Si conduces por el Orchid Boulevard en dirección norte y cruzas Santa Rosa, llegará el momento en que toparás con una calle estrecha que conduce a una serie de médanos y a mi cabaña.
Como lugar para vivir no es gran cosa, pero al menos está alejada de los ruidos de la ciudad y nadie se molesta si quiero cantar en la bañera.
Es una construcción de cuatro habitaciones hecha en pino canadiense, con un jardín tamaño pañuelo que Tony, mi chico filipino, mantiene razonablemente arreglado. A cien metros de la puerta de entrada se extienden las azules aguas del Pacífico. Al fondo —tanto a la izquierda como a la derecha— hay arbustos, arena y un semicírculo de palmitos. Es un hogar tan solitario y silencioso como la tumba de un pobre, pero me gusta. He vivido y dormido allí durante cinco años y ya no me gustaría ni vivir ni dormir en ningún otro sitio.
Después de dejar el bar de Finnegan conduje por la carretera de arena camino a casa. Faltaban veinte minutos para la medianoche. La luna cubría la arena con su manto de luz; el mar parecía un espejo negro; el aire era tibio y cálido. Si hubiera tenido una rubia a mano, habría sido el ambiente ideal para una noche romántica.
«Mañana será un día duro», me dije. Paula me había prometido revisar los testamentos de Macdonald y Janet Crosby en cuanto abrieran los registros. Yo quería volver a ver a la enfermera Gurney. También debía averiguar quién era el abogado de Maureen Crosby, y contactar con él. Y si fuera posible, obtener más información sobre Douglas Sherrill. Si no había nada interesante en los testamentos, si el abogado de Maureen estaba satisfecho con el estado de las cosas y si Douglas Sherrill no ocultaba ninguna siniestra verdad, tenía decidido devolver los quinientos dólares y dar el caso por terminado. Pero, aunque estaba abierto a la posibilidad de que me convencieran de estar perdiendo el tiempo, sospechaba que no iba a cerrar este caso tan fácilmente.
Me detuve delante de la cabaña de madera de pino que me sirve de garaje y caminé sobre la arena para abrir las puertas. Volví al Buick, lo hice avanzar, apagué el motor e hice una pausa para encender un cigarrillo. Mientras lo hacía, algo se movió en el rabillo de mi ojo, y miré por el espejo retrovisor, en dirección a los arbustos.
Apagué la cerilla y me quedé muy quieto, sin dejar de vigilar el grupo de arbustos a través del espejo. Algo se movía a unos cincuenta metros de distancia y en línea directa a la parte trasera del coche. Un nuevo movimiento hizo que las ramas se flexionaran y temblaran. Luego se quedó inmóvil, una vez más. Casi no había viento, ni ninguna razón lógica por la cual los arbustos debieran moverse. Ningún pájaro podía ser lo suficientemente grande para producir un movimiento así. Estaba seguro de que alguien —un hombre o una mujer— se escondía detrás de los arbustos y que, o había apartado las ramas para verme con mayor claridad, o en su defecto, había perdido el equilibrio y se había agarrado a las ramas para evitar la caída.
Aquello no me gustaba nada. La gente que se esconde tras los arbustos no suele planear nada bueno. Paula me había advertido en varias ocasiones de que en aquella cabaña estaba peligrosamente solo; en mi trabajo he hecho enemigos, y algunos han amenazado con borrarme del mapa. Aquel sitio aislado era tentador para cualquier persona con malas intenciones: podía iniciarse una guerra en miniatura sin que nadie lo notara. Lamentablemente, mi revólver del 38 especial reglamentario descansaba en un cajón de mi armario.
Apagué el motor y las luces del coche, y el garaje quedó completamente a oscuras. Si el sujeto que estaba al acecho en los arbustos tenía previsto hacer algo, lo intentaría en cuanto yo saliera del garaje para cerrar las puertas y quedara expuesto a la luz de la luna. Bajo esa luz y a aquella distancia, era imposible fallar.
Si quería sorprender a mi atacante tenía que actuar deprisa. Cuanto más tiempo me quedara sentado dentro del coche, más iba a crecer la desconfianza en aquel hombre, si es que se trataba de un hombre. Y si no me escabullía rápidamente, incluso era posible que comenzara a disparar a la parte trasera del coche con la esperanza de que me alcanzara una bala perdida. Eso siempre y cuando fuera armado; yo esperaba fervientemente que no fuera así.
Abrí la puerta y me deslicé en la oscuridad. Desde donde yo estaba podía ver un tramo de la playa, los arbustos y los árboles, sorprendentemente grandes bajo el claro de luna. Caminar por ahí bajo ese resplandor de luz blanca era una locura que no estaba dispuesto a cometer. Di un paso atrás y pasé las manos por las rugosas tablas de la pared posterior. Algún tiempo atrás, después de una noche con Jack Kerman, metí el Buick a toda velocidad en el garaje y a punto estuve de atravesarlo. Sabía que algunos de los tablones nunca habían sido reemplazados, y con un poco de suerte podría soltarlos y escabullirme.
