Abrí los ojos. La pálida luz del sol proyectaba sobre la pared blanca la sombra de los barrotes de la ventana. Seis rayas muy definidas que parecían estar allí solo para recordarme que estaba preso.
Bland se movía en silencio por la habitación, con la mirada concentrada. En su mano ancha y gorda llevaba un plumero con el que limpiaba compulsivamente; no había nada que escapara a su atención.
Hopper leía su libro, sentado sobre la cama. Tenía el ceño fruncido e ignoraba a Bland. Lo ignoró incluso cuando aquel se puso a limpiar la mesilla de noche.
Bland se me acercó y limpió mi mesa. Cuando se cruzaron nuestras miradas, su enorme sonrisa se ensanchó aún más.
—Hola, colega. ¿Cómo estás?
—Muy bien —respondí, acomodándome en la cama. Me dolían el hombro y el brazo derecho, y todavía tenía las marcas de sus dedos gordos en las muñecas.
—Me alegro. En unos minutos traeré la caja para que te afeites; luego podrás darte una ducha.
«Para eso tendrás que sacarme las esposas», pensé. Bland pareció leerme la mente.
—Oye, colega, no me causes problemas —amenazó—. No creas que podrás escaparte de aquí. No puedes. Ahí fuera hay un par de tipos como yo. La puerta que da a la escalera tiene la llave echada y las ventanas tienen barrotes; pregúntale a Hoppie, él te lo contará.
Guardé silencio.
—Pregúntale a Hoppie qué hacemos con los chicos que la lían. —Miró a Hopper—. ¿Verdad que se lo contarás, Hoppie?
Hopper levantó la mirada y torció el gesto.
—Yo no hablo contigo, rata inmunda. No te quiero ni ver.
Bland rió.
—No importa, colega. No me enfado. Estoy acostumbrado.
Hopper lo insultó.
—Tranquilo, colega —dijo Bland, sonriendo todavía mientras caminaba hacia la puerta—. A afeitarse. Luego a las duchas y a desayunar. Veré si puedo conseguirte un huevo extra.
Hopper le dijo lo que podía hacer con el huevo y Bland se fue, riendo.
—No se te ocurra intentarlo, Seabright —me dijo Hopper—. No tiene sentido. Te pondrán un chaleco de fuerza y te meterán en agua fría durante días. Lo de la puerta no es mentira, no se puede salir sin una llave.
Decidí esperar.
Después de un rato, Bland apareció con dos maquinillas de afeitar eléctricas. Las enchufó y nos dio una a Hopper y otra a mí.
—Deprisa, chicos. Tengo muchas cosas que hacer.
—¿Cómo es que siempre estás refunfuñando? —preguntó Hopper con hastío—. No sabes cuánto deseo que te vayas. Estoy harto de ver tu horrible careto.
—Yo siento lo mismo, colega. Date prisa y hazlo bien. Al doctor no le gusta que sus pacientes estén poco presentables.
O sea, que iba a conocer a Salzer. No es que esperase conseguir nada de él, pero tal vez pudiera asustarlo. Sherrill me había metido allí, pero tal vez pudiera convencer a Salzer de que el secuestro era un juego plagado de peligros. Era improbable, pero valía la pena intentarlo.
Cuando terminé de afeitarme, Bland entró con una bata blanca.
—No quiero sorpresas, colega —avisó, susurrando.
Rodeó la cama para abrir las esposas con la llave.
—Ten cuidado —agregó.
Me quedé quieto, dejando que me quitara las esposas. Hopper observaba con evidente interés. Bland dio unos pasos atrás y se me quedó mirando también.
—Levántate, colega.
Agité las piernas debajo de las sábanas, las llevé al suelo y me puse en pie. En ese momento me di cuenta de que me sería imposible intentar una fuga. Mis piernas estaban débiles y temblorosas, y no habría podido correr ni aunque me hubiese perseguido un toro.
Di unos titubeantes pasos y me senté en el suelo. No era para tanto, pero se me ocurrió que no sería mala idea que Bland me creyera más flojo de lo que estaba en realidad.
