Aparqué el Buick fuera de los edificios del Condado, en la esquina de las avenidas Central y Feldman. Subí los escalones y entré en un mundo de formularios y pasillos silenciosos.
El registro de nacimientos y muertes quedaba en la primera planta. Llené un formulario y lo deslicé a través de las barras de una ventanilla. Un empleado pelirrojo le puso un sello, cogió mi dinero y me señaló con la mano una pila de archivos.
—Sírvase usted mismo, señor Malloy —dijo—, es el sexto archivo empezando por la derecha.
Le di las gracias.
—¿Cómo va el negocio? —me preguntó inclinándose sobre el mostrador, listo para derrochar su tiempo y hacerme malgastar el mío—. Hacía meses que no lo veía.
—Lo sé —contesté—. El negocio marcha bien. ¿Y el tuyo? ¿Todavía se mueren?
—Y todavía nacen. Una cosa compensa la otra.
—Claro que sí.
No tenía nada más que decirle. Estaba cansado; mi pequeña sesión con la enfermera Gurney me había dejado exhausto. Decidí centrarme en los archivos para terminar lo más pronto posible. La carpeta C pesaba una tonelada y apenas pude llevarla hasta un escritorio. Eso también era culpa de la enfermera Gurney. Pasé las páginas hasta que, finalmente, di con el certificado de defunción de Janet Crosby. Cogí un sobre viejo y un lápiz. Había fallecido el 15 de mayo de 1948, a causa de una endocarditis maligna, sea lo que fuere aquello.
Según constaba, tenía veinticinco años y era soltera. El certificado estaba firmado por un tal John Bewley. Apunté el nombre del doctor y luego pasé otra docena de páginas hasta que hallé el certificado de Macdonald Crosby. El cabeza de familia había muerto a causa de las lesiones cerebrales provocadas por un impacto de bala. El médico había sido J. Salzer y el forense, Franklin Lessways. Tomé más notas, dejé el archivo sobre el escritorio y me acerqué al empleado, que me miraba con curiosidad.
—¿Puede ayudarme a subirlo? —pedí, pegándome al mostrador—. No soy tan fuerte como creía.
—No se preocupe, señor Malloy.
—Otra cosa, ¿quién es el doctor Bewley? ¿Dónde vive?
—En un pequeño apartamento en la avenida Skyline —me dijo el empleado—. No se lo recomiendo si lo que busca es un buen médico.
—¿Cuál es su problema?
El empleado extendió los brazos.
—Es viejo, simplemente. Tal vez hace cincuenta años fuese una eminencia, pero ahora no es más que un carroza. Para él, una trepanación es abrir una lata de guisantes.
—¿Y acaso no tiene razón?
El empleado rió.
—Depende de la cabeza del paciente.
—De modo que no es más que un viejo inútil, ¿eh?
—Por supuesto. De todos modos, es inofensivo. No creo que le queden más de una docena de pacientes. —Se rascó la oreja y me miró con la firmeza de un búho—. ¿En qué está trabajando?
—Yo nunca trabajo. Nos vemos en otro momento. Adiós.
Salí, lenta y pensativamente, a la luz de la calle. Una chica con un millón de dólares se está muriendo y llaman a un viejo carroza; no es precisamente lo que suelen hacer los millonarios. Para salvar de la muerte a alguien tan importante, habría esperado que llegara a la ciudad un ejército de médicos privados.
Me metí en el Buick y arranqué el motor. Había una limusina Dodge color verde oliva aparcada en el otro lado de la calzada, en dirección contraria al tráfico. Sentado al volante, un tipo con un sombrero color beige y una cuerda trenzada alrededor de la copa, leía el periódico. El hombre no me habría llamado la atención de no haber sido porque al verme arrojó el periódico al asiento trasero y puso en marcha el motor. Le miré, preguntándome qué le había hecho perder el interés en su lectura tan abruptamente. Era un tipo grande, con los hombros anchos como la puerta de un granero. No había en él indicios de que tuviera cuello; su cabeza parecía salir directamente del tronco. En algún momento de su vida le habían atizado bien fuerte en la nariz y en una oreja, que nunca se recuperaron del todo. Era un matón clavado a los que aparecen en las películas de la Warner Brothers. De esos que dejan a Humphrey Bogart hecho un guiñapo.
Incorporé mi Buick al tráfico en dirección al este y subí por la avenida Central sin darme prisa, manteniendo un ojo fijo en el espejo retrovisor.
