La rubia menuda que se ocupaba de la central telefónica en la oficina exterior me saludó con una sonrisa cómplice. Abrí la puerta que consignaba en letras de oro que aquel sitio era Universal Services y que agregaba, en la esquina inferior derecha y en letras más pequeñas: Victor Malloy, director ejecutivo.
—Buenos días, señor Malloy —dijo, mostrándome sus pequeños y hermosos dientes blancos. La chica tenía una nariz altiva y modales de cachorro. Daba la sensación de que solo había que darle una palmadita para que meneara la cola. Era una niña bonita de dieciocho años y con dos amores en el corazón: Bing Crosby y yo.
Las dos niñas sentadas detrás de las máquinas de escribir eran otros cachorros igual de rubios. Me sonrieron como si yo fuera su héroe y saludaron al unísono:
—Buenos días, señor Malloy.
El señor Malloy echó un vistazo a su harén y se dijo que era una mañana maravillosa.
—La señorita Bensinger está en los edificios del Condado. Puede que llegue un poco tarde —informó la rubia de la centralita.
—Gracias, Trixy. Estaré en la oficina. Cuando llegue, dile que quiero verla.
Ella bajó la cabeza y me miró de un modo que habría significado algo si no trabajara para mí. Luego se dio la vuelta sobre su taburete para contestar una llamada entrante.
Cerré la puerta de mi oficina. El reloj de la recepción marcaba las diez y cinco, demasiado pronto para tomarme la copa que necesitaba desesperadamente. Después de un momento de vacilación, llegué a la conclusión de que la botella no tenía modo de saber cuán temprano era, así que la saqué fuera del cajón del escritorio y tomé un pequeño y vergonzante trago. Luego me senté, encendí un cigarrillo y ojeé el correo de la mañana, en busca de algo que captara mi interés. Dejé el montón de cartas en la bandeja de Paula para que ella se hiciera cargo, puse los pies sobre el escritorio y cerré los ojos. Después de la emoción de la noche anterior, me sentía un poco desgastado.
Una mosca se puso a zumbar alrededor de mi cabeza; desde la oficina exterior me llegaba el repiqueteo de las dos máquinas de escribir; Trixy jugaba con las clavijas del conmutador. Me quedé dormido.
A las once menos veinte la voz de Paula me despertó repentinamente. Apenas si me dio tiempo a quitar los pies del escritorio y arrastrar hacia mí la bandeja de la correspondencia.
—¡Mira quién ha llegado! —dije, tan animadamente como me fue posible—. ¡Pasa!
—Ya que duermes en la oficina, ¿por qué no tratas de evitar los ronquidos? —espetó, cogiendo una silla y tomando asiento—. Afectas negativamente a la moral del equipo.
—Su moral está baja desde hace años —repliqué, sonriendo—. Anoche no dormí ni dos horas, y esta mañana me siento viejo y cansado. Trátame con cariño.
Sus fríos ojos color café se fijaron en la herida de mi mejilla y sus cejas se levantaron.
—¿Problemas?
—De lo más excitantes.
Le conté todos los detalles de lo ocurrido la noche anterior durante la visita de Benny Dwan.
—¿Está muerto? —preguntó, anonadada—. ¿Quién le disparó?
—No estoy seguro, pero me puedo hacer una idea —dije, apoyando los pies sobre el escritorio—. La policía llegó diez minutos después de que llamara a Mifflin, pero Mifflin no estaba entre ellos. ¿Te acuerdas de los dos policías del cuartel? ¿El tío pelirrojo y el otro con pinta de matón? Pues fueron ellos quienes vinieron. El sargento MacGraw (ese es el pelirrojo) y el sargento Hartsell. Son un par sumamente educado, agradable y discreto. No se preocuparon en disimular la alegría que les producía que Dwan estuviera muerto. Desde luego, es comprensible: de este modo, Salzer queda a salvo. Le basta con declarar que Dwan ya no trabajaba para él. Quedará, por supuesto, descubrir por qué Dwan robó el coche de Salzer, mató a Eudora y trató de matarme a mí, pero eso está en manos de la policía, y apuesto a que nunca conseguirán averiguarlo.
—Has dicho que tienes una idea sobre quién mató a Dwan.
