VI

Coral Gables es un pueblo de cabañas que surgió alrededor del puerto, en el extrarradio de Orchid City, donde florecen a paso de tortuga la venta de esponjas, la pesca, los mercados y algún que otro personaje turbio. La ribera está dominada por el bar Delmonico, el más duro de la costa, donde las mujeres son a menudo más duras que los hombres y tres o cuatro peleas por noche constituyen la rutina habitual.

La avenida Monte Verde se encuentra al final de Coral Gables, y es una carretera amplia y sin carácter rodeada de cabañas casi idénticas entre sí. Como distrito tal vez esté un poco por encima del nivel medio de Coral Gables, lo cual desde luego no significa mucho. La mayor parte de las cabañas están ocupadas por jugadores profesionales, por damas ligeras de aspecto llamativo, por matones que se relajan en la ribera durante el día y se encargan de sus asuntos después del anochecer, o por los apostadores y sus nenas. La única casa de dos plantas que se ve en la carretera es propiedad de Joe Betillo, empresario de pompas fúnebres, embalsamador, fabricante de ataúdes, abortista y experto en infligir heridas de cuchillo o de bala.

Conduje mi Buick hasta que llegué a la cabaña de Eudora Drew, hacia el final de la carretera. Era una cabaña azul y blanca de madera, con cinco habitaciones y un jardín que no era sino un trozo de tierra lo suficientemente grande para jugar al Halma. Dos macetas con hortensias de aspecto cansado presidían la puerta principal. Me acerqué y golpeé una aldaba de bronce que no se había limpiado desde hacía meses.

Hubo un retraso de diez segundos: no más. Luego, la puerta se abrió. Una mujer maciza me miró con los ojos inyectados en sangre y llenos de sospechas. Llevaba puestos unos pantalones gris verdosos y una blusa de seda blanca. Su cabello oscuro se amontonaba sobre la parte superior de su cabeza. No era una belleza, pero había en ella algo animal que hacía que cualquier hombre la mirara dos veces, y algunos hasta tres.

—Ahórrese el aliento si está vendiendo algo —me espetó antes de que yo pudiera abrir la boca, con una voz ligeramente más musical que una docena de latas siendo arrastradas por una bicicleta—. Nunca compro en la puerta.

—Debería poner un cartel —repuse alegremente—, imagine el tiempo que se ahorraría. ¿Es usted la señorita Drew?

—¿Y a usted qué le importa?

—Tengo que discutir un asunto con la señorita Drew —agregué, paciente—. Un negocio importante.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Vic Malloy. Soy un viejo amigo de Janet Crosby.

De repente contrajo un músculo de su labio superior, pero por lo demás no hubo reacción.

—¿Y qué?

—¿Es usted la señorita Drew o no?

—Sí. ¿Qué pasa?

—Esperaba que pudiera ayudarme. —Apoyé una mano en la pared, descargando sobre ella todo mi peso—. El caso es que tengo dudas sobre la muerte de la señorita Crosby.

Esta vez apareció en sus ojos una expresión cautelosa.

—Es usted de los que escarban en el pasado, ¿eh? Está muerta desde hace tiempo. De todos modos, yo no sé nada al respecto.

—¿Estaba allí cuando ella murió?

La mujer se aferró a la puerta principal y la empujó hacia su costado.

—Le he dicho que no sé nada al respecto y no tengo tiempo que perder en algo que no me concierne.

Estudié el rostro, duro, suspicaz.

—Señorita Drew, ¿sabe qué es lo que apenas hace ruido pero se puede oír a un kilómetro de distancia? —le pregunté, sonriéndole con la mirada.

—¿Está chiflado o algo así?

—Algunas personas incluso lo oyen a tres kilómetros de distancia. ¿Alguna conjetura?

Ella encogió sus sólidos hombros con impaciencia.

—No lo sé, dígamelo usted, ¿qué es?

—Un billete de cien dólares doblado que cruje suavemente entre los dedos y el pulgar.

La mirada hosca abandonó su cara.

—¿Le parezco alguien necesitado de un billete de cien dólares? —dijo con desdén.

—Incluso Pierpont Morgan cogería un centenar de dólares. Y podría subir la recompensa si usted tuviera algo que valiera la pena comprar.

