga lo que haga, no toques el timbre en los próximos cinco minutos; dame tiempo a salir.
Hopper trató de cogerlo, pero estaba demasiado lejos. La forma en que Bland se alejó sugería que le tenía miedo.
Fue la tarde más larga de mi vida; ni me atreví a buscar la llave. No sabía cuándo aparecería Quell y además estaba Hopper, que era todo un problema. ¿Cómo podría reaccionar ese loco? Por lo demás, yo tenía una única oportunidad de alcanzar la llave, y si la desperdiciaba no iba a tener otra. Decidí intentarlo por la noche, cuando Hopper durmiera y Quell descansara. Eso significaba que tenía que evitar las drogas, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo.
Hopper se tranquilizó tan pronto se fue Bland. Se quedó quieto de cara a la pared del fondo, ignorándome y murmurando cosas para sí mismo, pasándose la mano por el pelo rubio. Traté de entender lo que decía, pero sus palabras eran un embrollo de ruidos incoherentes.
Traté de no moverme demasiado, para no llamar su atención, y por eso me quedé fumando, quieto. Cuando conseguía olvidarme de su desequilibrada presencia me preguntaba por Kerman. Sentía curiosidad por saber cómo había convencido a Lessways de que era un escritor dedicado a las enfermedades mentales. Sospechaba que Paula había tenido algo que ver. Por lo menos, ahora conocían la situación y sabían que Anona Freedlander estaba en la misma planta que yo. Sabían que al final del pasillo había una puerta y que la ventana tenía una reja. Para rescatarme, tenían que franquear una u otra. El problema era cómo lo harían.
La puerta se abrió cerca de las cuatro y media. Entró un joven con un traje blanco similar al de Bland. Era delgado, alto, de aspecto débil. Su cara, larga y delgada, tenía el aspecto serio del caballo que corre una carrera. De hecho, parecía un caballo: el largo labio superior y el tamaño de sus dientes le conferían un aire equino. Si hubiera relinchado, no me habría sorprendido. Pero no lo hizo. Lo que hizo fue sonreír.
—Soy Quell —dijo, apoyando la bandeja que sostenía en la mesilla de noche—. Usted es Seabright, ¿verdad?
—No, soy Sherlock Holmes. Si quiere seguir mi consejo, no se acerque a Watson. No tiene un buen día.
Me miró con ojos tristes y preocupados. Adiviné que no llevaba mucho tiempo rodeado de majaras.
—Pero si es el señor Hopper —dijo, en tono ñoño, como si le hablara a un niño.
En ese momento, Hopper se incorporó, abriendo y cerrando los puños y gruñendo.
El chico podía ser un novato, pero era lo suficientemente astuto para ver que Hopper no estaba de buenas. Lo miró como si fuera un tigre que se mete, súbitamente, en el salón de una casa.
—No creo que el señor Hopper quiera té —dije—. Siga mi consejo y no se le acerque hasta que Bland regrese.
—No puedo hacer eso. El doctor Salzer no está y es probable que Bland no regrese hasta la medianoche; la verdad es que no debería haberse ido.
—Ya es tarde para preocuparse por eso. Vuela, hermano. Aléjate de la rabia. Y si puedes traerme un poco de whisky para la cena, te lo agradeceré.
—Me temo que los pacientes no pueden tomar alcohol —repuso seriamente, sin apartar la mirada de Hopper.
—Entonces tómate uno y hazme la respiración boca a boca.
Dijo que él no bebía alcohol y se fue, perplejo y asustado.
Hopper me miró fijamente. Aquellos ojos centelleantes me dieron un poco de miedo. Esperaba que su tobillo estuviera sujeto con la fuerza suficiente para contenerlo si se le pasaba por la cabeza la idea de soltarse.
—He tenido una idea, Hoppie —dije, hablando lento y claro—. Deberíamos cortarle la garganta al jodido Bland y bebernos la sangre. Ya deberíamos haberlo hecho.
—Sí —dijo Hopper. El brillo de sus ojos empezaba a desaparecer—. Lo haremos.
