El capitán de policía Brandon se sentó detrás de su escritorio mirándome fijamente. Era un hombre en el lado equivocado de la cincuentena, con una tendencia definitiva al sobrepeso, un montón de pelo grueso y blanco como nieve recién caída, y unos ojos fuertes, amables y expresivos.
Formábamos un interesante cuarteto. Estaba Paula, fresca e imperturbable, sentada al fondo. Tim Mifflin, apoyado contra la pared, inmóvil, pensativo, se mantenía silencioso como un anciano centenario echándose una siesta. Yo ocupaba el lugar de honor, frente a la mesa de trabajo. Y, por supuesto, estaba el capitán de policía Brandon.
La habitación era grande, espaciosa y bien amueblada. Había una bonita alfombra turca en el suelo, varios sillones y una o dos reproducciones de las escenas campestres de Van Gogh en las paredes.
En un rincón de la habitación, entre las dos ventanas que daban al distrito comercial de la ciudad, había una gran mesa; ya había estado antes en esta sala y todavía conservaba frescos los recuerdos de la desagradable escena que se produjo entonces. Brandon me gustaba tanto como a Hiroshima la bomba atómica. Me esperaba, una vez más, lo peor.
La entrevista no había empezado bien y no tenía visos de mejorar. Brandon estaba jugando con un cigarro, un tic que denotaba su malestar.
—Muy bien —dijo en voz baja, exasperado—, vamos a empezar desde el principio otra vez. Usted tenía una carta… —se inclinó hacia delante para mirar la carta de Janet Crosby como si estuviera infectada con el tétanos. Tuvo cuidado de no tocarla—… con fecha del 15 de mayo de 1948.
Bueno, al menos eso demostraba que Brandon sabía leer.
—Junto con esta carta le dieron cinco billetes de cien dólares, ¿verdad? —añadió.
—Correcto —le dije.
—Recibió la carta el 16 de mayo, pero la guardó en un bolsillo de un abrigo sin abrirla y se olvidó de ella. Solo volvió a verla cuando regaló su abrigo y el beneficiario le notificó que había una carta en su interior. ¿Es correcto?
—Lo es.
Brandon frunció el ceño y miró en dirección a su cigarro antes de apoyarlo sobre su nariz gorda y ancha.
—Una manera muy inteligente de manejar un negocio.
—Esas cosas pasan —dije, cortante—. Recuerdo que durante el juicio a Tetzi, la policía extravió…
—Aquí no importa el juicio a Tetzi —sentenció Brandon con una voz que bien podría haber cortado un jamón—. Estamos hablando de esta carta. Fue a la propiedad de los Crosby con la idea de ver a la señorita Maureen Crosby, ¿no es así?
Asentí, un poco cansado de todo aquello.
—Como no la pudo ver porque no se encontraba bien, metió usted sus narices en la vida de la asistenta personal de la señorita Janet Crosby. ¿Correcto?
—Si es así como quiere verlo, a mí no me importa.
—¿Es correcto o no lo es?
—Oh, por supuesto que sí.
—Esa mujer, Drew, dijo que quería quinientos dólares a cambio de sus palabras y le citó a las nueve de la noche. Usted vigiló la casa, y después de un tiempo vio llegar un Dodge verde oliva, con un conductor corpulento que se metió en la casa, permaneció allí durante unos diez minutos y luego se largó. A continuación, entró usted y encontró muerta a la tal Drew. ¿Correcto?
Volví a asentir.
Le quitó la banda de protección a un cigarro y buscó una cerilla a tientas, sin quitarme de encima sus inexpresivos y malhumorados ojos.
—Usted afirma que el Dodge pertenece al doctor Salzer —dijo, raspando a la vez la cerilla en la suela de su zapato.
—Lo dice Mifflin. Le pedí que comprobara el número de registro.
Brandon miró a Mifflin, quien mantenía, con ojos vidriosos, la mirada fija en la pared opuesta.
—Media hora después de que Malloy llamara por teléfono preguntando por el dueño de este coche, usted recibió una denuncia del doctor Salzer que consignaba que el coche había sido robado. ¿Es eso correcto?
—Sí, señor —dijo Mifflin fríamente.
Los ojos de Brandon se giraron en mi dirección.
—¿Ha oído eso?
—Claro.
—Muy bien. —Brandon acercó la cerilla encendida a su cigarrillo y aspiró el humo—. Puede que no lo sepan, pero el doctor Salzer es un ciudadano muy respetado en esta ciudad y no quiero que lo molesten; ni usted, ni nadie. Se lo digo para que deje a un lado cualquier fantasía sobre el doctor Salzer. ¿Estamos de acuerdo?
Eso fue inesperado.
—Lo estamos —le dije.
Me echó el humo del cigarrillo en la cara.
—Yo no le gusto, Malloy, y a mí no me gusta su birria de agencia. A lo mejor tiene su utilidad, pero lo dudo. Estoy jodidamente seguro de que no es usted más que un buscapleitos. Ya armó suficiente bulla con el caso Cerf hace algunos meses, y si no hubiera sido tan condenadamente rápido, usted solito se habría metido en serios problemas. La señorita Janet Crosby está muerta. —Se inclinó hacia delante para mirar nuevamente la carta—. Los Crosby fueron y siguen siendo una familia muy rica e influyente, y no voy a permitir que vaya usted por ahí creándoles problemas. Sobra decir que no tiene ningún derecho legal a los quinientos dólares que le envió la señorita Crosby, por lo que deberá devolverlos a sus verdaderos dueños de inmediato. Además va a dejar en paz a la señorita Maureen Crosby. Si tiene problemas con algún chantajista, ya vendrá aquí para que la ayudemos nosotros. Este asunto no tiene nada que ver con usted, y si me entero de que sigue dando la lata voy a encargarme de tomar todas las medidas necesarias para ponerlo en un sitio donde no represente una amenaza para nadie durante mucho tiempo. ¿Lo ha entendido?