El Dodge se movió hacia el oeste, hizo un giro en U y, ajeno a los cláxones y a los insultos de los demás conductores, vino tras de mí. Traté de entender cómo era posible que alguien hiciera aquella maniobra y no fuera detenido inmediatamente; los polis, o estaban durmiendo o no querían dar un palo al agua con tanto calor.
Volví a mirar el espejo en la intersección con Westwood: el Dodge estaba justo detrás de mí. Podía ver al conductor, con un puro entre los dientes y el codo apoyado sobre la ventanilla. Me fijé en su matrícula y confié en mi memoria para recordarla. Si me estaba siguiendo, no lo hacía demasiado bien.
En la avenida Hollywood aceleré al máximo. El Dodge, después de unos segundos de duda, rugió y se abalanzó sobre mí. Continué a gran velocidad hasta que al llegar a Foothill Boulevard me pegué al bordillo de la acera y frené bruscamente; el Dodge pasó de largo. El conductor no me dirigió la mirada. Siguió por la autopista que iba a Los Ángeles y San Francisco.
Apunté el número de la matrícula en el mismo sobre en que había apuntado los datos del doctor Bewley. Luego volví a arrancar el coche y regresé a la avenida Skyline. A medio camino divisé una placa de bronce que brillaba al sol. Estaba clavada a un portón bajo de madera detrás del cual se extendía un pequeño jardín y una cabaña de pino canadiense. Era una casita modesta y apacible, que casi parecía una pocilga al lado de las lujosas mansiones que la rodeaban.
Me asomé por la ventanilla, pero a esa distancia era imposible leer la placa. Me apeé del coche y me acerqué para mirar más de cerca. Ni así era fácil descifrar aquello, pero al menos pude leer el nombre del doctor John Bewley y confirmar que esa era su residencia.
Busqué a tientas el cerrojo del portón. En ese mismo momento, el Dodge verde oliva apareció en la carretera y pasó de largo. El conductor no miró en mi dirección, pero supe que me había visto y que sabía adónde me dirigía. Hice una pausa para observar el coche; pasó rápido por la carretera y lo perdí de vista en cuanto cogió Westwood.
Me eché el sombrero para atrás, cogí un Lucky Strike, lo encendí y me deshice del envoltorio. Después, levanté el cerrojo del portón y me dirigí a la cabaña por el camino de gravilla.
El jardín era pequeño, pero estaba limpio y ordenado como una barraca ante una inspección inminente. Las ventanas estaban cubiertas con unas persianas pintadas de amarillo que habían dejado atrás su mejor momento. La puerta de entrada necesitaba una mano de pintura, al igual que las persianas y el resto de la casa.
Hundí el dedo pulgar en el timbre y esperé. Después de un rato me di cuenta de que alguien me estaba espiando tras las persianas. No había nada que pudiera hacer al respecto, salvo sonreír y esperar. De modo que sonreí y esperé. Justo cuando pensaba que tendría que llamar de nuevo, escuché un ruido parecido al que hacen los ratones en los zócalos de madera, y se abrió la puerta de entrada.
La mujer que abrió se me quedó mirando. Era delgada, pequeña y parecía un pájaro. Llevaba un vestido negro de seda que probablemente había estado de moda hacía cincuenta años entre las personas que vivían aisladas y no habían leído el Vogue en su vida. Su rostro, viejo y delgado, denotaba cansancio y apatía, y sus ojos confesaban que su vida allí no era muy divertida.
—¿Está el doctor? —pregunté, quitándome el sombrero. Era consciente de que si todavía quedaba alguien en este mundo capaz de apreciar una cortesía, sin duda sería aquella mujer.
—Ajá —respondió. Su voz sonaba derrotada, también—. Está en el jardín; iré a llamarle.
—Preferiría que no lo hiciera; puedo acercarme yo mismo. No soy un paciente, solo quiero hacerle una pregunta.
—De acuerdo. —La mirada de esperanza que había comenzado a asomarle a los ojos se desvaneció de inmediato. No era un paciente. No traía dinero. No era más que un joven saludable con una pregunta—. Pero no le entretenga mucho tiempo, no le gusta que le molesten.
—Será un momento.
Levanté el sombrero, la saludé como supuse que solían hacerlo los caballeros en tiempos mejores, y cogí de nuevo el camino del jardín. La mujer cerró la puerta principal; un momento después, su sombra recortada entre las persianas de las ventanas delanteras me indicó que me estaba espiando.
