V

Era un Rolls negro de líneas aerodinámicas con un motor tremendamente potente. No se sentía la velocidad; no oscilaba, no se columpiaba, y el motor no emitía sonido alguno. Lo único que confirmaba que el cuentakilómetros no estaba trucado era el ruido del viento sobre el techo aerodinámico.

Iba sentado junto a Maureen Crosby en una butaca que parecía un sillón bajo, suspendido en el aire, atento al destellante lago de luz que teníamos delante y que desaparecía a nuestro paso como un fantasma temeroso.

Maureen conducía a todo gas a lo largo de Orchid Boulevard, abriéndose paso entre los coches con estallidos arrogantes de su claxon. Esquivando a los coches que venían de frente, se escabulló por espacios cada vez más estrechos, hasta el punto de raspar la pintura de su guardabarros delantero. Avanzó por la avenida Monte Verde, ancha y oscura, y siguió por la autopista de San Diego. Monopolizó el sexto carril de la autopista y procuró dar alcance a todo lo que se movía por la ruta, con un ímpetu silencioso que a buen seguro estaba provocando espanto en el resto de los conductores.

Yo ignoraba adónde íbamos.

—¡No hable! Necesito pensar —interrumpió cuando me puse a hablar.

De modo que me entregué a admirar en silencio, hundido en la comodidad de mi butaca, el modo en que conducía ese coche en la oscuridad; y a rezar por que no chocáramos contra nada.

La autopista de San Diego recorre un desierto de dunas y arbustos, sale de pronto junto al océano y reaparece luego en dirección al desierto. En lugar de mantenerse sobre la autopista una vez que llegamos al mar, bajó la velocidad a unos perezosos sesenta por hora y se salió del asfalto en dirección a un camino que corría paralelo a la costa, en pronunciada cuesta. Seguimos por él hasta que llegamos a una cima escarpada.

Redujo la marcha, apenas circulábamos a treinta; después de la velocidad a la que habíamos viajado, esos treinta se parecían mucho a la inmovilidad total. Los faros delanteros, muy potentes, iluminaron un cartel en otro camino estrecho rodeado de arbustos: PRIVADO, PROHIBIDO PASAR. Giró el volante y tomó el nuevo camino con la suavidad con la que una mano entra en un guante. Cruzamos colinas y avanzamos por retorcidos senderos que no parecían llevar a ninguna parte. Después de unos minutos, el coche disminuyó la velocidad y se paró frente a una puerta de unos cinco metros protegida con alambre de espino. Tres veces sonó el claxon. Sus agudas y breves llamadas hicieron eco en el silencio del lugar; el retumbar aún se mantenía cuando se abrió el portón.

—Muy ingenioso —observé.

No dijo nada, ni me miró. Siguió avanzando. Miré hacia atrás y vi que el portón se cerraba. Me pregunté si me estarían secuestrando como a la enfermera Gurney. Tal vez me estaba haciendo efecto el whisky que me había tomado; lo cierto era que me daba igual. Habría estado bien poder echar una cabezadita, no en vano según el reloj del tablero eran las doce menos dos minutos: mi hora de dormir.

Luego el camino se hizo lo suficientemente ancho para que pasara un coche y cruzamos otro portón, abierto esta vez. Volví a mirar hacia atrás. Una mano invisible lo cerró.

Entre una gran cantidad de luces se hizo visible una casa de madera rodeada por arbustos y árboles en flor. Las ventanas de los bajos estaban iluminadas. Una farola brillaba sobre la escalera de la puerta principal. Maureen aparcó el coche, abrió la puerta y se apeó. Yo tardé en bajarme. Delante de mí, bajo la luna, había un terraplén con un jardín. Al fondo, a una distancia considerable, divisé una piscina. En la distancia, el mar hacía de perpetuo fondo sonoro, y en el aire tibio de la noche flotaba el aroma de las flores.

—¿Esto le pertenece? —pregunté.

Estaba de pie junto a mí. Su cabello liso caía sobre mi hombro.

—Sí —contestó después de una pausa—. Disculpe lo del arma, pero quería traerle cuanto antes.

—Habría venido con pistola o sin ella.

—Pero antes habría contestado el teléfono.

—Mire: me han dado una patada en la garganta, me duele la cabeza y estoy cansado. Voy a pedirle que no juegue a los misterios. ¿Podría decirme qué estoy haciendo aquí y qué quiere de mí? ¿Por qué era importante que no contestara el teléfono?

—Por supuesto. ¿Quiere pasar? Le prepararé un trago.