Encontré una tabla suelta y comencé a forzarla hasta que se soltó. Durante todo el tiempo que me tomó la operación, no despegué los ojos del grupo de arbustos. Nada se movía por ahí. Quienquiera que estuviese al acecho, se mantenía muy, muy quieto. Otro tablón cedió bajo mi presión. Empujé un poco más y, a continuación, atravesé la abertura arrastrándome de costado.
Detrás del garaje había una gran extensión de arena y, a continuación, unos arbustos. Corrí a través de la arena y me puse a cubierto sin hacer ruido, pero casi sin resuello. Hacía demasiado calor para ese tipo de ejercicio. Me senté jadeando sobre la arena y traté de hacerme una idea de la situación.
Lo más sensato era arrastrarme a la parte trasera de mi cabaña, entrar y recoger el calibre 38 del cajón de mi armario. Entonces sería capaz de hacer frente a cualquiera que anduviese en busca de problemas; es más, si disparaba desde mi habitación hacia los arbustos, mi acosador muy probablemente se largaría de allí.
También existía la posibilidad de que al no verme salir del garaje, el acosador supusiera que lo había descubierto y fuera en mi dirección para acabar conmigo. Por otro lado, bien podía creer que yo todavía estaba en el garaje, temeroso y dispuesto a esperar hasta que se fuera.
Poco a poco me puse en pie y, manteniendo la cabeza baja, comencé a deslizarme silenciosamente hasta la cabaña, refugiándome detrás de los arbustos y pisando con cuidado. Eso funcionó mientras hubo arbustos; la hilera que formaban se cortaba tras recorrer unos pocos metros para surgir de nuevo seis metros más adelante. Ese trecho quedaba penosamente al descubierto, y la luz de la luna parecía caer directamente sobre él. Para entonces yo ya no contaba con la protección que me otorgaba la cochera, y si cruzaba, era imposible que mi acosador no me viera. Seguí avanzando hasta que estuve a pocos metros de la brecha; luego hice una pausa y miré a través de la maleza. El único consuelo de mi nueva situación era que había aumentado considerablemente la distancia entre los arbustos y yo.
En lugar de estar a cincuenta metros de distancia, ahora estaba a unos ciento veinte. Para darle a esa distancia a un blanco en movimiento —incluso a uno tan grande como yo— se necesitaba una puntería de tirador olímpico. Decidí correr el riesgo.
Me quité el sombrero y, sujetándolo por su borde, lo hice volar en el aire hacia el macizo de arbustos, con la esperanza de que sirviera de distracción. Entonces, antes de que el sombrero tocara la arena, salté hacia delante y salí corriendo.
Una cosa es salir en velocidad sobre tierra firme y otra muy distinta hacerlo con los pies hundidos en la arena hasta los tobillos. Mi cuerpo avanzaba a toda velocidad hacia delante, pero mis pies se empeñaban en no moverse del sitio. Si no hubiera sido por la maniobra del sombrero, que ahora rodaba bajo la luz de la luna, sería un pato muerto.
Me tendí sobre las manos y las rodillas, tratando de pasar desapercibido. Una detonación resquebrajó la calma y el silencio de la noche. La bala rozó la parte superior de mi cabeza como una avispa enfurecida. Aquel disparo fue demasiado bueno. Me arrastré sobre mi estómago, enrollé las piernas, di una voltereta lateral y me puse a resguardo de nuevo. El arma disparó una vez más y el proyectil levantó un montón de arena que me dio en la cara. Mi situación era más desesperada que la de un cubito de hielo en el desierto.
Me arrastré hacia un escondite más firme, sacudiendo los arbustos y golpeando la arena como un rinoceronte fuera de control. Hubo otro disparo, y esta vez la bala se deslizó por el dorso de mi mano, rompiendo la piel y quemándome como si me hubiera tocado un atizador al rojo vivo. Caí al suelo y allí me quedé, jadeando, incapaz de ver nada más allá de las raíces, las ramas y las espinosas hierbas que brotaban de la arena.
Si Buffalo Bill quería acercarse para darme el tiro de gracia, lo tenía demasiado fácil; tenía que mantenerme en movimiento. La cabaña estaba muy lejos, pero yo aún estaba a cubierto y podía tratar de moverme sin hacer ningún ruido. Estaba seguro de que conseguiría llegar, pero no podía desperdiciar más oportunidades. Por otra parte, el sicario, o lo que fuese, ya había estado a punto de darme a una distancia considerable, lo que demostraba que era un gran tirador.