Su cerebro se puso en marcha; al menos ya hablábamos el mismo idioma. Se me quedó mirando como si fuera una señal en un camino lleno de dólares y secretos. De repente sonrió, con una mueca que no iba dirigida a mí, sino a un pensamiento que le había pasado por la cabeza.

—¿Qué le hace pensar que haya habido algo irregular en su muerte? —preguntó bruscamente, clavándome la mirada.

—No he dicho que pensara que había algo mal. He dicho que tenía mis dudas, y las tengo. Y me mantendré dubitativo hasta que hable con toda la gente que estaba con ella cuando falleció. ¿Sabe si tenía problemas de corazón?

—Ha pasado mucho tiempo, señor —farfulló sonriendo—. Tengo una memoria pésima para estas cosas. Tal vez si vuelve a las nueve de esta noche ya haya tenido tiempo para recordar. Y no venga con cien dólares. Soy una chica grande, con ideas grandes.

—¿Cuánto me costarían esas ideas? —le pregunté educadamente.

—Más bien unos quinientos. Tal vez quinientos consigan sacudir mi memoria. Ni un céntimo menos.

Le hice creer que me lo pensaría.

—¿A las nueve de la noche?

—Aproximadamente.

—Quinientos dólares son mucho dinero para una información que no sé si tendrá algún valor.

—Si consigue que mi memoria funcione, estoy segura de que encontrará información muy valiosa.

—Nos vemos a las nueve, entonces.

—Traiga el dinero con usted, señor. En efectivo.

—Por supuesto. Esperemos que este sea el comienzo de una hermosa amistad.

Me dirigió una mirada larga y pensativa. Y después me cerró la puerta en las narices.

Regresé lentamente por el sendero, crucé el portón de acceso y me metí en el Buick. «¿Por qué a las nueve?», me pregunté mientras pisaba el acelerador. «¿Por qué no ahora?». El dinero, por supuesto, podía tener la respuesta. Sin embargo, la mujer no tenía modo de saber que yo no llevaba conmigo un taco de quinientos dólares. No preguntó. Era un bebé suave y brillante, un bebé que conocía todas las respuestas, y podía hacer que cuatro más cuatro sumaran nueve.

Metí el Buick en la carretera. A los pocos metros, el velocímetro subió hasta los ciento cuarenta kilómetros por hora. Al final de la carretera clavé los frenos y trompeé en dirección a Beach Road, dándole a un señor mayor motivos para tres diferentes tipos de infarto. Me incorporé a la derecha de la calzada y continué hasta una farmacia. Me apeé, entré en la tienda y fui hasta la cabina telefónica. Paula contestó al segundo tono.

—Buenas noches —saludó, con voz suave y cortés—, Universal Services a sus órdenes.

—Tu viejo amigo Vic Malloy a las tuyas. Te llamo desde una farmacia de Coral Gables. Coge tu coche, ojillos brillantes, y ven a todo gas. Vamos a cogernos de las manos y hacer el amor. ¿Qué te parece?

Hubo una pausa. Habría dado lo que no tenía por ver su expresión.

—¿Dónde estás exactamente? —preguntó. Su voz sonaba tan excitada como si le hubiera preguntado la hora.

—Camino de la playa. Ven tan rápido como puedas.

Y colgué.

Dejé aparcado el Buick enfrente de la farmacia y me dirigí a la esquina de Beach Road, desde donde tenía una vista privilegiada de la casa de Eudora Drew. Me apoyé contra una farola y clavé los ojos en la puerta de la cabaña. Con tres horas de espera por delante, deseé haberle pedido a Paula que trajese un poco de whisky y un bocadillo para pasar el tiempo.

Durante los siguientes veinte minutos no me moví de la farola ni despegué los ojos de la cabaña. Nadie salió. Nadie entró. Varios hombres de aspecto rudo salieron de las otras chozas. Tres chicas, todas rubias y con voces estridentes, salieron de la cabaña contigua a la de Eudora y se acercaron a mí por la carretera, balanceando las caderas y comiéndose con los ojos todo aquello que llevara pantalones y estuviera a la vista. Al pasar junto a mí me miraron incitadoramente pero yo mantuve mis ojos en la cabaña.

