La voz sonó como el eco en un túnel; llevaba esperando oírla la última media hora. El puzle que tenía disperso sobre la mesa me importaba tanto como el ratón que había caído en la ratonera esa misma mañana, y hasta es posible que un poco menos. La pantalla de la lámpara de lectura proyectaba sobre la alfombra un solitario charco de luz. Sobre el piso, al alcance de mi mano, había una botella y un vaso. Ya me había tomado un trago; tal vez dos. O tres. Después de una noche como la que había pasado, un trago más o un trago menos no importaba.
Todavía estaba nervioso. A nadie le gusta que descarguen en su dirección el cargador de una Thompson, y yo no era la excepción. Me torturaba la imagen de los dos matones arrastrando a Stevens por el suelo. Sentía que debía haber hecho algo al respecto. Después de todo, estaba allí por mi culpa.
«Hoy a las nueve de la noche —dijo el locutor, como si interrumpiera mis pensamientos—, seis hombres presumiblemente italianos entraron al café Blue Bird de Jefferson y Felman armados con pistolas y ametralladoras. Dos de los hombres vigilaron la entrada, otros dos aterrorizaron a los clientes del café y los dos restantes cogieron al señor John Stevens y se lo llevaron a rastras hasta un coche.
»John Stevens, a quienes las personas de la alta sociedad recordarán como mayordomo del multimillonario del acero Gregory Wainwright, apareció escaso tiempo más tarde a un costado de la autopista Los Ángeles-San Francisco, muerto. Se especula con que la muerte se produjo a causa de un golpe que recibió durante el brutal proceder de los secuestradores, quienes, al descubrir lo que habían hecho, lo habrían tirado del coche en marcha».
La voz del locutor reflejaba la misma emoción que si leyera los precios de la mantequilla. Me habría gustado sorprenderle por detrás con una ametralladora y despertarlo con una ráfaga de balas.
«La policía solicita cualquier información que pueda conducir a la captura de los criminales —prosiguió—. Según las descripciones, son seis hombres bajos, robustos, morenos, vestidos todos con trajes de color azul oscuro y sombreros negros. También desea hacerle preguntas al desconocido que compartía la mesa con John Stevens cuando lo secuestraron. El desconocido llamó al departamento de policía, dio una descripción de los criminales, de la matrícula del coche de los mismos, y luego desapareció. Los testigos presenciales lo describen como un sujeto alto, fuerte, de cabello oscuro, piel aceitunada y rasgos finos. Tiene una herida en el lado izquierdo de la cara, producto del golpe de uno de los secuestradores. Si reconocen a este hombre, comuníquense de inmediato con el jefe Brandon, del departamento de policía, Graham 3444…».
Me incliné para apagar la radio. Piel aceitunada, rasgos finos, pero no guapo. Nadie mencionó que soy muy guapo.
Me giré lentamente sobre la silla. Frente a la puerta abierta estaba el sargento MacGraw y detrás de él acechaba el sargento Hartsell.
Salté casi treinta centímetros. Un acto reflejo imposible de controlar.
—¿Quién os ha dado permiso para entrar? —pregunté.
Me puse de pie.
—Quiere saber quién nos ha dado permiso —dijo MacGraw con la boca de costado—. ¿Se lo decimos?
Entró Hartsell. Su delgada cara mostraba una expresión fría. Sus ojos hundidos parecían de piedra.
—Sí, díselo.
MacGraw, sin quitarme los ojos de encima, bajó las persianas.
—Ha sido un pajarillo —contestó, guiñando un ojo—. Tenemos un pajarillo que nos lo dice todo. Y esta vez nos ha dicho que estuviste con Stevens.
Sudé ligeramente. Tal vez fuera por el calor de la noche, tal vez porque no me gustaba el modo en que esos dos me miraban; o quizá era porque recordé que Brandon me había prometido una paliza en un callejón oscuro.
—Es cierto —admití—. Estuve con él.
—Eso es lo que yo llamo un tío astuto —reconoció MacGraw—. El chico maravilla diciendo la verdad para variar. —Me señaló con un grueso dedo—. ¿Por qué no se quedó allí? A los muchachos les habría encantado charlar con usted.
