Me gusta resolver puzles para entretenerme. Paula me los consigue las tardes que le quedan libres, por medio de un veterano de guerra sin piernas. El chico pasa su tiempo recortando carteles que le lleva Paula, y con ellos hace unos puzles maravillosos que a veces tardo un mes en resolver. Luego los envío al hospital y el amigo de Paula me da otro.
Mi amplia experiencia con los puzles me ha enseñado que, por lo general, las piezas que parecen más pequeñas e insignificantes son la clave para resolverlos, y por eso dedico mucho tiempo a buscarlas; de igual modo procedo cuando estoy trabajando. Busco en detalles que parecen no tener relación con el caso, pero que a menudo acaban cobrando sentido.
Había pasado una hora en la oficina, meditando. Eran poco más de las siete, la oficina estaba cerrada, y estábamos a solas la botella de whisky y yo. Tenía un montón de notas que parecían importantes pero que no aportaban nada nuevo a lo que ya sabía. Al leer otra vez la lista de posibles pistas me encontré nuevamente con el nombre de Douglas Sherrill. ¿Por qué había roto Janet el compromiso con él solo una semana antes de la muerte de Macdonald Crosby? El hecho no parecía estar relacionado con mi caso, pero no podía descartar que existiera alguna conexión. No iba a estar seguro hasta averiguar exactamente los motivos de la ruptura. ¿Quién me lo podía decir? Douglas Sherrill, evidentemente, pero no podía ir a visitarlo así, sin más.
Consultando mis notas di con el nombre de John Stevens, el mayordomo de los Crosby. Decidí que le haría una visita para averiguar qué clase de persona era el tal Stevens; tal vez podría usarlo de confidente.
Martha Bendix me había dicho que ahora trabajaba para Gregory Wainwright. «No tendré una oportunidad mejor que esta», pensé, y busqué el número de Wainwright en la guía. Marqué el número. Después del segundo o tercer tono contestó una voz firme: —Residencia del señor Wainwright.
—¿Hablo con el señor John Stevens? —pregunté.
Hubo una pausa.
—Soy Stevens. ¿Quién habla?
—Me llamo Malloy. Señor Stevens, me gustaría hablar con usted sobre un asunto importante, en privado. Está relacionado con los Crosby. ¿Podemos vernos esta noche?
Otra pausa.
—No entiendo. —La voz era la de un hombre viejo, suave, de escaso temperamento—. No recuerdo que nos conozcamos.
—Tal vez haya oído hablar de Universal Services.
Claro que había oído hablar de Universal Services.
—Soy el director —dije—. Sería importante que habláramos sobre los Crosby.
—No creo que tenga derecho a hablar con usted sobre mis antiguos jefes. Lo lamento.
—Lo que tengo que decirle no le hará ningún daño. Después de que le explique mi situación, estoy seguro de que se sentirá obligado moralmente a decirme lo que necesito saber. Si no, pues no pasa nada.
Esta vez la pausa fue más larga.
—Vale, podemos vernos, aunque no le prometo que…
—Perfecto, señor Stevens, podemos encontrarnos en el café de la esquina de Jefferson y Felman.
—¿A qué hora?
Quedamos a las nueve.
—Llevaré sombrero y estaré leyendo el Herald —avisé.
Cortó la comunicación.
Faltaban casi dos horas para el encuentro y decidí pasar el rato en el bar de Finnegan. Cerré la oficina con llave. Al darle la vuelta a la cerradura de la caja fuerte y las ventanas pensé nuevamente en la enfermera Gurney. ¿Quién podía haberla secuestrado? ¿Y por qué motivo? Salí a la oficina exterior todavía pensativo. Eché un vistazo para asegurarme de que estaba todo en orden, crucé la sala, salí al pasillo y cerré la puerta.
Advertí que al final del pasillo había un hombre bajo y fornido. Estaba apoyado en la pared leyendo el periódico, junto a las puertas del ascensor. Cuando me crucé con él para apretar el botón del ascensor, no levantó la vista; yo sí le miré. Su rostro era oscuro, simple, y estaba minado por la viruela. Tenía pintas de italiano, o de español. Los codos de su traje azul estaban lustrosos, pero los puños de su camisa blanca necesitaban un lavado.
El ascensorista abrió la puerta y entramos el tipo y yo. El ascensor se detuvo en la tercera planta para recoger a Manfred Willet, quien me miró sin expresar emoción alguna y de pronto se sintió interesado por los titulares de la edición nocturna. Cierto es que me había pedido que mantuviéramos en secreto nuestra relación, pero fingir que no me conocía me pareció una exageración. De todos modos, él era quien me pagaba, así que contaba con mi consentimiento para dirigir el asunto como mejor le pareciera.