Me pregunté si sería prudente intentar coger la llave en ese momento pero decidí no hacerlo; no me fiaba del hermano Quell. Si me pescaba haciéndolo, su joven vida se iba a tornar más amarga de lo que lo era ya.
—Montaremos un plan —dije—. Bland es listo y no se dejará coger tan fácilmente.
—Yo montaré un plan también —agregó.
El resto de la tarde Hopper se dedicó a su plan y yo a pensar qué haría si conseguía librarme de las esposas. Parecía improbable escapar de allí, pero si al menos podía encontrar a Anona Freedlander, hablar con ella y decirle que pronto estaría fuera, me daría por momentáneamente contento. Luego, cuando llegara Kerman (sabía que eso sucedería, tarde o temprano) no perderíamos tiempo tratando de encontrarla.
Quell pasó y miró hacia el interior de nuestra habitación. En realidad, no hizo otra cosa que asomar la cabeza por la puerta. Hopper estaba demasiado ocupado con su plan para darse cuenta. Cada vez que aparecía yo hacía señales de silencio, señalando a Hopper y sacudiendo la cabeza. Quell movía la cabeza a modo de respuesta, con aspecto más equino que nunca, y se alejaba en silencio.
Cerca de las ocho, me trajo una bandeja con comida. Acto seguido fue hasta los pies de la cama de Hopper y sonrió.
—¿Querrá comer algo, señor Hopper?
La reacción de Hopper me asustó y a Quell casi le da un paro cardíaco: se lanzó hacia delante con dos brazos que parecían de elástico y rozó con sus dedos la chaqueta blanca de Quell; este dio un salto hacia atrás, se tambaleó y estuvo a punto de caer. Su cara se puso blanca como la harina.
—Creo que el señor Hopper no quiere comer —observé. El trozo de pollo que estaba masticando parecía serrín—. A mí tampoco me entusiasma esta porquería.
Pero a Quell no le importaba lo que yo pensase. Salió de la habitación rápido como el viento, acobardado, dando un portazo a sus espaldas.
Hopper se arrancó las sábanas y salió detrás de él. Aterrizó en el suelo con un golpe seco, sujeto por el tobillo, y se puso a gritar, tirando de la cadena y haciéndose más daño. Cuando descubrió que era imposible liberarse, se arrastró hasta la cama y comenzó a tirar de la cadena. Yo lo observaba, helado. Desde mi posición la cadena parecía tremendamente frágil. El solo hecho de pensar en que ese loco pudiera soltarse mientras yo estaba encadenado me retorció la espina dorsal. Estiré la mano hasta el timbre y lo apreté.
Ahora estaba agarrando la cadena con ambas manos y, con el pie apoyado en la barandilla de la cama, tiraba hacia atrás con todas sus fuerzas; la cara se le puso violeta del esfuerzo. La barandilla se dobló, pero se mantuvo en su sitio, lo mismo que la cadena. Cuando Hopper se dejó caer para atrás, jadeando, supe que ya había pasado el peligro; tenía la cara cubierta de sudor. Aunque no fui demasiado consciente de ello, esos minutos fueron, probablemente, unos de los más duros de mi vida.
El color violáceo de Hopper dejó paso al blanco pálido. Estaba tumbado tranquilo, con los ojos cerrados. Le observé y esperé. Pasado un rato, para mi sorpresa, se puso a roncar.
Entonces llegó Quell, con una camisa de fuerza; pálido pero decidido.
—Tranquilízate —aconsejé. Me sorprendió el temblor de mi voz—. Se ha quedado dormido. Será mejor que le eches un vistazo a las esposas. Pensé que iba a soltarse.
—No podría hacerlo —dijo Quell, dejando caer la camisa de fuerza—. Son cadenas de fabricación especial. —Se acercó a Hopper. Lo miró—. Será mejor que le dé una inyección.
—No seas tonto —le advertí—. Bland te dijo que no te acercaras.
—Pero tengo que darle la inyección —insistió—. Si tiene otro ataque puede acabar mal. No es que quiera, pero es mi deber.