—Sí. Cuando se llevaron a Dwan di unas vueltas en busca de pistas. Los polis llegaron con un coche patrulla cuyos neumáticos tenían un diseño en forma de rombo, el mismo diseño que encontré sobre la arena y en el fondo de mi casa. Sospecho que me estaban vigilando y que fueron espectadores privilegiados del pequeño espectáculo que me tenía preparado Dwan. Luego, cuando vieron que lo había derribado, no pudieron con la tentación: se acercaron y lo silenciaron.
—¿Quieres decir que sospechas que dos agentes de policía…? —comenzó Paula, con los ojos abiertos en toda su circunferencia.
—Piensa en todo lo que se evitan de esa forma —argumenté—. Ponte en su lugar. Un tipo buscado por homicidio que seguramente no dudará en hablar frente a un tribunal y que, sin duda, tiene un montón de información interesante para la prensa. Brandon es colega de Salzer. ¿Qué puede haber más conveniente que meterle a Dwan una bala en la cabeza para ahorrarse un juicio que expondría a la luz pública al amiguito de Brandon? Es sencillo, ¿verdad? Desde luego, puede que me equivoque, pero lo dudo mucho. De todos modos, no ganamos nada haciendo conjeturas. Dejemos el tema a un lado y dediquémonos a lo nuestro. ¿Has podido ver los testamentos de los Crosby?
Paula asintió con la cabeza.
—Janet no hizo testamento. Crosby le dejó tres cuartos de su fortuna a ella y el otro cuarto a Maureen. Evidentemente, Janet era su favorita. Maureen solo pudo acceder a toda la herencia cuando Janet murió, y bajo la premisa de cambiar su comportamiento. El testamento consigna que si Maureen vuelve a meterse en líos o a salir en los periódicos, toda su fortuna pasará al Centro de Investigaciones de Orchid City y ella solo recibirá mil dólares al año. Los albaceas de Crosby son Glynn y Coppley, y sus oficinas están en la tercera planta de nuestra finca. La mitad del capital está bloqueado pero Maureen puede disponer libremente del resto, siempre y cuando se comporte correctamente.
—Eso es una perita en dulce para un chantajista —dije—. Si mete la pata y algún sin escrúpulos llega a saberlo, puede sacarle todo cuanto tiene. No creo que le hiciera gracia tener que vivir con mil dólares al año, ¿verdad?
Paula se encogió de hombros.
—Muchas chicas viven con menos.
—Seguro, pero no las hijas de los millonarios. —Cogí el abrecartas y me puse a hacer agujeros sobre el escritorio—. Entonces, Janet no dejó testamento, lo cual significa que Eudora no heredó nada. ¿De dónde sacaba su dinero? —Levanté la mirada en dirección a Paula—. Supongamos que estaba al tanto de la adicción de Maureen, y que Maureen le pagaba para que mantuviera la boca cerrada; es solo una idea. Entonces aparezco yo y Eudora cree que puede sacar un poco más de dinero. Me cita a las nueve y llama por teléfono a Maureen o a su representante, digamos que al doctor Salzer. De hecho, bien podría ser el doctor. «O me dais más pasta o hablo», dice. Salzer envía a Dwan para que Eudora entre en razón. En lugar de ello o, tal vez, siguiendo órdenes, la liquida. ¿Qué te parece?
—Suena bien —respondió Paula, dubitativa—, pero no son más que conjeturas.
—De acuerdo, son conjeturas, pero tal vez sean ciertas. Creo que voy a tener que hablar otra vez con la enfermera Gurney. Mira, Paula, Gurney no trabaja durante el día, ¿podrías llamar a la asociación de enfermeras para pedir su dirección? Cuéntales alguno de tus cuentos.
En cuanto Paula salió de la oficina tomé otro trago de whisky y fumé otro cigarrillo.
Primero la enfermera Gurney y después Glynn y Coppley, me dije.
Paula volvió al cabo de unos minutos y deslizó un trozo de papel sobre mi escritorio.
—Avenida Hollywood número 3882, apartamento 246 —informó—. ¿Sabes que es una de las enfermeras del doctor Salzer?