Compré un Evening Herald en el puesto de periódicos para que Willet tuviera la oportunidad de dejar el edificio sin tener que cruzarse conmigo. Lo vi subirse a un Oldsmobile del tamaño de un acorazado de guerra. El matón de los puños sucios se había sentado en uno de los sillones del vestíbulo y continuaba absorto en su periódico. Seguí el pasillo hasta la salida de atrás y crucé el callejón en dirección al bar de Finnegan.
El salón estaba lleno de humo, tipejos duros y vozarrones. Mi mesa favorita estaba a un par de metros; ya casi había llegado cuando Olaf Kruger, el director de la academia de boxeo de la calle Princess, me agarró del brazo.
—Hola, Vic —dijo, dándome un apretón de manos. Olaf era pequeño como un jockey, calvo como un huevo y listo como ambos.
—Ven a emborracharte conmigo. Hace semanas que no te veo. ¿Qué has estado haciendo?
Me abrí paso hasta la barra y le guiñé un ojo a Mike, quien servía cerveza afanosamente bajo dos hileras de luces de neón.
—He estado yendo a las peleas —dije. Olaf trepó a un taburete, hizo sitio con los codos y ensayó un par de gestos amenazadores que nadie se tomó en serio—. Si no te he visto, ha sido por casualidad. El chico O’Hara está en buena forma.
Olaf hizo una señal a Finnegan.
—¡Trae un par de vasos de whisky, Mike! —gritó con su aguda y chillona voz—. ¿O’Hara? Sí, está muy bien, lástima que sea un desastre para el cross. Se lo he dicho mil veces, pero no me hace caso. Uno de estos días se va a encontrar con un tipo en racha y acabará mal.
Pasamos la siguiente media hora hablando de boxeo; con Olaf no se podía hablar de nada más. Mientras charlábamos, comimos dos bocadillos cada uno y acabamos tres whiskys dobles.
Se acercó a nosotros Hughson, el comentarista de boxeo del Herald, e insistió en pagar otra ronda de tragos. Era un tipo alto, flaco y de mirada cínica. Le colgaban bajo los ojos unas bolsas de trasnochador. Llevaba un cigarro que olía como si lo hubiera encontrado dos años antes en un cubo de basura, y todo el frente de su americana estaba cubierto de cenizas.
Después de oír tres o cuatro de sus cuentos sucios e interminables, Olaf preguntó:
—¿Es cierto que Dixie Kid se metió anoche en una gresca? ¿Tú sabes algo?
Hughson respondió con una mueca.
—No lo sé. Kid no ha querido decir nada. Tenía un ojo morado, si es lo que quieres saber. Según un taxista del muelle, llegó nadando a la playa.
—Si lo tiraron del Dream Ship tuvo que nadar un buen trecho —comentó Olaf, haciendo una mueca.
—Seguid hablando vosotros —indiqué mientras encendía un cigarrillo—. No os molestéis por mí.
Hughson metió sus dedos manchados de nicotina en el bolsillo de mi camisa.
—Dixie Kid fue anoche hasta el Dream Ship y peleó con Sherrill. Según dicen, cuatro matones lo tiraron por la borda, aunque antes le dio duro a Sherrill. Dicen que va a denunciar a Sherrill por agresiones. Si lo hace, se acabará todo para él. En este momento está con el agua al cuello por las deudas.
—Creo que Sherrill también emprenderá acciones legales —agregó Olaf, sacudiendo su calva cabeza—. Tiene fama de hacer esas cosas.
—No lo hará —dijo Hughson—, no puede permitirse esa publicidad. Ya le he dicho a Kid que está a salvo, pero de todos modos la pequeña rata no quiere hablar.
—¿Quién es ese Sherrill? —pregunté, tratando de mantener la calma.
Le hice señas a Mike para que volviera a llenar los vasos.
—No eres el primero en preguntarlo —desveló Hughson—. Nadie lo conoce. Vino a Orchid City hace cosa de un par de años y empezó a trabajar en la compraventa de propiedades para Selby & Lowenstein. Parece que ganó dinero: no mucho, pero sí el suficiente para comprarse una casa en la avenida Rossmore. Después se comprometió con Janet Crosby, la niña rica, aunque eso no duró mucho. Desapareció durante seis meses y, de repente, apareció con una embarcación de trescientas toneladas, el Dream Ship, un antro de juego anclado justo a cuatro kilómetros de la costa, el límite legal; tiene una flota de taxis acuáticos que van y vienen. El sitio es tan exclusivo como el palacio de Buckingham.
