Hubo una época en la que me imaginaba como el orgulloso dueño de una oficina bien equipada, llamativa y lujosa. Entre nosotros, Paula y yo habíamos gastado mucho de nuestro dinero (dinero, por cierto, ganado con mucho esfuerzo) en el escritorio, la alfombra, las cortinas y los estantes para libros. Incluso habíamos comprado un par de acuarelas originales pintadas por un artista local que, a juzgar por sus precios, se consideraba a sí mismo un gran maestro.
Pero todo esto fue antes de tener la ocasión de ver las demás oficinas de los edificios Orchid. Algunas eran más elegantes que la mía, y otras, menos, pero las que vi no me hicieron arder en deseos de reconstruir mi oficina por entero, hasta que conocí el despacho de Manfred Willet, el presidente de Glynn y Coppley, abogados. Entonces entendí que tendría que ahorrar muchos dólares antes de poder pagar por el verdadero y auténtico lujo. Su oficina hacía que la mía pareciera un tugurio del Eastside.
Era una sala grande, de altos cielorrasos y artesonados de roble. En un extremo de la sala, ante tres ventanas inmensas que se elevaban casi hasta el techo, había un escritorio lo bastante grande para jugar al billar sobre él. Alrededor de una enorme chimenea de piedra había cuatro o cinco sillas reposeras y un gran Chesterfield. La alfombra, de tan alta, parecía necesitar de un cortacésped.
Sobre la repisa de la chimenea y dispersas alrededor del cuarto sobre mesillas pequeñas había piezas muy bien escogidas talladas en jade. Los objetos de escritorio, de plata maciza, lucían brillantes a fuerza de cariño y pulidos constantes. Las grisáceas persianas venecianas mantenían a raya al sol. Un silencioso equipo de aire acondicionado controlaba la temperatura. Las ventanas dobles, las paredes insonoras y una puerta revestida en caucho terminaban por redondear la apariencia de la estancia. En esa oficina, un rugir de tripas sonaría como una manada de búfalos.
Manfred Willet estaba detrás del inmenso escritorio, fumando un cigarrillo oval grueso adornado con una boquilla de oro. Willet era alto y macizo y tenía unos cuarenta y cinco años. Su pelo oscuro tachonado de gris, su afeitado impecable y su bello rostro hacían juego con el escritorio de caoba. Su traje de corte inglés habría puesto verde de envidia a cualquier estrella de cine. Era de un lino tan inmaculado y tan blanco como la nieve en primavera.
Me dejó hablar. Sus ojos gris verdoso no abandonaron en ningún momento la colección de plumas de plata de su escritorio, y la expresión de su cara lucía tan vacía como un agujero en la pared.
Comencé mostrándole la carta de Janet Crosby; después le hablé sobre mi visita a Crestways, sobre el estado en que estaba aquel lugar, sobre la supuesta enfermedad de Maureen y sobre el hecho sospechoso de que Janet estuviera jugando al tenis dos días antes de morir de endocarditis. Mencioné al doctor Bewley y expliqué que Benny Dwan, que trabajaba para el doctor Salzer, me había seguido en su coche; le conté brevemente mi visita a Eudora y que Dwan había llegado después y la había estrangulado; hablé sobre mi entrevista con el capitán de policía Brandon y sobre sus exigencias en lo que respectaba a Salzer y a Maureen Crosby; mencioné que mis actos perjudicaban a Brandon y le expliqué el porqué de ello.
Continué describiendo el ataque de Dwan y aclarando que lo había liquidado alguien con neumáticos con dibujo en forma de diamante en su coche, e hice hincapié en que los sargentos MacGraw y Hartsell conducían un coche con tales neumáticos. Concluí con el relato sobre mi visita al apartamento de la enfermera Gurney, sobre la mujer que comía ciruelas y sobre la desaparición de la enfermera Gurney. Era una historia larga; contarla me tomó su tiempo, pero el abogado no se impacientó, ni me interrumpió, ni me sugirió que me ahorrase los detalles. Se quedó quieto, mirando la pluma, duro como una estatua, sin perderse ni el más pequeño de los detalles. Detrás de ese rostro de caoba vacío había un cerebro muy, muy despierto.
—Bien, esa es la historia —concluí, y me incliné para descargar la ceniza de mi cigarrillo en el cenicero de su escritorio—. Pensé que usted, como administrador de los bienes, tenía que conocerla. Brandon me ha dicho que devuelva los quinientos dólares.