Rodeé la cabaña y llegué al jardín trasero. Puede que el doctor Bewley no hubiera sido una lumbrera como médico, pero tenía mucho talento para la jardinería. Con gusto habría llevado allí a los tres empleados de Crosby; probablemente habrían aprendido algo. En la parte inferior del jardín, junto a una dalia gigante, había un hombre alto y viejo, vestido con un abrigo blanco de alpaca, un panamá de color amarillo, unos pantalones desgastados y unas botas de goma. Miraba a la dalia de la forma en que un médico nos examina la garganta cuando decimos «aaaah», aunque seguramente la planta le resultaba mucho más interesante.
El ruido de mis pasos le hicieron alzar la vista. Su cara, marchita y arrugada, parecía una uva pasa; de las orejas le salía una mata de pelo blanco y grueso. No era un rostro noble ni inteligente, sino el de un hombre muy viejo satisfecho consigo mismo; el de alguien con pocas expectativas, obstinado, poco lúcido, pero aun así, imbatible.
—Buenas tardes —le dije—. Espero no molestarle.
—La consulta funciona de cinco a siete, joven —murmuró en un tono de voz tan débil que apenas era audible—. Ahora no puedo atenderle.
—No vengo como paciente —repuse, mirando la dalia por encima del hombro. Era una flor de lo más bonita: no había ni un solo defecto en sus ocho centímetros de diámetro.
—Mi nombre es Malloy. Soy un viejo amigo de Janet Crosby.
El viejo pasó sus dedos sarmentosos por los pétalos de la flor.
—¿De quién? —preguntó vagamente, sin interés; un viejo poco lúcido con una flor.
—Janet Crosby —dije.
El sol, el zumbido de las abejas y el olor de las flores me distrajeron un poco.
—¿Qué pasa con ella?
—Usted firmó su certificado de defunción.
Sus ojos dejaron la dalia para concentrarse en mí.
—¿Quién me ha dicho que es usted?
—Victor Malloy. Tengo algunas dudas respecto a la muerte de la señorita Crosby.
—¿Por qué tiene dudas? —preguntó.
Sus ojos desprendían un destello de alarma. El viejo sabía que estaba viejo y que su cabeza ya no respondía como antes; era consciente de que a su edad, el riesgo de cometer un día u otro un error profesional era demasiado alto. Por todo ello, temía que yo creyera que se había equivocado en algo.
—Pues mire —dije con tranquilidad—; he estado fuera durante tres o cuatro años. Janet Crosby era una buena amiga. No tenía ni idea de sus problemas cardíacos. Fue tremendo enterarme de que se había ido así. Quiero asegurarme de que no hubo ningún error.
Se comprimieron los músculos de su cara y se le dilataron las fosas nasales.
—¿Qué está insinuando? Murió por una endocarditis maligna. Los síntomas eran inconfundibles. Además, también estuvo allí el doctor Salzer. No hubo ningún error. No sé a qué se refiere.
—Si es así, me alegra oírlo. ¿Qué es exactamente una endocarditis maligna?
El viejo frunció el ceño. Por un momento creí que me diría que no sabía de qué demonios le estaba hablando. Pero se recompuso, revolvió en su vieja memoria y luego, como si repitiera de memoria la página de algún viejo diccionario médico, recitó:
—Es una infección microbiótica progresiva de las válvulas cardíacas. El sistema circulatorio arrastra los pedazos de las válvulas por todo el cuerpo. La mujer no tuvo ninguna oportunidad. No habría podido salvarla aunque me hubieran llamado horas antes.
—Eso es lo que me preocupa, doctor —dije. Le sonreí para que viera que yo estaba de su parte—. ¿Por qué lo llamaron a usted? Después de todo no era su paciente, ¿verdad?
—Desde luego que no —admitió, casi con enfado—. Pero hicieron lo correcto al llamarme. Vivo muy cerca del sitio donde ella vivía. No habría sido ético llamar al doctor Salzer por un certificado de defunción.
—¿Quién es ese doctor Salzer?
Volvió a distraerse y sus dedos buscaron la dalia. Entendí que quería quedarse a solas; que deseaba que dejaran que su cabeza siguiera absorta en su pacífica contemplación de las flores; que lo que menos necesitaba en el mundo era un tío bronco que le hiciera perder el tiempo.
—Es el dueño de un loquero que hay junto a la propiedad de los Crosby —dijo, finalmente—. Es amigo de la familia y, por eso, no era ético que firmara el certificado. Me halagó mucho que me pidieran ayuda.
Podía imaginarlo. A saber cuánto le habían pagado.