—Y no solo se dedican al juego. También son bienvenidos otros vicios —agregó Olaf, guiñando un ojo—. A bordo hay media docena de chicas finas. Es un negocio perfecto porque al estar a cuatro kilómetros de la costa, Brandon no tiene autoridad; puedes estar seguro de que hace mucho dinero.
—Lo que no entiendo es cómo un sinvergüenza como Sherrill consiguió dinero para comprar un barco —dijo Hughson.
—Dicen que formó una compañía —dijo Olaf—. Si hubiera venido a verme para ofrecerme el negocio, no lo habría dudado. Apuesto a que sus socios también ganan fortunas.
—Parece un barco muy divertido —observé como de pasada—. Me gustaría ser uno de los socios.
Hughson hizo un gesto despectivo.
—A ti y al resto del planeta, pero no tienes posibilidades. Solo pueden subir a su barco aquellos que figuran en el Libro Blanco. Los miembros son elegidos con sumo cuidado. Si no tienes pasta, no le sirves a Sherrill. La matrícula es de doscientos pavos al año y la suscripción, de quinientos. Está junto a los señores burgueses, no junto al proletariado.
—¿Qué clase de tipo es Sherrill? —pregunté.
—Es un tío atractivo —describió Hughson—, con buena planta, fuerte y brillante: el tipo de caradura que les encanta a las mujeres. Tiene el cabello ondulado, ojos azules, músculos trabajados, y se viste como un actor de Hollywood. Lo que se dice un hijo de puta de alto nivel.
—¿Y sabes por qué rompió el compromiso con Janet?
—Era una chica centrada. No sé qué pasó pero sospecho que hizo caso a las señales de alarma. Él solo buscaba su dinero y ella se dio cuenta a tiempo.
—¿Creéis que Dixie Kid ofrecería un buen espectáculo frente a O’Hara? —preguntó Olaf, a quien la conversación ya le empezaba a aburrir—. Me han ofrecido el combate, pero no estoy seguro de que valga la pena.
Durante los siguientes quince minutos discutimos desde todas las perspectivas posibles los méritos de Dixie Kid. Luego, el reloj que había sobre la barra me indicó que era hora de irme.
—Tengo que dejaros, amigos. Daré una vuelta por el gimnasio un día de estos. Nos vemos.
Olaf me dijo que se alegraba de verme y mandó saludos a Paula. Los dejé sirviéndose más whisky.
Cuando cruzaba el salón noté la presencia del matón de los puños sucios ocupando una mesa cercana a la puerta. Seguía concentrado en su periódico, pero cuando abrí la puerta, lo dobló en dos sin ningún cuidado, lo metió en el bolsillo de su americana y se puso en pie.
Caminé rápidamente hacia mi Buick. Subí al coche, puse en marcha el motor y avancé por el callejón oscuro. Detrás de mí, otro motor se animó estrepitosamente y un juego de luces apareció reflejado en mi retrovisor.
Avancé por la calle Princess sin quitar los ojos del espejo. El coche que me seguía era un Lincoln. A través del parabrisas azul antirreflejos no podía ver bien al conductor, pero sospechaba quién era.
Al final de la avenida giré a la derecha en dirección a la calle Felman. El tráfico era menos denso y aceleré, pero el Lincoln no tuvo problemas para seguirme; delante brillaba la luz de neón del café en el que me esperaba Stevens. Poco antes de llegar hice un giro brusco en la esquina de la calle y frené de golpe. El Lincoln, que me seguía muy de cerca, no pudo hacer otra cosa que ralentizar su marcha y seguir su camino.
Bajé de mi Buick a toda prisa y me escondí en el oscuro portal de una tienda. El Lincoln se había detenido a unos cincuenta metros. El tipo se apeó y me buscó calle abajo sin ninguna intención de disimular sus acciones. Comprendió de inmediato que yo no estaba en mi Buick y se acercó hasta el mismo con las manos dentro de los bolsillos.
Me sumergí en las sombras. Vi como examinaba el coche vacío y acto seguido, tras mirar a derecha e izquierda, seguía su marcha. Mi ausencia no parecía desconcertarlo; siguió caminando como si hubiera salido a la calle a tomar un poco de aire fresco.
Apurado por el tiempo, esperé a que el hombre desapareciera para cruzar la calle por el pasaje del metro y entrar rápidamente en el café.
