Después del baño Hopper estaba de mejor humor. Mientras tomábamos el desayuno le pregunté si alguna vez había tratado de escapar.
—No tengo adonde ir —dijo, encogiéndose de hombros—. Además, tengo el tobillo esposado y sujeto a la cama. Si la cama no estuviera fija podría llegar a intentarlo.
—¿Qué tiene que ver la cama? —pregunté, estirando mi mano sobre una tostada.
—La llave de repuesto de las esposas está guardada en ese cajón de allí —indicó, señalando un mueble en la pared opuesta—, por si hubiera un incendio. Si pudiera mover la cama intentaría cogerla.
Casi golpeé el cielorraso.
—¿Cómo? ¿En ese cajón de allí?
—Sí. Se supone que es un secreto, pero yo vi a Bland sacarla en una ocasión en que no encontraba su copia.
Me puse a calcular la distancia entre el extremo de mi cama y el mueble. Yo estaba más cerca que Hopper; si hubiera estado sujeto por el tobillo habría podido alcanzarla. Necesitaba un estirón, pero era imposible esposado como estaba por la muñeca.
—¿Por qué estás sujeto por el tobillo en lugar de la muñeca?
—Primero me sujetaron por la muñeca —contestó Hopper con indiferencia, haciendo a un lado su bandeja—. Pero me molestaba para leer, así que le pedí a Bland que me lo cambiara. Lo hará por usted si se lo pide. ¿Le molestaría que dejáramos esta conversación? Quiero terminar el libro.
No, no me molestaba en absoluto. Estaba muy excitado. Si conseguía convencerá Bland de que me soltara la muñeca, podría llegar a la llave. La idea me mantuvo ocupado durante la siguiente hora.
Bland entró poco después de las once. Traía consigo un jarrón lleno de gladiolos. Lo apoyó sobre una cajonera y dio unos pasos atrás para mirarlo.
—Bonito, ¿verdad? Es para los concejales. Es curioso cómo les gustan las flores: cuando hay un ramo, ni siquiera miran a los pacientes. La última vez no hicieron otra cosa que pasearse y hablar sobre las flores.
Recogió las bandejas de nuestros desayunos, se las llevó y regresó casi de inmediato. Nos examinó minuciosamente, estiró las sábanas de Hopper, se acercó a mí y acomodó mi cojín.
—Bien, ahora quedaos como estáis. Por Dios, no quiero veros desordenados. ¿No tiene un libro? —me preguntó.
—No me han dado ninguno.
—Debería tener uno. Les gusta que los pacientes lean; es otra de las excentricidades de esos payasos.
Salió de la habitación pesadamente y volvió con un enorme volumen que apoyó sobre mis piernas.
—Concéntrate, colega. Cuando se vayan te buscaré algo más entretenido.
—¿Cómo haré para dar la vuelta a las páginas con una sola mano? —pregunté, mirando el libro: Ginecología avanzada.
—Qué suerte que me lo has recordado, colega. —Sacó la llave—. Las esposas las escondemos. Estos payasos tienen el corazón débil.
Lo observé cambiar las esposas a mi tobillo, sin poder creer del todo la suerte que tenía. Fue un momento determinante en mi vida.
—Vale, colega, pórtate bien —continuó, mientras alisaba las sábanas otra vez—. Si te preguntan si estás a gusto, diles que te cuidamos muy bien. No quiero interrupciones: no van a creer ni una de las palabras que les digas, y cuando se vayan, tendrás que vértelas conmigo.
Abrí el libro. La primera lámina me hizo abrir los ojos.
—No sé si tengo edad suficiente para ver esto —dije, mostrándole la lámina.
Me miró fijamente, contuvo la respiración, me sacó el libro y se fijó en el título.
—Es para llorar, ¿verdad? —Salió disparado de la habitación y volvió, sin aliento, con una copia de la traducción del Infierno de Dante; en ese momento deseé haberme quedado callado.
—Esto causará buena impresión —dijo satisfecho—. Aunque dudo que esos infelices sepan leer.
Poco después de las once llegó desde el pasillo el sonido de unas voces. Franquearon la puerta entreabierta.
Bland, que esperaba junto a la ventana, se alisó la camisa y el cabello.
Hopper frunció el ceño y cerró el libro.
—Ahí vienen.
Entraron a la habitación cuatro hombres. El primero, evidentemente, era el doctor Jonathan Salzer. Era más refinado que el resto; delgado y con un mechón de cabello blanco como una paloma, al estilo de Paderewski. Tenía la cara tostada y surcada por arrugas frías y serenas. Sus ojos estaban hundidos, pensativos. Era un hombre de unos cincuenta años pero lucía fuerte, derecho y erguido como un cadete en un desfile.
Vestía una americana negra y pantalones a rayas, impecable como un maniquí. Después del mechón de pelo, lo que más impactaba eran sus manos largas, estrechas, de finos dedos. Manos de cirujano, o de asesino. Buenas, en todo caso, para ambos quehaceres.
Detrás venía Lessways, el médico forense. Lo reconocí porque salía con cierta frecuencia en los periódicos. Era bajo, gordo, tenía una cabeza que parecía un balón, ojos pequeños y una boca maligna y exigente. Era lo que parecía: un marrullero que se pasaba la vida arrimándose a los inmorales.
Linkheimer, su compañero, era otro tramposo sobrealimentado de la misma raza que Lessways.
