V

Sin saber qué hacer, miré al exterior por la ventana de la sala de estar; allí estaba el pequeño techo de mi Buick.

La chica no podía haber ido muy lejos sin medias ni zapatos, a no ser que… Volvió a mi cabeza la imagen de Eudora Drew, tumbada en la cama con aquel pañuelo rodeándole el cuello.

Por algunos instantes me quedé allí quieto, de pie, indeciso. No había mucho que hacer, nada a lo que aferrarme. Suena el timbre de la puerta; ella dice que es el tendero; sale al pasillo y desaparece. Sin gritos; sin manchas de sangre; sin señales.

Fui a la puerta delantera y me fijé en la del apartamento opuesto. Crucé el pasillo y toqué el timbre. Una mujer abrió la puerta casi inmediatamente, como si hubiera estado esperando mi llamada.

Era baja y rolliza, de cara redonda, pelo blanco y piel suave. Unos ojos azules y brillantes, vagos, del tono de las nomeolvides, eran su único rasgo notable. Calculé que estaría cerca de los cincuenta. Cuando sonrió me mostró unos dientes grandes y demasiado blancos que no podían ser naturales.

Llevaba un abrigo y una falda beige que debían haberle costado mucho dinero, pero que no le hacían ningún favor a su figura. Su mano, pequeña, gorda y blanca, sostenía un saco de papel.

—Buenos días —dijo, y sus dientes grandes casi me cegaron con su blancura.

—Lamento molestarla —me disculpé, levantando mi sombrero—. Estoy buscando a la enfermera Gurney. —Señalé hacia la puerta de Gurney—. Ella vive allí, ¿no?

La mujer regordeta metió la mano en el saco de papel y cogió una ciruela. La examinó de cerca, con suspicacia. Satisfecha, se la metió en la boca. La miré, fascinado.

—Pues sí —respondió con voz amortiguada—. Sí, ahí vive —dijo levantando una mano ahuecada, lista para sacar de su boca el hueso de la fruta, el cual guardó de una manera muy refinada dentro del saco—. ¿Quiere una ciruela?

Dije que no me gustaban las ciruelas y le agradecí el gesto.

—Son buenas para la salud —señaló, hundiendo la mano en el saco para sacar otra pieza de fruta. Esta vez la ciruela no pasó su escrutinio, la separó de las demás y buscó otra más acorde a su gusto.

—¿Usted no la ha visto? —pregunté, mirando como el manjar desaparecía entre aquellos enormes dientes.

—¿A quién?

—A la enfermera Gurney. Acabo de entrar y me he encontrado la puerta delantera abierta. He tocado el timbre pero no contesta.

Ella masticó su ciruela. Su mente poco lúcida estaba completamente en blanco. Después de librarse del hueso de ciruela, dijo:

—Debería comer ciruelas. No tiene buen color, usted. Yo como dos kilos al día.

Por su silueta, se notaba que no era lo único que comía.

—Bien, tal vez le haga caso uno de estos días —dije pacientemente—. ¿La enfermera Gurney no está en su apartamento?

Hurgó dentro del saco de papel otra vez y, de pronto, miró para arriba, asustada.

—¿De qué me habla?

Siempre que me cruzo con una mujer como esta me alegro mucho, pero mucho, de ser soltero.

—De la enfermera Gurney —recordé, haciendo señales con las manos, como hago cuando hablo con un extranjero—. La mujer que vive en ese apartamento. Me preguntaba si no estaría con usted.

Los ojos azules parecían perdidos.

—¿La enfermera Gurney?

—Exacto.

—¿En mi apartamento?

Tomé aire.

—Sí. ¿Ella no está en su apartamento, verdad?

—¿Por qué debería estar aquí?

Sentí que la sangre comenzaba a zumbar en mis oídos.

—Bien. Como puede ver, su puerta está abierta. Ella no parece estar en casa. Me preguntaba si ella no se habría cruzado con usted.

Otra ciruela. Evité mirarla. Esos dientes comenzaban a minar mi estabilidad mental.

—Oh, no, ella no ha venido.

Por lo menos era un progreso.

—¿Y no sabría decirme dónde está?

El hueso de la ciruela cayó en el saco. En la cara gorda y vacía se hizo visible una expresión de dolor: la mujer estaba pensando.

—Quizá esté en… en el cuarto de baño —dijo, por último—. ¿Por qué no espera y toca otra vez?

Un comentario de la más brillante estupidez.

—Ella no está allí dentro. He mirado.

La mujer estaba a punto de morder otra ciruela. En lugar de hacerlo, levantó la cabeza para dirigirme una mirada llena de reproche.

—Eso no está nada bien.

Me saqué el sombrero y me pasé los dedos por el pelo. Si aquello continuaba un poco más me encontrarían subiéndome por las paredes.

—Llamé antes de entrar —farfullé entre dientes—. Si ella no está con usted volveré allí e intentaré llamar otra vez.

La mujer seguía mascullando algo, o al menos eso denotaba la expresión dolorida de su rostro.

—Sé lo que haría yo si estuviera en su lugar —dijo.

Podía imaginar lo que haría, pero no se lo dije. Tenía la impresión de que se sentiría insultada.

—Dígame.