El reloj de la pared que tenía frente a mí daba las nueve menos cinco. Media docena de personas ocupaban las mesas: una adolescente rubia y su novio, dos viejos que jugaban al ajedrez, dos mujeres con la compra y una chica enjuta de cara afilada que tomaba leche.
Elegí sentarme lejos de la puerta. Abrí el Evening Herald y lo extendí sobre la mesa. Después, obsesionado por descubrir quién era el tipo que me estaba siguiendo, encendí un cigarrillo.
¿Era uno de los hombres de Salzer o un nuevo elemento de aquella intriga? Estaba claro que me estaba siguiendo, y que lo hacía bastante mal. O eso, o no le importaba demasiado que me enterase de su persecución. Había apuntado la matrícula de su coche. «Otro pequeño trabajo para Mifflin», me dije; eso me recordó algo. Busqué las páginas de deportes y carreras. Crab Apple había ganado. Vaya, eso sí que era una suerte; ahora que le había hecho ganar dinero, a Mifflin no le quedaba más remedio que hacer unas averiguaciones sobre esa matrícula.
A las nueve se abrieron las puertas del local y entró un anciano alto. Supe que era Stevens en el mismo momento en que le vi. Parecía un arzobispo haciendo turismo. Caminó hacia mí como lo hacen los mayordomos cuando entran al comedor para anunciar que la cena está servida. Su cara reflejaba un leve malestar y sus ojos, prudencia y desconfianza.
Me puse de pie.
—¿Es usted el señor Stevens?
Asintió.
—Soy Malloy. Tome asiento, por favor. ¿Quiere un café?
Dejó su chistera sobre una de las sillas, se sentó y me agradeció el café.
Me acerqué yo mismo al mostrador, para ganar tiempo. Pedí dos cafés y los llevé a la mesa. La adolescente miraba fijamente a Stevens, riéndose como una tonta, con los malos modales típicos de la juventud. Le susurró algo a su novio, y este también se echó a reír como un idiota mirando a Stevens. Tal vez pensaran que era divertido ver a un arzobispo en un café de autoservicio; o tal vez les hiciera gracia la chistera.
Puse las dos tazas sobre la mesa.
—Ha sido muy amable de acercarse hasta aquí. —Le ofrecí un cigarrillo y le estudié mientras lo encendía. Me dio la sensación de que aún habitaba en él un fiel y confidente criado. Podía ser de fiar, si conseguía que hablara—. Lo que voy a decirle es estrictamente confidencial —dije mientras me sentaba—. Me han contratado para investigar la muerte de la señorita Janet Crosby. Hay personas que no creen que haya muerto de un ataque cardíaco.
Stevens, de repente, se puso serio y se enderezó.
—¿Quién lo ha contratado? —preguntó—. ¿No es un poco tarde para investigar?
—Prefiero no decirlo de momento —respondí—. Coincidimos en que es un poco tarde, sí, pero es que recientemente han sucedido cosas que hacen necesaria la investigación. ¿Usted cree que Janet murió de un ataque cardíaco?
Dudó.
—No es mi problema —dijo, de mala gana—. Pero ya que me lo pregunta, debo decir que para mí fue una gran sorpresa. ¡Era una joven tan activa! El doctor Salzer me explicó que el ataque se había debido a la obstrucción repentina de una arteria que no había manifestado síntomas previamente. Algo que, de todos modos, me costó creer.
—Me pregunto si usted sabe por qué la señorita Crosby rompió su compromiso con Douglas Sherrill.
—Lo siento mucho, pero no contestaré a esa pregunta sin saber quién le ha encargado esta investigación. Conozco su compañía y sé que tiene buena reputación, pero no voy a revelar intimidades de mis últimos empleadores sin saber a quién se las estoy contando.
Eso fue lo más lejos que pudimos llegar. Una calma fría y repentina me hizo girarme bruscamente. Se abrió la doble puerta de vidrio y entraron al café cuatro matones. Dos de ellos iban armados con ametralladoras Thompson; los otros dos, llevaban Colts automáticas. Uno de los angelitos era mi amigo de los puños sucios.
Los tipos de las Thompson se abrieron en abanico y tomaron ambas esquinas del café, desde donde dominaban toda el campo visual. El tipo de los puños sucios y un pequeño italiano de ojos enrojecidos cruzaron el salón en dirección a mi mesa.
Stevens emitió una especie de grito sofocado y se puso en pie, pero lo cogí del brazo y lo empujé nuevamente hacia la silla.
—Quédese tranquilo —le ordené entre dientes.
—¡Que nadie se mueva! —vociferó uno de los matones que portaban las Thompson. Su voz cortó el silencio de la sala con tanta facilidad como una bala atraviesa una hoja de papel—. ¡Quiero a todo el mundo sentado, quieto y con la boca cerrada, o tendrán su merecido!