«Bonito barrio», pensé. El tipo de sitio que la secretaria con cara de conejo odiaría visitar.

El elegante biplaza de Paula rugió a lo lejos. Se acercó y abrió la puerta. Paula, vestida con su trajecillo sastre color gris, se veía estilizada y glacial. Sus ojos marrones me miraron inquisitivamente.

—¿Adónde vamos? —me preguntó mientras me acomodaba a su lado.

—Sube por aquí lentamente y detente en la curva. La casa de Eudora es la abominación blanca y azul de la derecha —le indiqué.

Mientras el coche avanzaba, le expliqué con toda rapidez lo que había pasado.

—Supongo que intentará comunicarse con alguien —concluí—. Puede que me equivoque, pero creo que valdrá la pena vigilarla durante el próximo par de horas, y la única forma de hacerlo sin levantar sospechas es fingir que somos una pareja en busca de intimidad. Eso es algo que todo el mundo entiende en este distrito.

—Es una lástima que tuvieras que recurrir a mí —reprochó.

—Bueno, es mejor que recurrir a Kerman —contesté, un poco molesto—. Déjame decirte que hay muchas chicas que pagarían por una oportunidad como esta.

—Algunas chicas tienen gustos muy raros, es cierto. No puedo hacer nada al respecto —dijo ella, subiendo la curva—. Es aquí, ¿no?

—Sí. Ahora, por el amor de Dios, relájate. Se supone que estás disfrutando.

Deslicé un brazo alrededor de su cuello. Ella se apoyó en mi hombro y fijó una mirada pensativa en la cabaña. Un maniquí habría sido más cálido.

—¿No puedes echarle un poco de entusiasmo? —pregunté, tratando de mordisquearle la oreja.

—Puede que eso funcione con tus otras novias —se desmarcó, con frialdad—, pero no conmigo. Si abres la guantera encontrarás un poco de whisky y un par de bocadillos. Creo que con eso tendrás suficiente para entretenerte.

Aparté mi brazo de su cuello y hundí las manos en la guantera.

—Piensas en todo —le comenté antes de empezar a picar—. Esta es la única cosa en el mundo mejor que besarte.

—Lo sé —admitió con aspereza—. Por eso lo he traído.

Ya estaba trabajando en el segundo sándwich, cuando apareció desgarrando el camino un Dodge verde oliva. No tuve que mirar dos veces para darme cuenta de que era el mismo Dodge verde oliva, conducido por el mismo hombre.

Me repantigué en el asiento para quedar fuera de su vista.

—¡Ese es el tipo que me ha estado siguiendo! —exclamé—. Fíjate adónde va.

—Ha aparcado delante de la puerta de Eudora, y está saliendo del coche —informó Paula.

Levanté la cabeza con cautela, hasta que mis ojos quedaron al nivel del parabrisas. El Dodge, tal como Paula había dicho, estaba frente a la puerta de la horrible cabaña azul y blanca. El hombretón cerró la puerta del Dodge con tanta fuerza que casi tumbó el coche de lado, y corrió por el camino en dirección a la puerta principal. En lugar de tocar el timbre, giró el pomo y entró directamente.

—Y eso, ojillos brillantes, es lo que se llama una corazonada. —Paula observaba la escena con creciente interés—. No sabía si saldría o llamaría por teléfono. Bueno, pues ha llamado por teléfono y ya está aquí nuestro muchachote. Ciertamente, las cosas se me han puesto de cara; será interesante ver cómo se desarrollan los acontecimientos a partir de ahora.

—¿Qué vas a hacer cuando él se vaya?

—Volveré y le diré que no he conseguido los quinientos pavos. Ya veremos qué cartas juega.

Ya estaba empezando con el whisky cuando se abrió la puerta principal de la cabaña y salió nuestro enorme amigo; según el reloj del cuadro de mandos, estuvo dentro once minutos y medio. Miró a derecha e izquierda y torció el gesto al ver el coche de Paula. Trató de vislumbrar quién había dentro pero tras comprobar que no le alcanzaba la vista, avanzó tranquilamente por el camino, saltó por encima de la entrada, se subió al Dodge y se fue tranquilamente.