Cogí mi cartera y puse un fajo de billetes sobre el escritorio. Apoyé mi dedo sobre el fajo y sin atisbo de duda, lo empujé hacia el abogado.
—Hablando en sentido estricto, esto me deja fuera del caso. Por otra parte, usted puede pensar que debería haber una investigación sobre todo esto. Si así fuera, me encantaría seguir adelante. Francamente, señor Willet, todo este asunto me interesa mucho.
El abogado me miró fijamente. Pasaron varios segundos en los que parecía no verme. Estaba, ciertamente, pensando.
—Una historia extraordinaria —dijo de repente—. Le habría creído aunque no conociera la reputación de su compañía. Usted ha manejado varios trabajos difíciles para clientes míos y ellos me han hablado muy bien de usted. Por lo que me ha contado, creo que tenemos argumentos para comenzar una investigación, y me encantaría que fuera usted quien la llevara a cabo.
Arrastró su silla hacia atrás y se puso de pie.
—Solo espero que entienda que esta investigación debe ser secreta y que no quiero que mi firma aparezca vinculada a la misma de ninguna manera. Le pagaremos sus honorarios, pero usted deberá asegurarse de mantenernos a cubierto. Nuestra posición es difícil. No estamos autorizados a hurgar en los asuntos de la señorita Crosby a menos que estemos seguros de que algo va mal, y en este momento ni siquiera estamos seguros de eso, por muchas sospechas que tengamos. Si usted descubre alguna evidencia tangible que conecte definitivamente a la señorita Crosby con estos sucesos extraordinarios, entonces, por supuesto, podremos salir a la luz. Pero no antes.
—Eso complica un tanto las cosas —dije—. Confiaba en que usted pudiera mantener a raya a Brandon.
Le brillaron los ojos.
—Seguro que usted podrá manejar a Brandon sin mi ayuda. Pero si llegara a ponerse demasiado… pesado, siempre podría consultarme como abogado. Si se atreve a atacarlo, estaré encantado de representarlo ante el tribunal sin cargo alguno.
—Vaya trato —repliqué, sarcásticamente—. Eso, si sobrevivo al ataque.
Al abogado, un ataque de la policía no le parecía algo por lo que uno debiera preocuparse.
—Supongo que usted ajustará sus honorarios para cubrir ciertos riesgos personales —dijo con ligereza—. Después de todo, un trabajo como el suyo implica riesgos.
«Los honorarios subirán hasta el firmamento», pensé.
—Todo resuelto, pues. Entonces ¿puedo seguir?
El abogado comenzó a caminar en círculos por el cuarto, con las manos detrás de su espalda, la cabeza doblada, los ojos sobre la alfombra, el ceño fruncido.
—Oh, sí. Usted siga.
—Hay algunas preguntas que quisiera hacer —añadí, encendiendo otro cigarrillo—. ¿Cuándo vio por última vez a Maureen Crosby?
—En el entierro de Janet. No la he visto desde entonces. Sus asuntos con nosotros son absolutamente administrativos. Cualquier papel que necesite de su firma se le envía a través del correo. No he tenido ninguna otra ocasión de verla.
—¿No sabe que ella está enferma?
Él negó con la cabeza. No, él no tenía ninguna idea de que lo estuviera.
—¿Cree que la muerte de Macdonald Crosby fue un accidente? —espeté.
Mi pregunta lo cogió por sorpresa.
—¿Qué insinúa? Por supuesto que fue un accidente.
—¿No pudo ser un suicidio?
—No había razón para que Crosby quisiera suicidarse.
—Que usted sepa.
—Generalmente un suicida no se dispara con una escopeta si tiene un revólver, y Crosby tenía un revólver. La escopeta complica las cosas.
—Si se hubiera suicidado, ¿eso habría afectado a su herencia?
—Pues sí. —Sus ojos ahora mostraban sorpresa—. Tenía un seguro de vida por un millón y medio de dólares, pero la póliza quedaba anulada en caso de suicidio.
—¿Quién recibió el dinero del seguro?
—No veo adónde quiere ir a parar con esto —dijo, volviendo a sentarse en su escritorio—. Quizá debería explicármelo.
—Me parece extraño que ese Salzer, que no es médico colegiado, haya firmado el certificado de defunción. El forense y Brandon tuvieron que ponerse de acuerdo con él. Estoy tratando de convencerme de que no hubo nada siniestro en la muerte de Crosby. Suponga que Crosby se suicidó. Según usted, los herederos habrían perdido un millón y medio de dólares. Pero un charlatán, un forense y un capitán de la policía poco escrupulosos y con la disposición adecuada, podrían arreglarlo todo para que pareciera un accidente, ¿verdad?