Tanto quienes estaban de pie como quienes estaban sentados se quedaron paralizados, inmóviles como cadáveres; aquello parecía una escenificación con figuras de cera. Un camarero de ojos redondos dejó la mano congelada sobre un sifón; uno de los hombres mayores —la cara tensa— mantenía los dedos sobre la reina en el momento del jaque mate; la chica delgada de cara afilada se quedó sentada cerrando los ojos con todas sus fuerzas y tapándose la boca con las manos; la adolescente se había inclinado hacia delante, con la mandíbula inferior dormida y sus ojos brillando como si estuviesen profiriendo un alarido estremecedor.
Cuando el matón pasó a su lado el alarido saltó de los ojos a la boca y cortó el silencio del salón con un sonido vibrante y estridente. El matón maldijo y la golpeó brutalmente con el cañón de su arma en la deliciosa cara y en el estúpido sombrerito que llevaba. El golpe fue fuerte y el cañón, al hacer contacto con la paja del sombrero, hizo un ruido muy feo y se incrustó en el cráneo. La chica cayó de la silla, comenzó a brotarle sangre de los oídos y se hizo un charco en el suelo. El chico que la acompañaba se puso del color del vientre de un pez y comenzó a retorcerse entre arcadas.
—¡Que nadie se mueva! —ordenó el tipo de la Thompson.
Por el modo de mirar de los matones, supe que empezarían a disparar al menor movimiento. Eran asesinos crueles de gatillo ligero y solo necesitaban una excusa. Yo no podía hacer nada. No habría hecho nada ni siquiera con una pistola; contra dos Thompson la pistola es tan eficaz como un mondadientes contra una placa de acero. Y no habría sido yo el único que terminara perforado.
Los dos matones llegaron a mi mesa.
Yo les miraba, rígido como una piedra, con las manos sobre la mesa. Stevens, a mi lado, respiraba con dificultad, como si le fuera a dar un ataque. El tipo de los puños sucios me miró e hizo una mueca maligna.
—Muévete, hijo de puta, y tus tripas rodarán por el suelo.
Ninguno de los dos matones estaba en la línea de fuego de las Thompson. Uno de ellos cogió a Stevens del brazo.
—Venga. Usted y yo daremos un pequeño paseo.
—Déjalo en paz —mascullé.
El matón me dio un golpe en la cara con el cañón de su arma. No tan fuerte que me hiciera daño, pero lo suficiente para que me doliera.
—¡Cierra el pico! —dijo.
El otro le había clavado la punta de la pistola en un lado y lo estaba sacando por la fuerza de la silla.
—¡No me toque! —protestó Stevens, entrecortadamente, tratando de soltarse.
El matón gruñó, le dio un golpe con el puño y acto seguido lo agarró del cuello y lo sacó volando.
Mi amigo de la camisa sucia se apartó y el matón de la Thompson se me acercó un poco más, con la mira apuntándome al pecho. Me quedé quieto, sosteniéndome la cara, sintiendo en mis dedos la sangre pegajosa y tibia.
Stevens cayó al suelo.
—Venga, daos prisa —gritó el tipo de los puños sucios—. Sacad a este viejo de mierda de aquí. —Se inclinó y lo cogió de uno de los tobillos. Otro le ayudó con la extremidad inferior restante y entre los dos arrastraron a Stevens sobre sus espaldas, apartando cualquier obstáculo en su camino hacia la puerta.
Abrieron la puerta doble de una patada y arrastraron al viejo por la acera hasta un coche que los esperaba. Otro dos matones estaban delante del coche, armados con ametralladoras, amenazando a la multitud que se había amontonado boquiabierta frente al café.
Fue la cosa más fríamente calculada y más desvergonzada que haya visto.
Los matones de las Thompson salieron del café caminando de espaldas y subieron rápidamente al coche. Uno de los que esperaban en la calle se dio la vuelta y me disparó a través de la ventana. Yo me lo esperaba, y en el momento en que se giró me tiré de bruces contra el suelo. Las balas mordieron las paredes; algunos trozos de pared cayeron sobre mi cabeza y mi cuello. Otro proyectil mandó a paseo el tacón de uno de mis zapatos. Luego hubo un alto el fuego y me asomé por encima de la mesa, a tiempo para ver que el matón saltaba sobre el estribo del coche, mientras este doblaba la esquina y desaparecía a gran velocidad.
Me puse en pie como pude y me metí en la cabina telefónica.