—Una visita muy breve —comenté—. Si todo el mundo hiciera sus transacciones así de rápido trabajaríamos la mitad. Vamos, cariño, es nuestro turno. Llévame hasta allí y espérame fuera; no me gustaría que se pusiera nerviosa.

Paula puso el coche en marcha y condujo hasta la puerta de la cabaña azul y blanca.

—Es posible que oigas gritos —advertí mientras me apeaba—. Si así fuera, no hagas nada. Solo será Eudora impresionada por mi personalidad.

—Ojalá te atice en la cabeza con una plancha de hierro.

—Tal vez lo haga. Es una de esas mujeres impredecibles, como a mí me gustan.

Crucé la puerta y seguí el sendero hasta la puerta principal. Llamé y esperé, silbando por lo bajo, pero la casa estaba tan silenciosa como un ratón que acaba de ver un gato. Llamé de nuevo. De pronto recordé la suspicacia con la que aquel grandote había examinado el camino y, súbitamente, me vino a la mente una imagen siniestra. Empujé la puerta, pero estaba cerrada. Fue entonces mi turno para escudriñar el camino de arriba abajo; aparte de Paula y su coche, la calle estaba tan vacía como una playa un día de tormenta. Levanté la aldaba y golpeé otras tres veces, haciendo bastante ruido. Paula observaba con preocupación por la ventanilla del coche.

Esperé pero no pasó nada. El silencio era dueño del interior la casa.

—Vete a Beach Road —le ordené a Paula—, y espérame allí.

La chica encendió el motor y se alejó sin mirarme. Esa era una de las cosas buenas de Paula: saber reconocer una emergencia a las primeras de cambio y obedecer las órdenes sin hacer preguntas. Examiné la calle otra vez, por si acaso descubría a alguien espiando, oculto entre las sombras o tras las cortinas de alguna de las numerosas cabañas de la zona.

Me dirigí a la parte trasera de la cabaña. La puerta de servicio estaba abierta, y se abría y cerraba por efecto de la corriente. Daba a una pequeña cocina, del tipo que uno esperaría encontrar en la casa de una chica como Eudora Drew; probablemente la limpiaba una vez al mes. Por todas partes reinaba el desorden: en el fregadero, sobre la mesa, en las sillas y hasta por el suelo, había platos sucios, restos de vajilla y vasos; el cubo de la basura estaba lleno de botellas vacías de ginebra y whisky; una sartén llena de grasa seca y moscas chamuscadas me miraba de reojo desde el fondo del fregadero. Y en el aire, una magnífica amalgama de olores: a decadencia, a suciedad y a leche agria. No es la manera en que yo quisiera vivir, pero gustos son gustos.

Crucé la cocina, abrí la puerta y me adentré en una sala pequeña y desordenada. Las puertas se abrían hacia dos habitaciones que aparentemente cumplían las funciones de sala de estar y comedor. Decidí fisgar por la puerta de la derecha, donde solo había más desorden, más polvo y más desidia; ni rastro de Eudora allí, ni en el comedor. Solo quedaban los cuartos de arriba. Subí las escaleras sigilosamente, al tiempo que me preguntaba si acaso no estaría tomando un baño. Aunque eso explicaría que no hubiese oído mi llamada, decidí que era poco probable: no parecía el tipo de mujer acostumbrada a darse baños.

La encontré en el dormitorio principal; nuestro amigo había hecho un buen trabajo con ella. Estaba tumbada en una cama destartalada, con las piernas abiertas, y la blusa arrancada. Habían anudado alrededor de su garganta un pañuelo de seda azul y rojo, probablemente de su propiedad.

El brillo de sus ojos contrastaba con el tono negro azulado de la cara, y su lengua yacía sobre una pequeña película de espuma. No era algo bonito de ver, así que aparté la mirada antes de verme afectado por la escena.

La habitación estaba tan sucia y desordenada como las otras y apestaba a perfume rancio.

Me acerqué de puntillas a la puerta y salí de la habitación sin volver la mirada hacia la cama y teniendo cuidado de no tocar nada. Al bajar por las escaleras, froté la barandilla con un pañuelo para borrar mis huellas. Salí de la casa por la misma puerta cochambrosa, crucé el jardín y me fui sin prisa al encuentro de Paula.