El cuarto hombre se había quedado fuera de la habitación, como si dudara entre entrar o no entrar. No me molesté en mirarle, pues mi atención estaba centrada en Salzer.
—Buenos días, caballeros —pregonó con su profunda voz—. Espero que estén bien. El doctor Lessways, el concejal Linkheimer y el señor Strang quieren hacerles algunas preguntas. —Miró rápidamente a Lessways—. ¿Podría hablar con el señor Hopper?
Lessways miraba a Hopper con la boca abierta como una lechuza, manteniéndose a distancia.
Me di la vuelta, mientras tanto, para mirar al hombre al que Salzer había llamado Strang.
Por un momento pensé que había enloquecido, pues el hombre que estaba en el umbral de la puerta con expresión de aburrimiento no era otro que Jack Kerman. Llevaba un traje blanco de verano y gafas con marco de carey. Por su bolsillo asomaba un pañuelo de seda, rojo y amarillo, digno de todo un dandy.
El salto que di estuvo a punto de clavarme en el techo. Salzer, afortunadamente, estaba ocupado con mi historia clínica. Kerman me miraba con frialdad. Levantó una ceja y se dirigió a Salzer:
—¿Quién es este hombre, doctor? Parece estar bastante bien —preguntó.
—Se llama Edmund Seabright —dijo Salzer. Su cara fría, con aquella sonrisa, me recordaba a Papá Noel a punto de entregar un regalo—. Llegó hace muy poco. —Le pasó la historia clínica a Kerman—. Tal vez le interese. Es muy elocuente.
Kerman se ajustó las gafas y miró la historia por encima. Yo sabía muy bien que con esas gafas no podía ver nada. Supuse que alguien se las había prestado.
—Ah, claro —dijo, frunciendo la boca—, muy interesante. ¿Cree que podría tener unas palabras con él?
—Pero claro que sí —aseguró Salzer, acercándose a mi cama.
Kerman se le acercó y entre ambos me miraron fijamente. Les devolví la mirada, concentrándome en Salzer, pues temía que si miraba a Kerman, me delatara.
—Este es el señor Strang —me dijo Salzer—. Se dedica a escribir libros sobre enfermedades mentales. —Le sonrió a Kerman—. El señor Seabright se cree un gran detective, ¿verdad, señor Seabright?
—Sí —respondí—. Soy detective. Descubrí que Anona Freedlander está en esta planta, que la enfermera Gurney está muerta y que su mujer ha escondido el cadáver de la chica entre algún matorral del desierto. ¿Qué le parece?
Salzer envolvió a Kerman con una sonrisa triste y buena.
—Es un tipo perfecto, como podrá ver —murmuró—. Esas dos mujeres que menciona, desaparecieron; una desapareció hace dos años y la otra, muy recientemente. Salió en los periódicos. Por algún motivo, está obsesionado con ellas.
—Comprendo —dijo Kerman, seriamente. Me estudió y me miró de reojo a través de sus gruesas gafas.
—Y hay más cosas que debería saber. —Me senté como pude y susurré—: Me han esposado el tobillo.
Lessways y Linkheimer, que ahora estaban junto a Salzer, me miraron fijamente.
Kerman levantó las cejas.
—¿Es eso cierto?
Salzer inclinó la cabeza. Su sonrisa parecía deseosa de contener a todos los hombres que sufrían en este mundo.
—A veces se vuelve un poco ingobernable —explicó, compungido—. ¿Comprenden?
—Clarísimamente —contestó Kerman. Parecía estar triste. De tan bien que hacía su papel daban ganas de patearlo.
Bland se alejó de la ventana y se acercó a mi cama.
—Cálmate, colega —dijo, tranquilamente.
—No me gusta este sitio —seguí, dirigiéndome a Lessways—. No me gusta que me droguen cada noche, ni esa puerta al final del pasillo cerrada con llave, ni las ventanas enrejadas. Esto no es un sanatorio sino una cárcel.
—Querido amigo —dijo Salzer, antes de que Lessways pudiera abrir la boca—. Cuando te recuperes, podrás irte a casa. No te retendremos a menos que sea necesario.
Vi por el rabillo del ojo como Bland apretaba su puño, en advertencia para que tuviera más cuidado con lo que decía. Podía haber dicho un montón de cosas, pero ahora que Kerman estaba allí no era necesario; no quería correr riesgos.
—Bien, continuemos —dijo Lessways—. Esto tiene muy buen aspecto. —Miró a Kerman—. ¿Ha visto lo que quería ver, señor Strang? No quiero meterle prisas.
—Ah, sí —dijo Kerman—. Si el doctor Salzer me lo permite, me gustaría visitar a este paciente nuevamente.
—Me temo que eso iría contra los reglamentos —objetó Salzer—. Demasiadas visitas pueden terminar excitando a nuestro amigo. Espero que lo entienda.
Kerman me miró pensativamente.
—Tiene razón. No se me había ocurrido —dijo, dirigiéndose a la puerta.
Se fueron en tropel. Salzer fue el último en dejarnos.
—¿Hay alguien más en esta planta? —oí que preguntaba Kerman.
—No en este momento —contestó Salzer—. Hemos tenido muchas altas recientemente. Si le interesa, puede consultar nuestros ficheros.
Se alejaron las voces.
Bland cerró la puerta y me sonrió.
—No ha funcionado, colega. Ya te lo dije: era una locura intentarlo.
No me resultó fácil fingir el desengaño, pero me las apañé.