—No tenía nada que decirles. El sargento de la estación recibió mi descripción del coche y de los matones. Con eso, ya cumplí; además, ya había tenido suficiente jaleo para una noche, así que me esfumé.
MacGraw se sentó en uno de los sillones, rebuscó en uno de sus bolsillos interiores y sacó un cigarro. Mordió un extremo, escupió un trozo de filtro (con muy poco decoro) sobre la pared y lo encendió.
—Eso me gusta —dijo, conteniendo el espeso humo dentro de su boca antes de soltarlo—, es muy bonito. Pero, amigo, te equivocas. Tu noche acaba de empezar.
No dije nada.
—Vámonos —dijo Hartsell—. Entro de servicio en una hora.
MacGraw frunció el ceño.
—Tranquilo, tranquilo. ¿Qué pasa si te retrasas un poco? Ahora estamos trabajando, ¿no? —Me miró—. ¿Qué le dijiste a Stevens?
—Le pregunté si estaba satisfecho con la explicación de que Janet Crosby había muerto de un ataque cardíaco. No estaba convencido.
MacGraw se rió entre dientes y se frotó sus grandes y blancas manos. Parecía feliz de oírme.
—Ya sabes que el jefe no es ningún tonto —le dijo a Hartsell—. No digo que sea un hombre solidario, pero no es tonto. Esas fueron sus palabras, precisamente: «Puedes apostar a que ese hijo de puta estaba hablando con Stevens de los Crosby». Lo intuyó en cuanto le contaron lo que había pasado; y ya ves que tenía razón.
Hartsell me miró larga y malignamente.
—¿Eso era todo lo que querías saber, chico maravilla? —preguntó MacGraw—. ¿O tenías otras preguntas?
—Eso era todo.
—¿No te ordenó el jefe que te olvidaras de los Crosby?
—Creo que mencionó algo al respecto.
—Quizá creas que habla porque le gusta el sonido de su propia voz.
Llevé mi mirada hasta MacGraw y de él a Hartsell y de él a MacGraw.
—No lo había pensado. Tal vez le pregunte al respecto.
—No te hagas el chico maravilla. No nos gustan los chicos listos, ¿verdad, Joe?
Hartsell se movió, impaciente.
—Por Dios, dejemos esto de una vez —dijo.
—¿Qué quieres que dejemos?
MacGraw se inclinó hacia delante y volvió a escupir contra la pared. Después, esparció la ceniza por la alfombra.
—Creo que no le gustas al jefe. Y cuando al jefe no le gusta algo, se irrita; y cuando se irrita lo pagamos sus muchachos. Por eso pensamos que es bueno mantenerle contento, y qué mejor manera de hacerlo que venir a darte una buena paliza. Nos pareció una gran idea romperte las orejas; tal vez incluso arrancártelas. También se nos ocurrió que sería fantástico destrozar este lugar, romper tus muebles a patadas y destrozar las paredes. Eso fue lo que se nos ocurrió, ¿no es cierto, Joe?
Hartsell se relamió y dejó que sus ojos de piedra miraran de soslayo. Del bolsillo trasero de su pantalón sacó un tubo de goma que balanceó cuidadosamente entre sus dedos.
—Sí —puntualizó con su habitual verborrea.
—¿Y se les ha ocurrido pensar qué les pasaría si llevaran a cabo sus planes? —pregunté—. ¿No se les ocurrió que yo podría denunciarlos y que alguien, digamos Manfred Willet, podría citarlos en el juzgado y quitarles sus insignias de policía? ¿No les pasó esa idea por sus cerebros pequeños y reblandecidos?
MacGraw se inclinó hacia delante con una mueca de desprecio en su rostro y apagó el cigarro en la superficie lustrada de la mesa.