—¿Lo es? —dije con indiferencia, empujando mi silla hacia atrás—. Pues mira tú qué bien, ¿no? Otra pista que nos lleva a Salzer. —Empujé mi bandeja del correo en dirección a Paula—. No hay mucho que hacer con esto. Nada que no puedas manejar.
—Me alegra saberlo. —Cogió la bandeja—. ¿Seguiremos con el caso?
—Todavía no lo sé. Te lo diré esta tarde —contesté, buscando mi sombrero—. Nos vemos.
Tardé media hora en llegar a la avenida Hollywood. El tráfico de media mañana en la avenida Central ralentizaba el paso, pero yo no tenía prisa.
En el número 3882 de la avenida Hollywood se levantaba un bloque de pisos de seis plantas construido a toda prisa para ganar dinero rápido a expensas de la comodidad de los compradores. El recibidor era oscuro y desangelado. En el ascensor había sitio suficiente para tres personas a las que no les preocupara demasiado viajar como sardinas. De las escaleras que daban al sótano colgaba un torcido cartel impreso que tenía escrito CONSERJE en letras azules.
Entré en el ascensor, cerré la puerta de rejilla y marqué la segunda planta. El ascensor subió crujiendo como si le doliera moverse. El de la segunda planta era un pasillo sin fin, flanqueado a ambos lados por lamentables y desconchadas paredes. Después de una caminata de medio kilómetro llegué al apartamento 246, al final del pasillo, de frente a otro apartamento. Atornillé mi pulgar sobre el timbre, me recosté en la pared y busqué un cigarrillo. Sospechaba que la enfermera Gurney estaba en su cama. Me pregunté si estaría contenta de verme otra vez. Esperaba que sí.
Tuve que esperar un par de minutos hasta que se abrió la puerta. La enfermera Gurney se veía mucho más interesante sin su uniforme de enfermera. Llevaba un salto de cama hasta los tobillos que dejaba las rodillas a la vista; sus pies y piernas estaban desnudos.
—Vaya, hola —dijo ella—. ¿Quieres entrar?
—No me importaría.
Se hizo a un lado.
—¿Cómo encontraste mi dirección? —preguntó, conduciéndome a una pequeña sala de estar—. Esto es toda una sorpresa.
—¿Verdad que lo es? —dije, arrojando mi sombrero sobre una silla—. Parece que te he despistado.
Ella rió nerviosamente.
—Estaba mirando por la ventana y te vi llegar. He tenido tiempo para recuperarme. ¿Cómo supiste que vivía aquí?
—Llamé a la asociación de enfermeras. ¿Ya te ibas a la cama?
—Ajá. Pero no pienses en irte por eso.
—Métete en la cama que me sentaré a tu lado y te cogeré de la mano.
Ella negó con la cabeza.
—Eso suena aburrido. Tomemos un trago. ¿Has venido por algo en especial o es una visita social?
Me repanchingué en una butaca.
—Mitad y mitad. No me pidas que prepare las bebidas, estoy en baja forma. No dormí bien ayer por la noche.
—¿Con quién estuviste?
—No se trata de eso.
Alcancé agradecido la copa y la levanté para brindar. Ella se acercó y se tiró en el diván dejando caer su salto de cama. Mis ojos tuvieron tiempo para estar a punto de estallar antes de que ella se ajustara la ropa de nuevo.
—¿Sabes que no esperaba volver a verte? —dijo ella, sosteniendo el vaso de whisky y con hielo de tal manera que su mentón se apoyaba sobre el borde de vidrio—. Creía que eras uno de esos tíos de «toco y me voy».
—¿Yo? ¿Uno de esos? No, chica, no lo has pillado bien. Soy de los tíos firmes y fieles que nunca sueltan su presa.
—No pienso apostar. Esperaré hasta que la novedad haya desaparecido —dijo un poco amargamente—. ¿Está bien esa copa?
—Está muy bien. —Estiré las piernas y bostecé. Me sentía cansado, lo bastante para colarme silenciosamente en la madriguera de una ardilla y quedarme allí—. ¿Cuánto tiempo crees que cuidarás de la muchacha Crosby?
Fue una pregunta sin intención, pero ella me dirigió inmediatamente una mirada sostenida y sorprendida.
—Las enfermeras nunca hablan de sus pacientes —dijo ella con remilgos. Acto seguido tomó un sorbo de su bebida.