Si bien yo no estaba aterrado, sudaba hielo y mi corazón bombeaba sangre con la fuerza de un martillo neumático. Empecé a gatear por la arena, moviéndome tan rápido como me era posible y sin hacer ruido. Ya había avanzado unos quince metros cuando oí un crujido en la hierba y el chasquido repentino de una rama seca. Me quedé inmóvil, escuchando, conteniendo la respiración; mis nervios se arrastraban por mi columna vertebral como patas de araña. Crujió más hierba; al crujido le sucedió un sonido suave y perturbador de algo arrastrándose en la arena. Cerca, demasiado cerca. Se me erizó el pelo de la nuca. A pocos metros se movió un arbusto, se quebró otra rama y se hizo el silencio. Lo tenía justo encima de mí. Traté de escuchar e imaginé que lo oía respirar.
No había nada que hacer excepto esperar. Por lo tanto, esperé. Pasaron los minutos. Probablemente mi acosador también había adivinado que yo estaba muy cerca de él, y aguardaba a la espera de que un ruido mío lo ayudara a localizarme. Yo estaba dispuesto a quedarme allí toda la noche. Después de lo que me parecieron horas, cambió de posición una vez más, pero esta vez para alejarse de mí. Yo no me moví. Oí sus pisadas, que se movían de arbusto en arbusto, buscándome. Muy lentamente, con mucha cautela, me apoyé sobre las manos y las rodillas para levantarme. Centímetro a centímetro elevé la cabeza, hasta que pude ver a través de las delgadas ramas de los matorrales. Entonces lo vi: era nuestro muchachote, que dejaba vislumbrar bajo el claro de luna su curioso sombrero, sus hombros anchos como la puerta de un granero, su nariz achatada y sus feas orejas. Estaba a unos treinta metros de mí, y llevaba una Colt 45 en la mano. Me daba la espalda, sus ojos me buscaban entre los arbustos de la derecha. Si hubiera tenido un arma de fuego, habría sido como disparar a un elefante a diez metros. Pero no la tenía, de modo que no podía hacer otra cosa que mantenerme alerta y esperar a que se fuera.
Oteaba el terreno inmóvil, tenso, con el brazo de la pistola en alto. Luego se volvió, miró en mi dirección y comenzó a avanzar hacia mí, sin rumbo, como si no estuviera seguro de ir en la dirección correcta, pero decidido a encontrarme. Empecé a sudar de nuevo. A la distancia que estaba, le bastaban diez pasos para dar conmigo. Me puse en cuclillas. Escuché sus pasos cautelosos. Mi corazón latía con extrema urgencia. Mis dientes apretados no dejaban salir el aliento.
Se detuvo tan cerca de mí que podía distinguir la tela de sus pantalones. «Si fuera posible apoderarme de su arma», pensé. En ese momento me dio la espalda y salté sobre él. Mis manos y mi cerebro no tenían otro objetivo que su arma. Le sujeté la muñeca con ambas manos, cargué contra su pecho con toda la fuerza de un hombro y, sorprendentemente, lo tumbé. Dio un grito sobresaltado, mezcla de furia y de alarma. Le torcí la muñeca, le aplasté los dedos y me aferré a la pistola.
Por una fracción de segundo todo salió a pedir de boca: mi ataque por sorpresa y el dolor al estrujar sus dedos contra la culata de la pistola lo paralizaron por completo. Pero en cuanto tuve la pistola en la mano, volvió a la acción. Estrelló un puño contra mi cuello con la fuerza suficiente para clavar un clavo de diez centímetros en un bloque de madera de roble. Me aferré al arma y, tratando de alcanzar el gatillo, disparé en dirección a los arbustos. Dwan me soltó una patada y el arma voló hasta internarse en la maleza; eso no era del todo malo: ahora yo no iba armado, pero él tampoco.
Se me acercó arrastrando los pies, arrancando a su paso las ramas de las plantas; pero los arbustos de arena se hacen respetar, y antes de dar un par de pasos, el pie de Dwan chocó contra una raíz y el gigante cayó de bruces. Eso me dio el tiempo suficiente para ponerme en pie y correr hacia el espacio abierto. Si tenía que luchar, no quería verme obstaculizado por montones de hierba, matorrales y raíces silvestres. Ese tipo era mucho más pesado que yo y tenía un golpe fuerte como la patada de una mula. Por otra parte, el golpe que había recibido en la nuca todavía me tenía aturdido y no ardía en deseos de recibir otro.
En décimas de segundo se levantó y estuvo nuevamente detrás de mí. Vaya si se movía. Me alcanzó cuando estaba por atravesar el último monte de arbustos. Esquivé su primer ataque y le respondí con un puñetazo en la nariz. Se acercó de nuevo, y esta vez recibí un golpe en la sien que hizo que me rechinaran los dientes.