—No eres el primer imbécil al que damos su merecido, chico maravilla, y no serás el último. Sabemos tratar con abogados y no nos asustan los borrachos como Willet; descuida, no nos va a llevar al juzgado. Solo vinimos aquí para conocer tu opinión sobre Stevens. Tal vez no te gusten nuestras caras; tal vez hayas bebido más de la cuenta; tal vez te duela algún golpe. Cualquier cosa sirve. Lo pones difícil. Muy difícil, a decir verdad, chico maravilla. Tanto que Joe y yo tenemos que calmarte, y aunque lo hacemos con el mayor tacto que nos es posible, tú te pones un poco agresivo y dejas tu cuarto hecho un desastre. No es nuestra culpa. No nos gusta que las cosas sucedan de esa manera, y nada habría sucedido de no haber sido porque no te gustaban nuestras caras, o porque estabas un poco bebido, o porque te dolía algo. Eso es lo que en el juzgado llaman tu palabra contra la de dos oficiales de policía respetables y eficientes, y ni siquiera un borracho como Willet podría contra eso. Luego, podríamos llevarte a los calabozos y meterte en una celda apartada donde podría aparecer de tanto en tanto algún prisionero para jugar con tu cara. Así que dejemos de hablar de denuncias, de insignias y de abogados listos; tú sabrás lo que te conviene.
De pronto se me revolvió el estómago. Mi palabra contra la de ellos. No podía hacer nada para impedirles que me arrestaran y me encerraran en una celda. Podían haber pasado centenares de cosas (malas) para cuando Willet empezara a moverse; desde luego, esa no era mi noche más alegre.
—Tienen todo calculado, ¿eh? —observé, tan tranquilo como podía estarlo en aquella situación.
—Como tiene que ser, amiguito —dijo MacGraw, con una mueca—. Lidiamos con demasiados imbéciles con ganas de problemas y en las celdas no hay sitio para todos. De vez en cuando hay que repartir un poco de disciplina para ahorrarle dinero a la ciudad.
No debí perder de vista a Hartsell, que estaba de pie detrás de mí, a pocos pasos. Si hubiera tenido más cuidado, habría podido reaccionar. Me tenían cogido y yo lo sabía; y lo peor era que también lo sabían ellos. De todas formas, dejar de observarlos en todo momento fue una estupidez. De repente oí un zumbido y traté de agacharme, pero fue demasiado tarde. El tubo de goma me golpeó en medio de la cabeza y caí apoyando las manos y las rodillas, en posición perruna.
Eso era lo que MacGraw había estado esperando. Su pie salió disparado. La punta cuadrada, de acero, me dio en la garganta. Caí de lado y traté de coger aire, pero tenía la tráquea contraída. Algo me golpeó el antebrazo; algo me golpeó la nuca; algo cortante me quemó en el costado. Me dolía hasta el cráneo.
Giré y me apoyé como pude sobre las manos y las rodillas. Hartsell venía hacia mí y traté de esquivarlo. El tubo pareció impactarme directamente en el cerebro. Sentía como si me hubieran trepanado el cráneo y tuviera el cerebro al aire, y este recibiera todos los golpes. Conteniendo las ganas de gritar y apretando los puños, caí sin fuerzas sobre la alfombra.
Me cogieron por los pies y me arrastraron. Yo lo veía todo como a través de una cortina roja: MacGraw me parecía demasiado grande, demasiado ancho y demasiado feo. Me soltó y caí hacia delante, sobre su puño, que volaba en mi dirección. El golpe me hizo tambalearme y tirar al suelo una mesa. Caí de espaldas, entre una lluvia de piezas de puzle.
Me quedé allí, tendido e inmóvil. La luz se me echaba encima, se quedaba en su sitio y desaparecía. Lo hizo varias veces, de modo que preferí cerrar los ojos. En mi interior, sabía que aquello no acabaría hasta que aquellos dos asesinos, MacGraw y Hartsell, se cansaran, pero no aspiraba a que eso sucediera pronto. Lo cierto era que no iba a quedar mucho de mi persona cuando terminaran. Me pregunté entre sueños por qué no se acercaban, por qué me dejaban allí tendido. Yo no me movía, porque estando quieto podía soportar mejor el dolor. Mi cabeza parecía colgar de un hilo y temía que un solo movimiento bastara para echarla a rodar.
Entre el dolor y el aturdimiento, oí una voz de mujer.
—¿Es así como os divertís vosotros? —preguntó.
¡Una mujer! El último golpe debía haberme dejado tonto.