Me apoyé sobre las manos y las rodillas, y me puse nuevamente en pie; Bland no se había movido. Sospechaba que yo intentaba tenderle una trampa.
—Ayúdeme, ¿quiere? —rogué—. O déjeme volver a la cama.
—Mira, colega, te lo advierto —amenazó—. Si la lías, será lo último que hagas en mucho tiempo.
—Deja ya la cháchara. ¿Qué te pasa? ¿Me tienes miedo?
Eso sí pareció entenderlo, porque me agarró del brazo.
—Ni a ti ni a nadie.
Me ayudó a ponerme la bata, abrió la puerta y me condujo a un pasillo ancho y largo. Avancé un par de pasos y me detuve, como si todavía no estuviera seguro de mis fuerzas. La pausa me permitió mirar a un lado y al otro; el pasillo, en uno de sus extremos, terminaba en una puerta maciza. El otro extremo estaba sellado por una ventana alta cubierta por una rejilla.
—Vale, colega. Ahora ya lo has visto con tus propios ojos. Te dije que era así. Vamos.
Sí, lo había visto con mis propios ojos.
Seguí reflexionando a medida que avanzaba por el pasillo. Tenía que hallar el modo de conseguir las llaves de la puerta y de las esposas. De lo contrario, iba a quedarme allí hasta que me pudriera.
De pronto hubo una conmoción; se oyó un grito espantoso acompañado por un golpe fuerte y sordo, como si hubiera caído al suelo algo o alguien de mucho peso.
Bland me sujetó del brazo.
De repente se abrió una puerta cercana y una chica salió corriendo al pasillo. Lo más evidente: estaba totalmente desnuda. Parecía como si acabase de salir del baño, pues el agua le brillaba sobre la piel blanca y tenía jabón en los delgados brazos. Era rubia y el cabello era como una corona rizada alrededor de la cabeza. Ni bella ni corriente. Era interesante, definitivamente interesante, aunque sospecho que no lo era tanto. Tenía un cuerpo hermoso; las piernas largas, los pechos firmes y la piel del color de la nata batida. Supuse que tenía unos veinticinco años.
Bland aspiró hondamente.
—Demonios —lamentó por lo bajo. Saltó hacia delante y cogió a la chica con sus dedos gordos. Le brillaban los ojos, por los nervios. La cogió del brazo con tanta fuerza que el alarido de la chica rebotó en el cielorraso y en las paredes, pero la mano resbaló en la extremidad enjabonada, y la chica salió corriendo por el pasillo. Corría con una gracia inesperada y tan ligera como el viento.
Bland dio un paso adelante, pero cambió de idea enseguida; no había forma de que escapara. Había llegado a la puerta maciza, la cual golpeaba con ambos puños.
Todo eso pasó en pocos segundos. Luego salió del baño una enfermera, una mujer alta, de complexión maciza y una cara afilada pálida de temor y rabia. Descubrió la espalda desnuda al fondo del pasillo. Luego vio a Bland.
—Saque de aquí a su paciente —ordenó—. ¡Y váyase usted también, bestia, simio!
—Tranquilícese —contestó Bland, con los ojos clavados en la chica—. Usted la ha dejado escapar, vieja imbécil.
—Salga de aquí con su paciente o lo denunciaré —contestó, furiosa, la enfermera.
—Y yo a usted —replicó Bland, despectivamente.
Me cogió del brazo con fuerza.
—Ven, colega, se ha acabado la diversión. No me digas que este sitio no es ideal para vivir: tienes una atención de primera y al mismísimo Folies Bergère gratis. ¿Qué más se puede pedir?
Me empujó dentro del baño que estaba frente al de la chica y esperó a que la enfermera se largara por el pasillo.
La chica la vio venir y se dio la vuelta para enfrentarla. Sus gritos me atravesaron la cabeza y me desquiciaron los nervios. Cuando la puerta se cerró y el sonido cesó, sentí un enorme alivio; no así Bland, que parecía nervioso. En sus ojos pequeños y duros había un destello de excitación y se pasaba la lengua por los labios.