Subimos por las escaleras. La puerta de entrada estaba abierta. Entramos en una recepción, cruzamos un pasillo y llegamos a un gran salón con el ancho de una casa; no habían escatimado en gastos. Era la casa que uno espera que tengan los millonarios. De color beige y rojo brillante, llamativa pero no vulgar. No era exactamente el tipo de salón que me gustaba, pero es que yo tenía gustos más sencillos.

—Sentémonos en el porche —propuso—. ¿Quiere pasar usted primero? Traeré las bebidas.

—¿Vive sola?

—Con una criada. No nos molestará.

Salí. Encontré una enorme tumbona de tres metros, orientada en dirección a unas fabulosas vistas. Me tumbé sobre un cómodo cojín de piel y miré al mar. Durante todo el camino me había preguntado qué quería de mí esa mujer. Seguía preguntándomelo.

Apareció al poco. Empujaba un carrito con botellas, vasos y un cubo con hielo. Se sentó en un extremo de la tumbona; nos separaban dos metros y medio de espacio y piel.

—¿Quiere un whisky?

—Gracias.

La observé servir el whisky. Las oscuras luces azules del techo eran suficientes para verla en acción, pero no para leer en sus ojos. Decidí que era la mujer más guapa que había visto en mi vida; valía la pena incluso mirar la forma en que se movía.

Guardamos silencio mientras servía las bebidas. Me ofreció tabaco y lo acepté. Encendí su cigarrillo y el mío.

Estábamos listos para empezar, pero ella no parecía dispuesta a decir nada y yo no quería decir nada que pudiera desviarla del tema. Nos quedamos mirando el jardín, el mar y la luna mientras el tiempo seguía avanzando en las agujas de mi reloj.

—Lamento mucho haber actuado como lo hice —dijo de repente—. Es decir, ofrecerle dinero para que me dejase tranquila. Sé que eso no estuvo acertado, pero quería tener claro qué clase de persona era usted. Lo cierto es que necesito que me ayude: me he metido en líos y no sé cómo librarme de ellos. Fui terriblemente estúpida y estoy asustada. De hecho, estoy muerta de miedo.

No parecía una mujer asustada.

—Me gustaría saber si él conoce este sitio… —se dijo—. Si lo conoce no tardará en venir.

—¿Qué le parece si me lo cuenta todo lentamente y en orden? —sugerí con suavidad—. Tenemos tiempo. Empiece por decirme por qué era tan importante que no cogiera aquella llamada.

—Porque él se habría enterado de dónde estaba usted. Lo está buscando —contestó, como si le hablara a un chico un poco lerdo.

—¿A quién se refiere? ¿A Sherrill?

—Claro que sí.

—¿Por qué me busca?

—Porque no le gusta que metan las narices en sus asuntos. Está decidido a quitarle de en medio; le oí decirle a Francini que lo hiciera.

—¿Francini? ¿Un italiano pequeño con marcas de viruela?

—Sí.

—¿Y trabaja para Sherrill?

—Sí.

—¿Así que fue Sherrill quien ordenó que secuestraran a Stevens?

—Sí. Eso lo hizo por mí. Pero cuando supe que habían matado al pobre viejo corrí a verlo a usted.

—¿Sherrill tiene conocimiento de este refugio suyo?

Negó con la cabeza.

—Creo que no. Yo no se lo he dicho, y nunca ha estado aquí. Pero podría averiguarlo. Se le escapan muy pocas cosas.

—Vale, ahora que eso está aclarado, ¿qué le parece si empezamos por el principio?

—Primero déjeme preguntarle algo: ¿por qué fue a Crestways preguntando por mí? ¿Por qué fue a ver al doctor Bewley? ¿Lo han contratado para seguirme?

—Sí.

—¿Quién?

—Su hermana Janet.

Se echó hacia atrás como si hubiera pisado una serpiente, y la hamaca se columpió violentamente.

—¿Janet? —El nombre brotó como un suspiro de terror—. Janet está muerta. ¿Qué quiere decir? ¿Cómo puede decir algo así?

Saqué la cartera, busqué la carta de Janet y se la mostré.

—Lea esto.

—¿Qué es? —preguntó. Parecía temerosa de mirarlo.

—Lea y mire la fecha. Yo lo leí por primera vez hace un par de días.

Al ver la caligrafía de la carta, su cara se tensó y sus pupilas se contrajeron. Tras leerla, se quedó quieta varios segundos mirándola fijamente. Yo no le metí prisa; se le notaba en la cara un auténtico e indisimulable miedo.

—¿Y esto fue lo que le empujó a investigar? —preguntó, por fin.