—Señora, es un hombre peligroso —replicó MacGraw, como si fuera un niño al que acaban de pillar robando—. Se resistía al arresto.
—¡Cómo se atreve a mentirme! —Era, claramente, la voz de una mujer—. Os he visto desde la ventana.
Ni muerto iba a perderme aquello. Levanté la cabeza con cuidado. «¡Asesino!», gritaron latiendo, expandiéndose y adoptando un estado general de histeria todas las venas, arterias y nervios de mi cuerpo. Me las apañé para sentarme; la luz era como una flecha clavada en los ojos. Me sostuve la cabeza con las manos y espié entre mis dedos. MacGraw sostenía una humillante sonrisa de «yo no he sido» y Hartsell se comportaba como el que encuentra un ratón en el fondillo de sus pantalones.
Con la cabeza quieta, me di la vuelta y miré hacia las puertas acristaladas.
Entre las cortinas vislumbré a una chica con un traje de noche blanco y escotado que dejaba a la vista unos hombros dorados y un generoso canalillo. El cabello negro le caía como la melena de un león. Me costaba un poco enfocarla, y su belleza me llegó lentamente, como una película proyectada por un principiante. Los bordes de la cara, confusos, se fueron definiendo lentamente. Los ojos —dos turbios huecos— se llenaron de sustancia y cobraron vida. Pronto tuve ante mí una cara ovalada de rasgos dulces, una nariz pequeña y perfecta, unos rojos y sensuales labios y unos ojos grandes, oscuros y duros como el carbón.
A pesar de que me bullía la sangre en la cabeza, de que me dolía la garganta y de que me sentía como si una apisonadora me hubiera pasado por encima, no pude evitar el seductor impacto que producía aquella chica, más fuerte que el del puño de MacGraw. Su magia no radicaba solo en su aspecto, sino en su actitud. Bastaba con observar su modo de estar de pie, sin hacer nada, para darse cuenta.
—¡Cómo se atreven a golpear a ese hombre! —gritó, atravesando el cuarto con el calor y la fuerza de un lanzallamas—. ¿Ha sido idea de Brandon?
—Señorita Crosby, este tipo estaba metiéndose en asuntos que solo le competen a usted —declaró MacGraw—. El jefe nos pidió que lo desalentáramos. Esa es la verdad.
Ella estiró la cabeza para mirarme. Era, que yo supiese, la primera vez que lo hacía. Yo no debía de tener un aspecto particularmente agradable. Había recibido muchos golpes y ahora era un cúmulo de chichones y magulladuras. El corte de la mejilla me estaba sangrando otra vez. Hice lo que pude para sonreír; me salió un gesto torcido, sin demasiada expresión, pero que aun así seguía siendo una sonrisa.
Me miró como si fuera una rana en el tazón de su desayuno.
—¡Levántese! —dijo, bruscamente—. No pueden haberle hecho tanto daño.
Desde luego, a ella no la habían golpeado en el cráneo tres o cuatro veces, ni le habían dado una patada en la garganta y en las costillas, ni le habían dado un puñetazo en la mandíbula. Su comentario sobre mi estado físico era, por así decirlo, poco justo.
Tal vez hice el esfuerzo de ponerme de pie solo porque era una mujer encantadora; los Malloy tenemos orgullo, y no queremos que las mujeres nos traten de vagos. En cuanto estuve en pie tuve que cogerme del respaldo de una silla y estuve a punto de caer de bruces sobre el suelo. Hice frente a los agudos pinchazos en los talones, y al dolor de mi cráneo. Finalmente, como un barco costero a la deriva, pude salir a flote y, como suele decirse, recobrar el aliento.
MacGraw y Hartsell me miraban como mirarían un par de tigres un trozo de carne que les hubieran quitado de las fauces.
La chica volvió a hablarles en ese tono entre despectivo y molesto:
—No me gusta cómo actúan ustedes dos. Algo haré al respecto. Si Brandon maneja la policía de este modo, será mejor que se vaya cuanto antes.
Mientras MacGraw ensayaba una excusa, yo reajusté mi brújula y avancé en zigzag hasta la botella de whisky volcada en el suelo. Agacharme y cogerla fue toda una proeza, pero me las apañé. Me la encajé en la boca y bebí.