—¡Vaya puta! —masculló entre dientes—. No hubiera querido perderme esto ni por una semana de paga. Bien, amigo, quítate la ropa y métete en la bañera. Menuda suerte la mía, tener que vigilarte mientras esa belleza hace exhibiciones ahí afuera.
—Déjate de infantilismos. —Me quité la bata y el pijama—. ¿Quién es ella?
—¿Esa putilla? No la conoces. Era enfermera, pero enloqueció cuando la dejó el novio. Eso es todo. Cuando entré a trabajar aquí ella ya estaba. Me tortura pensar en por qué la dejaría su novio; yo la habría tenido siempre entretenida.
Me quedé quieto y callado en la bañera. ¡Una enfermera! ¿Sería la chica sobre la que me había hablado Mifflin?
—Se llama Anona Freedlander, ¿verdad? —dije de golpe.
Bland me miró sorprendido.
—¿Cómo lo sabes?
—Soy detective —respondí, solemnemente.
Bland sonrió. Se sentó en una banca cerca de la bañera y encendió un cigarrillo.
—Venga, date prisa, colega. Deja ya ese rollo de los detectives que tengo mucho trabajo.
Tenía la cabeza ausente y dejó caer una cerilla en el agua.
—¿Qué tiene Hopper? —pregunté, cambiando de tema—. ¿Por qué está aquí?
—Hoppie es todo un caso —respondió, sacudiendo la cabeza—. Hay días en los que ni siquiera me atrevo a acercarme. No lo dirías al verlo, ¿a que no? Es muy tramposo. Si no fuera porque su padre tiene pasta, estaría en un asilo para criminales. Mató a una chica: le destrozó la garganta a mordiscos. No saldrá de aquí nunca. Hay que andarse con cuidado con él; un día puede estar bien y al día siguiente estar furioso como un tigre hambriento.
Me pregunté si Bland sería sobornable.
—¿Por qué no me das un cigarrillo? —pedí, recostándome en el agua—. Me vendría muy bien.
—Claro. Mientras te comportes, te trataré como a un hermano.
Sacó un paquete de Lucky Strike, me dio uno y lo encendió.
—Todos vosotros os hacéis los listos cuando llegáis. Sigue mi consejo y no hagas lo mismo. Sabemos cómo reaccionar ante cualquier imprevisto.
Aspiré el humo. No me sentó tan bien como había esperado.
—¿Cuánto tiempo estaré aquí?
Sacó del bolsillo un viejo sobre, echó dentro la ceniza y me lo pasó a mí, para que hiciera lo mismo.
—Por tus antecedentes, yo diría que te quedarás aquí para siempre.
Decidí intentarlo.
—¿Te gustaría ganarte cien dólares?
—¿Cómo? —Sus pequeños ojos estaban alertas.
—Es sencillo. Tienes que llamar por teléfono a un amigo mío.
—¿Y qué tendría que decirle?
Era todo demasiado precipitado. Estudié un momento la situación y supe que no iba a funcionar; estaba jugando conmigo. La sonrisa burlona le delataba.
—Olvídalo —dije. Sumergí el cigarrillo en la bañera y tiré la colilla empapada dentro del sobre—. No importa. Pásame la toalla.
Me alcanzó una de las toallas.
—No te enfades, colega. Podría jugar contigo. Tal vez esos cien dólares no me vengan mal. ¿Cuál es el número de teléfono?
—Te he dicho que lo olvides.
Se quedó sentado, mirándome, sonriendo. La colilla de su cigarrillo colgaba de su labio inferior.
—Tal vez si aumentaras la suma —sugirió—. Digamos unos quinientos…
—Quítate la idea de eso que llamas cabeza. Uno de estos días nos veremos las caras en otros términos. Estoy planeando el modo.
—Perfecto. Sigue con tus sueños imposibles, no me molestan. —Abrió la puerta y miró afuera—. Vamos; tengo que despertar a Hoppie.