—Su hermana me envió quinientos dólares. Me sentí obligado moralmente. Fui a Crestways a verla y a hablar sobre este asunto. Si usted hubiera estado allí para aclararme el misterio de la carta, yo le habría devuelto el dinero y lo habría terminado; pero no la encontré. Entonces empezaron a ocurrir montones de cosas, de modo que no tuve más elección que seguir investigando.

—Ya lo veo.

Esperé a que volviera a hablar, pero no lo hizo. Se quedó quieta, sentada, sin apartar la vista de la carta. Estaba pálida y sus ojos miraban con dureza.

—¿La chantajeaban? —pregunté.

—No. No tengo idea de qué la llevó a escribir esto. Supongo que quería fastidiarme. Siempre trataba de fastidiarme. Me odiaba.

—¿Por qué la odiaba?

Durante un largo rato se quedó mirando el jardín sin decir ni un palabra. Yo tomé whisky y fumé. Si tenía algo que decirme, lo haría en su momento.

—No sé qué voy a hacer —reconoció, finalmente—. Si le explico por qué me odiaba me expondría demasiado. Usted podría destruirme.

No supe qué contestarle.

—Pero si no se lo explico, no sé cómo voy a librarme de este lío. Necesito a alguien en quien pueda confiar.

—¿No tiene un abogado? —comenté, por decir algo.

—Sería poco menos que inútil, solo es mi apoderado. De acuerdo a los términos del testamento de mi padre, lo perderé todo si me meto en un escándalo. Y estoy con el agua al cuello por un asunto que, si sale a la luz, será un horrible escándalo.

—¿Se refiere a Sherrill? ¿Financió el Dream Ship? —supuse.

Se puso tiesa. Giró la cara y me miró petrificada.

—¿Usted lo sabe?

—Solo hago conjeturas. Si se descubre que usted tiene un vínculo con el Dream Ship, el escándalo será mayúsculo.

—Sí —dijo, acercándose a mí de golpe—. Janet estaba enamorada de Douglas, pero yo también estaba loca por él y se lo quité. Trató de matarme de un disparo, pero papá me salvó; él recibió la bala en mi lugar —confesó, escondiendo la cara detrás de las manos.

Me quedé quieto como una estatua de piedra, esperando. Desde luego, no era lo que había imaginado.

—Lo mantuvimos en secreto —continuó, tras una larga pausa—, no importa cómo. Pero a Janet la carcomió por dentro. Se envenenó. Eso también se mantuvo oculto, nos daba miedo que se descubriera el motivo de su muerte. El médico era muy viejo y pensó que había sufrido un ataque cardíaco. Luego conseguí el dinero, mucho dinero; y Douglas me mostró su verdadera cara. Me dijo que si no financiaba el Dream Ship contaría todo lo que había pasado con Janet, conmigo y con mi padre; contaría que había matado a papá y se había suicidado, y que todo había sido por mi culpa. Puede imaginar lo que habrían hecho los periódicos con esta historia: yo lo habría perdido todo. Así que le di el dinero para su jodido barco, pero ni entonces quedó satisfecho. Todavía sigue pidiéndome dinero y vigila todos mis movimientos. Descubrió que había aparecido usted haciendo preguntas y temió que destapara toda la historia, pues de ese modo perdería el control que ejerce sobre mí. Hará lo que sea para detenerle: secuestró a Stevens cuando supo que se encontraría con usted, y ahora quiere matarlo. ¡No sé qué puedo hacer! Tengo que esconderme en algún sitio. Ayúdeme. ¿Me ayudará? ¿Lo hará? —rogó, apretándome la mano—. Prométame que no va a dejarme. ¡Le compensaré, se lo juro! ¡Pídame lo que quiera! ¿Me ayudará?

Algo se movió a nuestras espaldas y nos dimos la vuelta los dos. Un tipo alto, fornido, de oscuro cabello ondulado, ataviado con una camiseta roja sin mangas y pantalones azul oscuro, me apuntaba directamente con una 38 automática. Su cara tostada sonreía condescendientemente, como disfrutando un chiste propio demasiado profundo para la inteligencia media.

—Qué historia tan bonita, ¿verdad? —dijo con una voz que era pura masculinidad—. ¿Quiere esconderse? Pues así será: la esconderemos donde jamás puedan encontrarla. Y lo mismo le digo a usted, mi curioso amigo.

Calculaba la distancia desde la que iba a disparar cuando el ya familiar zumbido de una porra cayó sobre mi cabeza.

Lo último que oí fue el aullido salvaje y desesperado de Maureen.