—Antes de largarse, probarán un poco de su propia medicina —dijo. Y en cuanto bajé la botella me encontré con que me ofrecía el tubo de goma con el que me habían golpeado—. ¡Venga! ¡Pégueles! —ordenó con malicia—. Vénguese.
Cogí el tubo solo para evitar que ella misma me golpease con él. Miré a MacGraw y a Hartsell: parecían dos cerdos a la espera de que los degollaran.
—¡Que les pegue! —repitió ella, gritando—. Es hora de que reciban su merecido. Lo aceptarán. Yo me encargo de ello.
Por extraño que parezca, estaba seguro de que no se habrían movido hasta que les arrancara la cabeza.
Tiré la porra sobre el sofá.
—No, señorita, no me parece divertido —farfullé con una voz que sonaba a disco rayado.
—¡Que les pegue, he dicho! —ordenó, furiosa—. ¿Qué teme? No volverán a tocarlo; no se atreverán. ¡Pégueles!
—Lo siento —dije—. Los sacaré de aquí; ensucian mi cuarto.
La chica se dio la vuelta, cogió el tubo de goma y se acercó a MacGraw, quien se puso amarillo pero no se movió. La chica levantó el brazo y le golpeó en la cara. En la flácida mejilla apareció una marca roja. Gruñó, quejumbroso, pero permaneció inmóvil.
El brazo de la señorita Crosby se levantó otra vez, pero la agarré fuerte de la muñeca y le quité por la fuerza la porra; una punzada de dolor me atravesó el cuerpo. Me gané una bofetada muy dolorosa, también. La chica trató de quitarme la porra, pero la cogí por las muñecas y grité:
—¡Largaos de aquí, estúpidos! ¡Fuera, antes de que ella os mate!
Su fuerza era sorprendente, parecía un tigre hambriento. Mientras forcejeábamos, MacGraw y Hartsell dejaron el cuarto como si los persiguiera el demonio; de tanta prisa que llevaban terminaron rodando por la escalera. Cuando oí el motor de su coche, solté las muñecas y me aparté.
—Tranquila. Se han ido.
Por un momento se quedó boquiabierta, con la cara muda y los ojos encendidos; encantadora y furiosa. Después se calmó y los ojos perdieron esa chispa.
De repente, echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír.
—Pues sí que les hemos hecho cambiar de parecer a esas dos ratas. —Se dejó caer, floja, sobre el sofá—. Prepáreme un trago y sírvase usted también, tiene aspecto de necesitarlo.
Me estiré para coger la botella y la miré fijamente.
—Usted es Maureen Crosby, ¿verdad?
—¿Es adivino? —se frotó las muñecas e hizo un gracioso mohín—. ¡Me ha hecho daño, animal!
—Lo siento —me disculpé. Lo decía de verdad.
—Tuvo suerte de que me asomara. De no haberlo hecho, ahora estaría bastante peor.
—Es cierto —confirmé.
Serví cuatro dedos de whisky en un vaso; me temblaba la mano y volqué un poco sobre la alfombra.
—¿Solo o con agua?
—Solo —me contestó.
Levantó el vaso hacia la luz.
—No creo en mezclar los negocios con el placer, ni el whisky con agua. ¿Usted?
—Depende del negocio y del whisky —contesté. Me dolían tanto las piernas como si me hubieran arrancado la tibia—. ¿Así que es Maureen Crosby? Vaya, vaya. Es usted la última persona que esperaría ver.
—Quise darle una sorpresa.
Sus ojos negros se burlaban; su media sonrisa estaba perfectamente calculada.
—¿Cómo sigue su rehabilitación?
Siguió sonriendo, pero sus ojos no la acompañaron.
—No debería creer todo lo que le cuentan.
Bebí un poco de whisky. Estaba muy fuerte y me agitó, por lo cual lo dejé sobre la mesa.
—No lo hago. Espero que tampoco lo haga usted.
Nos quedamos sentados mirándonos durante un buen rato hasta que por fin habló. Su cara, pese a lo inexpresiva, no había perdido su encanto.