—¡Al diablo con el deber! —exclamé con impaciencia—. Ese chico es una bomba. Déjalo.
Quell se acercó a la cama con mucha cautela y observó a Hopper. El ronquido continuó, cada vez más firme, y Quell colocó las sábanas nuevamente sobre la cama. Lo miré sin soltar la respiración, temeroso de que Hopper estuviera fingiendo; para acercarse tanto a aquel chiflado había que ser completamente estúpido o tener temple de acero.
Quell metió las sábanas bajo el colchón y se quedó de pie, no demasiado cerca. Por la frente le corrían gotas de sudor; comprendí que no era estúpido. Un chico así, a mis órdenes, se habría ganado una medalla.
—Parece que está bien —dijo, con alegría—. Voy a ponerle la inyección. Si duerme bien esta noche estará mejor por la mañana.
Eso me era de mucha ayuda, pero seguía preocupado. Ni una montaña de medallas, ni todo el dinero del mundo, me habrían hecho acercarme tanto a Hopper.
—Te la juegas —avisé, solemne—. Soy Sherlock Holmes, no lo olvides.
Salió, triste como antes. Los minutos pasaron lentamente. Hopper no volvió a moverse. Seguía roncando, flojo y exhausto.
Quell regresó al cabo de diez minutos, que parecieron horas. Traía una bandeja cubierta por una toalla.
—Mira —le ofrecí—, sácame las esposas. Si tienes problemas podré ayudarte. Eres un chico sensato. Si se despierta, podré golpearle la cabeza.
Me miró severamente, como un caballo olisqueando un fajo de avena de origen sospechoso.
—No puedo —contestó—. Va en contra del reglamento.
Bien. Eso era todo lo que podía hacer. El balón estaba en su campo y dependía de él.
—Como quieras. Rezaré por ti.
Llenó la jeringuilla y se acercó a Hopper. Se me erizó el vello de la nuca y el corazón empezó a golpearme las costillas con fuerza.
Quell estaba tembloroso, pero su cara de caballo seguía imperturbable. Levantó la manga del pijama con suavidad y acercó la jeringuilla al brazo; era como ver a un hombre jugando con la mecha de una bomba de acción retardada. No podía hacer otra cosa que mirarlo y sudar; y vaya si sudé, deseando que se diera prisa y que, por Dios, no se quedara allí haciendo el tonto.
A pesar de llevar gafas, era un poco corto de vista y no conseguía dar con la vena. Acercaba más y más la cabeza, escudriñando el vigoroso brazo. Parecía no entender lo peligroso que era Hopper; solo intentaba hacer un buen trabajo. Cuando estaba a treinta centímetros de Hopper, asintió con la cabeza, como si hubiera encontrado por fin lo que buscaba. Colocó la aguja de lado, suavemente.
Yo ya no era capaz de respirar y me aferraba a las sábanas con fuerza. Entonces, en el momento en que iba a clavar la aguja, retrocedió con impaciencia y fue hasta la bandeja que había dejado sobre la cajonera.
—¿Qué diablos te pasa ahora? —pregunté, sibilante.
—Se me ha olvidado el éter —dijo—. Soy estúpido. Siempre hay que limpiar la piel antes de pinchar.
Sudaba tanto como yo, pero había aprendido que antes de dar una inyección había que usar éter y ese era el modo en que iba a hacerlo. No iba a cambiar ese procedimiento aunque en ello le fuera la vida.
Mientras Quell le pasaba el éter, Hopper se movió un poco. Yo estaba en el borde de la cama, nervioso y expectante. La mano de Quell volvió a la espantosa caza de la vena, esta vez con menos seguridad. Bajó la cabeza a un palmo del brazo de aquel loco, con la mirada atenta a su piel.
De pronto, Hopper abrió los ojos. Quell estaba demasiado ocupado para advertirlo.
—¡Cuidado! —grité.
Antes de que Quell pudiera hacer nada, Hopper, veloz como una serpiente, lo cogió por la garganta.