Le sonreí.
—Empiezo a entenderlo. —Me incliné hacia delante y pregunté—: ¿Cuánto dinero le da Salzer a su Fondo de Deportes, Brandon?
La cara gorda y rosada del policía se tornó color malva. Sus ojos inexpresivos adoptaron el brillo del diamante pulido.
—Se lo advierto, Malloy —amenazó—. Mis chicos saben lidiar con matoncillos como usted. Una de estas noches le llevarán a un callejón oscuro y le darán una paliza. Aléjese de los Crosby y de Salzer. Y ahora, ¡lárguese de aquí!
Me puse en pie.
—¿Y los Crosby cuánto le han pagado, Brandon? —pregunté—. ¿Cuánto le pagó el viejo Crosby hace dos años para que tapara el intento de suicidio de Maureen? ¿Respetable y eminente, ha dicho? No me haga reír. Salzer es tan respetable y eminente como el segurata de Delmonico. ¿Cómo explica que haya firmado el certificado de defunción de Macdonald Crosby sin ser médico?
—Largo de aquí —dijo Brandon muy tranquilamente.
Nos quedamos mirándonos el uno al otro durante casi cuatro segundos. Luego me encogí de hombros, le di la espalda y me encaminé a la puerta.
—Ven, Paula, salgamos de aquí antes de que nos asfixiemos —dije, abriendo la puerta de par en par—. No olvidaré su delicado comentario sobre los callejones oscuros; demandar a un policía por amenazas será de lo más divertido.
Dejé que pasase Paula y cerré la puerta de un golpe. Acto seguido salió Mifflin, que avanzó tratando de alcanzarnos.
—Espera un minuto. Ven aquí —incitó, abriendo la puerta de su despacho.
Entramos porque Mifflin nos caía bien tanto a Paula como a mí. Además, era demasiado útil para echarlo a perder. Cerró la puerta y apoyó su espalda contra la misma. Su cara gomosa y roja reflejaba lo preocupado que estaba.
—Vaya modo de hablarle a Brandon —dijo con amargura—. Te has vuelto loco, Vic. Sabes tan bien como yo que esa actitud no te llevará a ningún sitio.
—Lo sé —dije—, pero es que esa rata saca lo peor de mí.
—Debería habértelo dicho antes, solo que no tuve tiempo. Brandon no te soporta.
—Ya lo sé, pero ¿qué puedo hacer yo? Tenía que contarle lo que había pasado. ¿Cuál es su relación con Salzer?
Mifflin se encogió de hombros.
—Salzer tiene muchos amigos en la policía. Está claro que su clínica no es del todo limpia, pero no se dedica a nada ilegal. —Bajó la voz y siguió—: ¿De dónde demonios crees que sacó Brandon su Cadillac? Te aseguro que el sueldo de capitán no da para tanto. Y otra cosa: Maureen Crosby enchufó al chico de Brandon en la universidad y se hace cargo de pagar los médicos de su esposa. Te has metido con los jefes de Brandon.
—Imaginé que debía de estar pasando algo así —dije—. Dime, Tim, ¿es verdad que Salzer denunció el robo del coche?
—Sí. Yo mismo cogí la llamada.
—¿Qué vais a hacer con el asesinato?
—Pues, desde luego que vamos a coger al asesino. Sé perfectamente lo que estás pensando, Vic, pero te equivocas. Salzer es demasiado listo para involucrarse en un asesinato, puedes descartarlo.
—De acuerdo.
—Y ten cuidado. Lo del callejón y la paliza no era ficción. No serías ni el primero ni el último tío que termina con las orejas coloradas porque no le cae bien a Brandon. Te lo advierto, ten cuidado.
—Gracias, Tim, sé cuidar de mí mismo. Vigilaré mis espaldas.
Mifflin se frotó su deforme nariz con el dorso de la mano.
—No es tan sencillo. Si devuelves los golpes terminarás con cargos por resistencia a la autoridad; te encerrarán y entonces sí que irán a por ti sin temor.
Le di una palmada en el brazo.
—No te preocupes. ¿Tienes algo más?
Mifflin negó con la cabeza.
—Solo cuídate —dijo.
Abrió la puerta de su despacho, recorrió el pasillo con la mirada para asegurarse de que no había moros en la costa y nos empujó fuera de su despacho.
Bajamos por las escaleras de piedra y llegamos al vestíbulo. Junto a la puerta doble de entrada había dos agentes de paisano. Uno de ellos era un pelirrojo de tonos brillantes y cara pálida; el otro era un hombre delgado, feo como el hierro en bruto. Ambos nos miraron lenta y detalladamente. El pelirrojo escupió con magnífica puntería sobre un recipiente de bronce que estaba a casi seis metros de distancia. Pasamos por delante de ellos y salimos a la calle.