—Voy a serle sincera: he venido para hablar con usted. Me está causando muchos problemas. ¿No cree que es hora de que recoja sus bártulos y excave en otro cementerio?
Fingí reflexionar al respecto.
—¿Es una pregunta o una propuesta?
Apretó la boca. Se le borró la sonrisa.
—¿Podré convencerlo? Me han dicho que es usted uno de esos tipos puros y honrados a los que no se puede recompensar.
Saqué un cigarrillo.
—Pensé que habíamos acordado no creer todo lo que se dice de nosotros —le recordé, inclinándome hacia delante para ofrecerle un cigarrillo. Como lo aceptó, tuve que sacar otro. Al encenderlo, sentí otra puñalada de dolor en la cabeza; no contribuyó a mejorar mi humor.
—Quizá sea una propuesta —insinuó, echándose hacia atrás y soltando el humo en dirección al cielorraso—. ¿Cuánto quiere?
—¿Qué quiere comprar?
Estudió el cigarrillo como si fuera el primero que veía en la vida.
—Quiero eliminar los problemas —respondió, sin mirarme—. Usted está provocando problemas. Podría darle dinero si aceptara olvidarse del tema.
—¿Cuánto?
Me miró.
—Me siento decepcionada. Al final, es usted como cualquiera de esas otras serpientes chantajistas.
—Debe conocerlas muy bien.
—Sí, lo sé todo sobre ellas. Sé, por ejemplo, que cuando le diga cuánto pienso darle, usted se reirá como lo hacen ellas y redoblará la apuesta. Entonces me dirá cuánto quiere y seré yo quien ría.
De pronto, se me quitaron las ganas de seguir con aquello. Tal vez fuera que la cabeza me dolía demasiado; o tal vez no quería que esa mujer tan atractiva pensara que yo era un aprovechado.
—Vale, dejémoslo. Estaba bromeando, no va a poder sobornarme; sin embargo, quizá pueda persuadirme. ¿Por qué le causo problemas? Si tiene motivos válidos, es posible que haga como me ha dicho usted y me vaya a exhumar otros muertos.
Atravesó mis ojos durante diez segundos: pensativa, silenciosa, dubitativa.
—No debería bromear con ciertas cosas —aconsejó—. Podría ser desagradable y no quisiera que usted me desagradara; no si pudiera evitarlo.
Me recliné y cerré los ojos.
—Eso me gusta más. ¿Está hablando para ganar tiempo o realmente cree en lo que dice?
—Me han comentado que es usted un egoísta sin modales y que trata a las mujeres de un modo muy particular. En cuanto a lo del egoísmo, no se han equivocado.
Abrí los ojos y la miré de lado.
—Lo del trato con las mujeres es cierto, también. Deme tiempo.
El timbre del teléfono nos sobresaltó a ambos. Cuando me estiré para coger la llamada, la mujer metió la mano en su bolso, sacó rápidamente un revólver del calibre 32 automático y antes de que pudiera reaccionar, apretó el pequeño cañón de la pistola contra mi sien.
—¡No se mueva de donde está! —ordenó. Su mirada me dejó helado—. ¡Ignore el teléfono!
Nos quedamos quietos. Mientras tanto, el teléfono no paraba de sonar. El estridente pitido rebotaba en las paredes de la sala, trepaba por las ventanas y me ponía de los nervios.
—¿Cuál es su plan? —pregunté, y retrocedí lentamente. No me gustaba tener un revólver en la cara.
—¡Silencio! —su voz era ligeramente ronca—. ¡Quédese quieto!
Por fin, el teléfono se hartó de sonar y la chica se puso en pie.
—Vamos, larguémonos de aquí —dijo, amenazándome con la pistola.
—¿Adónde? —pregunté, sin moverme.
—Lejos de los teléfonos. Muévase, si no quiere que le haga daño en una pierna.
Fue la curiosidad, más que el temor a una herida, lo que me hizo seguirla. Aquello era muy extraño; de repente era ella quien estaba asustada. El miedo se percibía en sus ojos tan claramente como el abismo entre sus pechos.
El teléfono volvió a sonar mientras bajábamos las escaleras, camino de un coche aparcado frente a la puerta.