—A menos que tengan una buena razón para hacerlo —repuse yo—. Dime la verdad, ¿no querrías cambiar de trabajo? Yo podría ayudarte.
—¡Claro que cambiaría! ¡Estoy hasta las narices del mío! Hasta te diría que me cuesta llamarlo trabajo, porque la verdad es que allí no hay nada que hacer.
—Seguramente debe de haber algo que hacer…
Ella negó con la cabeza y comenzó a decir algo. Pero de pronto cambió de idea.
—¿Qué trabajo podrías conseguirme? —preguntó—. ¿Quieres que te cuide a ti?
—Nada me haría más feliz. Pero no, no es para mí, sino para un amigo mío. Depende de un pulmón artificial y quisiera que una enfermera bonita lo animara. Tiene un montón de dinero. Podría hablarle de ti si me lo pidieras.
Ella pareció considerarlo. Luego frunció el ceño y negó con la cabeza.
—No puedo hacerlo. Quiero, pero hay dificultades.
—No veo por qué. La asociación de enfermeras podrá arreglarlo.
—No estoy contratada por la asociación de enfermeras.
—Eso lo hace todavía más fácil, ¿no? Si eres independiente…
—Estoy contratada por el doctor Salzer. Es el mandamás de la clínica mental Salzer, que queda más arriba, en Foothill Boulevard. Tal vez hayas oído hablar de él.
Asentí con la cabeza.
—Salzer, ¿eh? ¿No es el doctor de Maureen?
—Sí. Al menos eso creo. Nunca le he visto cerca de ella.
—¿Cómo lo hace, entonces? ¿Tiene un ayudante?
—Nadie se acerca a ella.
—Eso es raro, ¿no crees?
—¿No estás haciendo muchas preguntas?
Le sonreí con una mueca.
—Soy un tipo curioso. ¿Maureen no debería tener un doctor?
Ella me miró.
—Entre tú y yo, no lo sé. Nunca la he visto.
Me incorporé, derramando algo de mi whisky.
—¿Que nunca la has visto? ¿Qué quieres decir? ¿No estás a cargo de ella?
—No debería decírtelo, pero estoy preocupada y tengo que contárselo a alguien. Prométeme que no se lo dirás a nadie más.
—¿A quién podría contárselo? ¿Me estás diciendo que nunca has visto a Maureen Crosby?
—Exacto. La enfermera Fleming no me deja entrar en el cuarto de la enferma. Mi trabajo es hacerme cargo de los posibles visitantes, y ahora que nadie nos visita, no tengo nada que hacer.
—¿Qué haces, entonces, por las noches?
—Nada. Duermo en la casa. Si suena el teléfono se supone que debo contestarlo. Pero nunca suena.
—¿Y nunca has entrado en la habitación de Maureen cuando la enfermera Fleming no está?
—No he podido, porque mantienen la puerta trabada. Apuesto a que ni siquiera está en la casa.
—¿Dónde crees que está? —pregunté, inclinándome hacia delante sin molestarme en disimular mi entusiasmo.
—Si lo que Fleming dice es cierto, podría estar en la clínica.
—¿Y qué es exactamente lo que dice Fleming?
—Ya te lo he dicho: que está sufriendo el síndrome de abstinencia.
—Si está en el sanatorio, ¿a qué viene el engaño? ¿Por qué no decir directamente que está allí? ¿Qué sentido tiene contratar un par de enfermeras y crear una situación falsa?
—Amigo, si supiera la respuesta, te la daría —dijo la enfermera Gurney, y acabó con su bebida—. Es una coincidencia condenadamente jodida: siempre que tú y yo nos encontrarnos, hablamos de Maureen Crosby.
—Pero no todo el rato —dije, poniéndome en pie y sentándome a su lado, en el sofá—. ¿Hay algún motivo por el cual no puedes dejar a Salzer?
—Tengo un contrato por dos años. No puedo dejarlo ahora.
Dejé que mis dedos le tocaran la rodilla.
—¿Qué clase de tipo es Salzer? He oído decir que es un charlatán.
Ella me dio un golpe en la mano.