—Eso que dice es un poco arriesgado. ¿Ha dicho que Salzer no es médico?
—No lo es. ¿Quién recibió el dinero del seguro?
—Janet. Y, tras su muerte, Maureen.
—Vamos, que Maureen ahora tiene un millón y medio en efectivo, ¿verdad?
—Sí. Intenté convencer a Janet de que invirtiera el dinero, pero ella prefirió dejarlo en el banco. Luego pasó en efectivo a Maureen.
—¿Qué sucedió después? ¿Todavía está en el banco?
—Según la información de que dispongo, sí. No tengo acceso a su cuenta.
—¿Podría conseguirlo?
Me miró fijamente por unos instantes.
—Podría, pero no sé si debería.
—Sería interesante averiguar cuánto le queda. Si Franklin Lessways, el forense, y Brandon obtuvieron lo suyo es posible que no quede mucho. Sería bueno poder averiguarlo.
—De acuerdo, veré qué se puede hacer. —El abogado se frotó la quijada cuidadosamente—. Supongo que se podrían tomar acciones contra Salzer si lo que usted dice es verdad; él no tenía ningún derecho a firmar el certificado de defunción. No estoy impaciente por dejarme ver todavía. No parece haber duda acerca del accidente y la compañía de seguros quedó satisfecha en su momento.
—Habrá dudas si se demuestra que Brandon y el forense falsificaron el certificado. En mi opinión fue Salzer quien financió tanto a Lessways como a Brandon. ¿Qué sabe sobre Lessways?
Willet hizo una mueca.
—Oh, pudieron haberle comprado. No tiene precisamente buena reputación.
—¿Conocía usted bien a Janet Crosby?
Él negó con la cabeza.
—La vi dos o tres veces. No más.
—¿Parecía una persona con una afección cardíaca?
—No, pero eso no significa nada. Mucha gente tiene problemas cardíacos que no son visibles.
—Pero no juegan al tenis dos días antes de morir, como Janet.
Podía notar que él comenzaba a sentirse preocupado.
—¿Qué insinúa?
—Nada. Solo estoy indicando un hecho. No me cuadra la idea de que ella muriera de un paro cardíaco.
El silencio en el cuarto era lo bastante pesado para hundir un acorazado.
—Usted no estará sugiriendo que… —comenzó a decir.
—No todavía —interrumpí—. Solamente es algo que debemos tener presente.
Evidentemente, aquello no le gustó nada.
—Pero dejemos eso para otro momento —continué— y concentrémonos en Maureen Crosby. Teniendo en cuenta el estado de la casa y lo que la enfermera Gurney me contó, es posible que Maureen no esté viviendo en Crestways. Y si ella no está allí, ¿dónde está?
—Siga —dijo el abogado—. Siga.
—¿Estará en el sanatorio de Salzer? ¿Cree usted que podría estar presa allí?
Eso le hizo saltar de la silla.
—Está dejando que su imaginación lo lleve demasiado lejos. Maureen me envió una carta la semana pasada.
—Eso no significa mucho. ¿Por qué motivo le escribió?
—Le pedí que firmara algunos papeles. Ella los firmó y me los mandó de vuelta con una nota dándome las gracias por enviarlos.
—¿La carta venía de Crestways?
—La dirección de la carta era Crestways.
—Eso no prueba que ella no esté prisionera. No estoy diciendo que lo esté, pero esa es otra cosa que tendremos que tener presente.
—Podemos descubrirlo enseguida —dijo enérgicamente—. Le escribiré y le pediré que me invite. Me inventaré una excusa profesional para entrevistarme con ella.
—¡Buena idea! ¿Me dirá cómo le ha ido? Podría seguirla cuando la deje para ver adónde va.
—Ya le contaré.
Me puse de pie.
—Creo que eso es todo. ¿Se acordará de revisar el extracto de su cuenta?
—Veré lo que puedo hacer. No vaya muy deprisa, Malloy. No deseo ningún contraataque. ¿Lo entiende?
—Haré lo posible.
—¿Qué piensa hacer ahora?
—Tengo que hacer algo por la enfermera Gurney. Me gusta mucho esa muchacha. Si está viva, tengo que encontrarla.
Cuando lo dejé, Willet parecía un abogado muy preocupado, un hombre de mediana edad acosado por las dudas. Por lo menos, así demostró que era humano.