La luz de la luna cayó sobre su figura, dejando a la vista un rostro frío, una máscara de aspecto brutal y gesto asesino, la cara de un hombre que tiene la intención de matar y que sabe que nada ni nadie le detendrá. Le propiné un puñetazo en la oreja aplastada que hizo tambalearse al gigante. Eso me devolvió la confianza. Era grande, sí, pero no era difícil golpearle ni hacerle daño. Gruñó, se agachó, sacudió la cabeza, hizo un gancho con los dedos y adelantó las manos. No esperé a que empezara a correr; empecé a golpearlo con ambos puños, pero esta vez mis manos no encontraron su rostro. Las suyas, por su parte, se aferraron al cuello de mi abrigo y tiraron de mí hasta que quedamos cara a cara.
Lancé un rodillazo, pero parecía conocer muy bien todos los estilos de lucha, y tras girarse para esquivarlo, terminé dándole en el hueso de la cadera. Una de sus manos me cogió del cuello; yo le golpeé en las costillas. Volvió a gruñir. Sus dedos, duros como garfios de acero, seguían hundidos en mi tráquea.
Entonces decidí ir realmente a por él. Sabía que en cuanto me debilitara ya no podría defenderme, y que si no hacía algo para zafarme de esa mano que me paralizaba, mis fuerzas iban a desaparecer en cuestión de segundos. Por eso le di unos golpes en las costillas y le hundí los dedos en los ojos.
Profirió un agudo chillido y retrocedió con pasos vacilantes. Lo seguí y lo rodeé con mis brazos mientras se cubría los ojos con ambas manos; no había mucho que pudiera hacerse por ellos.
Lo obligué a ponerse de rodillas. Seguir golpeándolo no tenía sentido, así que di unos pasos hacia atrás y esperé a que se quitara las manos del rostro. Respiraba entre cortos jadeos; trató de ponerse en pie, pero no lo consiguió. Gruñó, y de nuevo apoyó las manos en el suelo para tratar de levantarse. Eso era justo lo que yo estaba esperando. Calculé la distancia que había entre nosotros y lancé un puñetazo que, trazando un semicírculo desde la arena hasta la altura de su cara, le dio en plena mandíbula. Dwan retrocedió, escarbó la arena como una ardilla, cayó de espaldas, trató de ponerse en pie y volvió a caer.
Me acerqué. Estaba muy golpeado y, al ver la sangre que le caía por el rabillo del ojo, sentí pena por él. No había querido hacerle tanto daño, pero era una cuestión de vida o muerte. Afortunadamente, no lo había matado.
Me incliné sobre él, me apropié de su cinturón de piel, hice que rodara sobre sí mismo y le sujeté las manos por detrás de la espalda. Luego le até los tobillos con mi cinturón.
Pesaba mucho para arrastrarlo y yo tenía prisa por ir a buscar mi teléfono y mi pistola. Supuse que podía dejarlo solo, de modo que me di la vuelta y corrí a mi cabaña.
Despertar nuevamente a Mifflin me tomó un par de minutos. Esta vez estaba enfadado como un avispón después de ser atacado con un matamoscas.
—Vale, vale —le calmé—. Tengo a Dwan conmigo.
—¿Dwan? —dijo, ya sin enfado—. ¿Contigo?
—Sí. Venga, busca a los chicos y tráete una patrulla. Me gustaría echarme a dormir.
—¡Dwan! Pero Brandon dijo que…
—¡A la mierda con lo que dijo Brandon! —rugí—. ¡Ven aquí y llévatelo!
—No te desvistas todavía —dijo Mifflin—, voy para allí.
En el mismo momento en que colgué el teléfono, se oyó el ahogado ruido de un disparo en las dunas. En dos saltos llegué hasta mi armario, abrí la puerta y cogí mi revólver. Cuando llegué a la puerta de entrada, aún se desvanecía el eco del disparo. Me camuflé entre las sombras del pórtico, desde donde no se veía nada y nada se oía. Soplaba un aire aterrador.
Entonces, en algún sitio más allá de las palmeras, se encendió el motor de un coche que, exprimiendo sus revoluciones a fondo, se alejó de allí a toda velocidad.
Bajé los escalones del pórtico con la pistola a la altura de la cintura. Crucé el sendero del jardín y llegué al claro de arena. El ruido del motor del coche se hizo más y más débil, hasta que finalmente desapareció.
Me acerqué a Benny Dwan. Le habían disparado en la cabeza desde muy cerca. La bala había impactado en un costado del cráneo, quemándole su maltrecha oreja.
Tenía el aspecto de un hombre inofensivo y abandonado. También el de un hombre muerto.