—Es un buen hombre. Quizá sea un charlatán, pero él solo pone a dieta a los pacientes y recoge el dinero. No hace falta ser un hombre cualificado para hacer eso.
Mi mano se perdió de nuevo en su rodilla.
—¿Crees que podrías ser una muchacha lista e inteligente y descubrir si Maureen está en el sanatorio? —pregunté, y comencé una maniobra complicada.
Le dio otra palmada a mi mano, esta vez con mayor dureza.
—¿Vuelves con Maureen?
Me froté el dorso de la mano.
—Tú sí que sabes golpear.
Ella se rió nerviosamente.
—Las chicas guapas como yo tenemos que aprender a defendernos.
Entonces el timbre de la puerta sonó insistentemente.
—No contestes —dije—. Estoy listo para dejar de hablar de Maureen.
—No seas tonto. Es el tendero de la tienda de ultramarinos.
—¿Qué tiene él que no tenga yo?
—Te lo explicaré cuando regrese. No puedo morirme de hambre solo para agradarte.
Salió del cuarto y cerró la puerta; aproveché la oportunidad para refrescar mi bebida, y después me tumbé en el diván. Todo lo que ella me había dicho había sido muy interesante. Tanto el descuidado jardín como los chinos jugando a los dados, el chófer que tallaba madera y el mayordomo fumador demostraban una verdad evidente: que Maureen ya no vivía en Crestways. Pero ¿entonces dónde estaba? ¿En el sanatorio? ¿Sobreponiéndose al síndrome de abstinencia? La enfermera Fleming lo sabía. El doctor Jonathan Salzer lo sabía también. Probablemente hasta Benny Dwan estaba al tanto. Si Glynn y Coppley aún no estaban enterados de todo aquello, seguramente la historia les iba a encantar.
Comenzaba yo a vislumbrar en este negocio un sesgo financiero. Mi cabeza volvió a Brandon. Si tuviera a Glynn y Coppley de mi parte, difícilmente Brandon se atrevería a iniciar ninguna acción. Glynn y Coppley eran los mejores y los más famosos y costosos abogados de California. Tenían sucursales en San Francisco, Hollywood, Nueva York y Londres. No eran la clase de gente que se deja amedrentar por un granuja como Brandon. De hecho, tenían suficientes contactos para sacarlo a patadas de su propia oficina.
Cerré los ojos y pensé en lo agradable que sería librarse de Brandon y tener en la policía un capitán bueno y honesto, como Mifflin. Cuánto más fácil sería conseguir cooperación en lugar de amenazas en callejones oscuros.
Entonces se me ocurrió que la enfermera Gurney estaba tardando más de lo necesario en recoger unos comestibles y me incorporé, frunciendo el ceño. No se la oía. No se oía nada. Dejé mi bebida en el suelo y me puse en pie. Crucé el cuarto, abrí la puerta y miré hacia el pasillo. La puerta delantera estaba entreabierta, pero no había nadie junto a ella. Miré furtivamente en el pasillo, pero como no vi nada más que la puerta del apartamento opuesto, volví al pasillo. Quizá esté en el lavabo, pensé, y regresé al salón. Me senté y esperé, pero solo conseguí ponerme cada vez más nervioso. Después de cinco minutos me acabé la bebida y fui a la puerta otra vez.
En alguna parte del apartamento un refrigerador emitió un ronco zumbido que me hizo saltar del susto. Levanté la voz y la llamé:
—¡Hola! —Nadie contestó.
Moviéndome en silencio, abrí la puerta de la sala de estar y eché un vistazo a una habitación que era obviamente su dormitorio. Tampoco estaba allí; miré incluso debajo de la cama. Entré en el cuarto de baño, en la cocina y en una minúscula sala que probablemente era el cuarto de huéspedes. Ni rastro de ella. Regresé a la sala de estar, pero seguía vacía.
Comprendí que ella no estaba en el apartamento, así que fui a la puerta delantera y corrí por el pasillo hasta que llegué al vestíbulo principal. Estudié el terreno a derecha e izquierda. Nada, excepto las pétreas puertas que parecían mirarme.
Nada se movió, nada sucedió; apenas dos líneas de puertas, un kilómetro de un empapelado lamentable, dos o tres ventanas mugrientas y ninguna enfermera Gurney.