—Le preguntaría al conserje. Es un hombre muy servicial. —Luego lo arruinó todo diciendo—: ¿Seguro que no quiere una ciruela?

—Seguro, seguro. Muchas gracias, le haré caso e iré a ver al conserje. Lamento haberle robado tanto tiempo.

—Pues ha sido un placer. —Y sonrió.

Di unos pasos para atrás. La mujer, mientras cerraba la puerta, se metió otra ciruela en la boca.

Cogí el ascensor en dirección al vestíbulo y bajé por las escaleras polvorientas y oscuras que conducían al sótano. Al final de las escaleras me esperaba una puerta, CONSERJE, rezaba el solitario cartel.

Levanté la mano y golpeé la puerta. Apareció un hombre delgado con un cuello largo y fibroso, vestido con un peto descolorido. Era viejo y olía ligeramente a creosota y whisky. Me inspeccionó sin demasiado interés, tras lo cual su garganta dejó salir una sola y ronca palabra:

—¿Sí?

Tuve la sensación de que no iba a conseguir mucha ayuda de ese viejo a menos que le sacudiera de su letargo. Se le notaba en la mirada que raramente se alejaba de la oscuridad y que su contacto con otros seres humanos era escaso. Rip Van Winkle[1] y él habrían formado una buena dupla para los negocios, aunque solo con Van Winkle a la cabeza; no de otra manera; decididamente no de otra manera.

Me incliné hacia delante y enganché un dedo en el bolsillo de su peto.

—Escuche, colega —dije, en el tono duro de los polis de Orchid City—. Quítese el heno de su pelo. Necesito un poco de cooperación de su parte. —Mientras le hablaba, lo sacudí adelante y atrás—. El apartamento 246. ¿Qué se cuece allí?

Se tragó la manzana de Adán dos veces. La segunda vez creí que ya no podría salir a la superficie, pero finalmente lo hizo, aunque solo un poco.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, parpadeando—. ¿Cuál es el problema con el apartamento 246?

—Eso es precisamente lo que le estoy preguntando. La puerta de entrada está abierta y no hay nadie allí. Usted debería saber cuándo una puerta está abierta sin motivo.

—Ella está allí —balbuceó el viejo—. Siempre está allí a esta hora.

—Pues ahora no está. Venga, colega. Usted y yo vamos a subir a echar un vistazo.

Me siguió, manso como un cordero. Mientras el ascensor subía, me dijo débilmente:

—La que vive allí es una buena muchacha. ¿Qué quiere la policía de ella?

—¿He dicho yo que la policía quiera algo de ella? —pregunté, frunciendo el entrecejo—. Lo único que quiero saber es porqué la puerta de su casa está abierta si ella no está allí.

—Tal vez haya olvidado cerrarla al salir —concluyó después de darle vueltas al asunto. Pude ver que estaba satisfecho con su idea.

El ascensor se detuvo con un crujido. Me alegró poder salir de allí, no parecía bastante fuerte para soportar a una persona, y menos todavía a dos.

—¿La vio salir?

Negó con la cabeza.

—¿La habría visto si hubiera salido?

—Sí. —La manzana de Adán volvió a movérsele—. Mi sitio da a la entrada principal de la finca.

—¿Está usted seguro de que ella no salió en los últimos diez minutos?

—No podía asegurarlo; estuve preparando el almuerzo.

Caminamos por el pasillo largo hasta llegar al apartamento de la enfermera. Registramos cada habitación, pero no había ni rastro de ella.

—No está aquí —dije—. ¿Cómo ha podido dejar el edificio sin usar la entrada principal?

Se quedó mirando fijamente la pared, concentrado, y finalmente insistió en que no había otra salida.

Apunté con el dedo la puerta del otro piso.

—¿Quién es la mujer gorda que come ciruelas?

—¿Ciruelas? —repitió, dando un paso hacia atrás. Supongo que pensó que yo estaba loco.

—Sí. ¿Quién es?

Clavó la mirada en la puerta del apartamento 244. Cuando se volvió hacia mí, sus viejos ojos brillaban de miedo.

—¿Allí adentro, señor?

—Sí.

Él negó con la cabeza.

—Ahí no hay nadie. Ese piso está en alquiler.

De repente, un escalofrío me recorrió el espinazo. Pulsé el timbre, pero nadie se acercó a la puerta.

—¿Tiene una llave maestra?

El viejo rebuscó en sus bolsillos, sacó una llave y me la dio.

—No hay nadie dentro, señor —insistió—. Lleva vacío unas cuantas semanas.

Giré la cerradura, abrí la puerta y me encontré con un recibidor idéntico al de la enfermera Gurney. Registré rápidamente todas las habitaciones. El lugar estaba tan vacío y pelado como un set de filmación al final de un rodaje.

La ventana del cuarto de baño daba a una salida de emergencias. Levanté la hoja de la ventana y saqué fuera de la misma parte de mi cuerpo. Abajo estaba el callejón que conducía a la avenida Skyline; habría sido fácil para un hombre fuerte bajar a esa muchacha por allí y meterla en un coche.

Tras un segundo registro mis ojos alcanzaron a ver un hueso de ciruela que reposaba sobre uno de los escalones de hierro. Lamenté que la mujer no se hubiera atragantado con él; seguramente la habría asfixiado.