Cuando salimos al pasillo ya reinaba el silencio; el baño me había sentado bien. Si hubiera encontrado el modo de cruzar la puerta, lo habría hecho, pero me había dado cuenta de que tenía que ser cauto. Caminé muy despacio, apoyado en el brazo de Bland. Si pensaba que estaba muy débil podría cogerlo por sorpresa cuando llegara el momento.
Me metí en la cama y permití, con total docilidad, que me colocara las esposas.
Hopper se negaba a darse un baño.
—Venga ya, colega, no te comportes así —le dijo Bland—. Tienes que estar presentable, la visita oficial es a las once. Vendrá a verte el médico forense Lessways. —Me miró y sonrió—. También a ti. Todos los meses vienen los concejales de la ciudad a ver a los locos. No prestan demasiada atención, pero vienen; y a veces hasta escuchan. No les digas lo del asesinato, colega. Ya han oído de todo, para ellos no eres sino otro loco lleno de papilla en la cabeza. No te servirá de nada.
Convencí a Hopper de que dejara la cama. Se fueron al baño y me dejaron solo. Me quedé quieto, fijándome en las rayas que marcaban los barrotes en la pared de enfrente. Usé la cabeza; así que vendría el médico forense Lessways. Vaya, eso era importante. Bland tenía razón: no tenía sentido contarle que el doctor Salzer había matado a Eudora Drew; parecía demasiado descabellado e increíble. Pero si tenía oportunidad, podía decirle algo que lo invitara a pensar. Por primera vez desde que había caído en esa trampa, guardaba ciertas esperanzas.
De repente levanté los ojos y vi que la puerta se abría lentamente. Se abrió por completo y así quedó. Me incliné para mirar hacia el pasillo, pero no había nadie a la vista. Creí que la había abierto el viento, pero luego recordé que Bland había echado el cerrojo.
Aguardé mirando hacia la puerta fijamente, y escuché. Nada sucedió; nada se escuchó. Pero como sabía que alguien tenía que haber abierto esa puerta, me sentí inquieto.
Tras un rato que pareció un siglo, oí un crujido de papeles que, en aquel profundo silencio, sonó como el estallido de un trueno. Una mujer apareció y se quedó de pie en la entrada con una bolsa de papel en la mano y una expresión vacía en sus claros ojos azules. Me miró con el mismo interés que hubiera dedicado a un mueble. Buscó a tientas dentro de su bolsa. Sí, era ella: la mujer de las ciruelas. Lo peor era que se estaba comiendo una.
Cruzamos la vista durante un largo rato. Sus mandíbulas se movían lentamente pero con ritmo mientras masticaba. Estaba feliz y contenta como una vaca rumiando.
—Hola —saludé. Mi voz se había puesto irritantemente ronca.
Sus dedos gordos fueron a buscar una ciruela, la encontraron y la levantaron a la altura de los ojos.
—Es el señor Malloy, ¿verdad? —dijo, con la amabilidad de la mujer de un pastor al conocer a un nuevo miembro de una congregación.
—Sí. La otra vez que nos vimos no pudimos hacernos amigos. ¿Quién es usted?
Masticó durante un momento, se quitó el hueso de la boca, lo puso en el hueco de su mano y lo metió en la bolsa de papel.
—Pues soy la señora Salzer.
Debí adivinarlo. No podía ser nadie más.
—No quiero entrometerme en su vida, señora Salzer, pero ¿a usted le gusta su marido?
A la mirada vaga la reemplazó otra de sorpresa, y a esta la sustituyó un ligero orgullo.
—El doctor Salzer es un hombre muy refinado. No hay otro en el mundo igual que él —dijo, apuntando hacia mi mentón un dedo regordete.
—Es una pena. Va a echarlo de menos. Aunque las celdas están iluminadas, todavía separan a las mujeres de sus maridos.
Volvió a mirarme vagamente.
—No sé qué quiere decir.
—Pues debería saberlo. Si a su marido no lo meten en la cámara de gas, le caerán veinte años. Es la sentencia que suele recibirse por secuestro y asesinato.
—¿Qué asesinato?
—Su marido ordenó matar a una mujer llamada Eudora Drew, me ha secuestrado a mí y a otra chica llamada Anona Freedlander. Y está también la enfermera Gurney.
La cara de la señora Salzer se iluminó con una sonrisilla tímida.
—Él no sabe nada de todo esto. Piensa que Freedlander es una amiga mía que ha perdido la memoria.
—Y me imagino que también debe de creer que soy amigo suyo.
—No exactamente. Amigo de mis amigos.
—¿Qué pasó con Eudora Drew?
La señora Salzer se encogió de hombros.
—Fue una desgracia; quería dinero. Le dije a Benny que la hiciera entrar en razón, pero se le fue la mano.
—¿Y la enfermera Gurney?
—Ay, tuvo un accidente —dijo.
Buscó nuevamente en la bolsa. Sacó una ciruela y me la ofreció.
—¿Quiere una? Son muy buenas cuando se guarda cama.
—No, deje las ciruelas. ¿Qué paso con ella?
Me volvió a mirar con esa expresión vaga.
—Estaba bajando las escaleras y tropezó, ay. La metí en el coche, pero me parece que se rompió la nuca. No sé por qué, pero al verme se asustó mucho.
—¿Qué fue de ella?
—La dejé entre unos arbustos en la arena. —Mordió la ciruela y señaló la ventana—. Allí, en el desierto. No se podía hacer otra cosa.
Me pasé los dedos por el pelo. Tal vez estuviera loca, o tal vez lo estuviese yo.
—¿Fue usted quien me trajo aquí?
—Claro que sí —admitió, apoyándose en el marco de la puerta—. ¿Sabe una cosa? El doctor Salzer no sabe nada de medicina ni de enfermedades mentales. Antes yo sabía mucho, pero no sé qué me pasó. El doctor Salzer compró este sitio para mí; él figura como rector, pero en realidad es solo una figura simbólica. Yo hago todo el trabajo.
—No, no es una figura simbólica. Él firmó el certificado de Macdonald Crosby y no tenía autorización para hacerlo.
—Se equivoca —dijo, tranquilamente—. Fui yo quien lo firmó. Da la casualidad de que tenemos las mismas iniciales.
—Pero estaba tratando a Janet por una endocarditis maligna. Me lo dijo el doctor Bewley.
—El doctor Bewley no tiene ni idea. Cuando murió la chica Crosby el doctor Salzer estaba en la casa por casualidad. Le dijo a Bewley que la estaba tratando yo, pero Bewley es un hombre viejo y sordo, y entendió mal.
—¿Para qué lo llamaron? —pregunté—. ¿Por qué no firmó usted el certificado, si la estaba tratando?
—En ese momento estaba fuera de la ciudad. Mi marido hizo lo correcto al llamar al doctor. Siempre hace lo correcto.
—Me alegra saberlo —comenté—. Entonces debería decirle que me dejara salir de aquí.
—Él está convencido de que usted es peligroso —alegó la señora Salzer, rebuscando otra vez en la bolsa—. Y lo es, señor Malloy, lo sabe muy bien. Lo lamento por usted, pero no debería haberse metido. —Levantó la cara y me regaló una sonrisa tonta—. Me temo que se quedará aquí y dentro de poco su mente empezará a deteriorarse. ¿Sabía que a la gente que se droga continuamente termina debilitándosele la mente?
—¿Es eso lo que va a pasarme?
Asintió.
—Lamento decirle que sí. Pero no quería que juzgara mal al doctor. ¡Un hombre tan refinado! Es por eso que le he explicado tantas cosas, más de las que debería haberle dicho, en realidad. Pero no importa, porque nunca saldrá de aquí.
Se fue tan silenciosamente como había llegado.
—¡Oiga! ¡No se vaya! —grité, incorporándome—. ¿Cuánto le paga Maureen Crosby por retenerme aquí?
Sus ojos se abrieron un poco.
—Esto no tiene nada que ver con ella. Creí que ya se había dado cuenta.
Se fue, como un fantasma agotado después de una aparición demasiado prolongada.