—Mire, doctor —espeté—, iré directo al grano. He intentado hablar con Maureen Crosby, pero no se encuentra bien. Ahora me marcharé, pero antes me gustaría entender una cosa. Lo único que sé es que Janet murió de repente. Según usted, por un problema cardíaco. ¿Qué se lo provocó? ¿Usted estaba allí cuando murió?
—Pues no —dijo mientras la alarma volvía a sus débiles ojos—, llegué media hora después de su muerte. Falleció mientras dormía. Sus síntomas eran inconfundibles. El doctor Salzer me dijo que sufría de la enfermedad desde hacía unos meses; la había tratado él mismo. Poco se puede hacer en casos como el suyo, excepto descansar. Pero no entiendo por qué me hace tantas preguntas —regateó, mirando hacia la casa con la esperanza de que su mujer lo necesitara para algo. No era el caso.
—Simplemente quiero saber —le tranquilicé. Volví a sonreír—. Usted llegó a la casa y Salzer ya estaba allí, ¿no es así?
Asintió con la cabeza. Con el transcurrir de los segundos se ponía cada vez más nervioso.
—¿Había alguien más allí?
—La más joven de las Crosby.
—¿Maureen?
—Creo que ese es su nombre.
—Y Salzer lo llevó a la habitación de Janet, si no me equivoco. ¿Maureen los acompañó?
—Sí. Ambos vinieron conmigo a la habitación. La joven parecía estar muy alterada. Estaba llorando. —Acarició la dalia—. Tal vez debería haber pedido una autopsia —reflexionó de repente—. Pero le aseguro que no era necesario. La endocarditis maligna es inconfundible. Además, hay que tener en cuenta los sentimientos de los que quedan.
—Y, sin embargo, después de catorce meses, acaba de decir que debería haber habido una autopsia —repliqué, levantando un poco la voz.
—Si nos ajustamos al procedimiento, debería haberse hecho la autopsia. Sí, porque el doctor Salzer, que había estado tratándola, es doctor en ciencias, no en medicina. Pero los síntomas…
—Sí… ya lo sé. Son inconfundibles. Otra cosa, doctor. ¿Alguna vez había visto a Janet Crosby antes? Quiero decir, ¿antes de su muerte?
Me miró con desconcierto, como preguntándose si estaba a punto de caer en alguna trampa.
—La había visto en su coche, pero nunca había cruzado una palabra con ella.
—Y no tan cerca como para notar una afección cardíaca.
Guiñó los ojos.
—No entiendo a qué se refiere.
—Dice que estaba enferma desde hacía meses y que la vio en su coche. ¿Cuándo fue eso? ¿Cuánto tiempo antes de que muriera?
—Uno o dos meses antes. No lo recuerdo.
—Lo que trato de decir —agregué, pacientemente— es que esta enfermedad seguramente muestra síntomas que un médico habría reconocido.
—No veo por qué.
—¿No dijo usted que es una enfermedad de síntomas inconfundibles?
Se lamió sus delgados labios.
—No sé de qué está hablando realmente —dijo, retrocediendo—. Yo no puedo dedicarle ya más tiempo; es un bien muy valioso. Le pido que me disculpe.
—De acuerdo, doctor —dije—. Lamento haberle molestado. Ya sabe cómo es esto; quería sentirme en paz. Quería mucho a esa chica.
Haciendo caso omiso, el doctor continuó retrocediendo en dirección a sus rosales.
—Otra cosa, doctor. ¿Cómo puede ser que el doctor Salzer sí haya firmado el certificado de defunción de Macdonald Crosby cuando se pegó el tiro? ¿Qué pasó en aquella ocasión con la ética?
Me miró del modo en que mirarías a una araña que acaba de caer en tu bañera.
—Deje de molestarme —replicó con voz temblorosa—. Pregúntele a él y no me moleste más.
—Sí —dije—, es una buena idea. Gracias, doctor.
Se giró, dirigiéndose hacia sus rosas; por detrás parecía más viejo aún. Mientras me alejaba vi como cogía una rosa muerta y noté que le temblaba la mano. Me temo que había estropeado su tarde.
La pequeña mujer estaba parada en el pórtico de la puerta delantera. Fingió no verme.
—Creo que he abusado del tiempo del doctor —dije, levantando mi sombrero—. Me dijo que su tiempo vale mucho. ¿Cinco dólares serán suficientes?
Sus cansados ojos se aclararon, su fina cara se iluminó.
—Es muy considerado de su parte —dijo la mujer, mirando furtivamente al jardín, a la vieja espalda arqueada y al panamá amarillo.
Deslicé el billete en su mano y ella lo cogió como una lagartija atraparía una mosca. Por lo menos, no había estropeado la tarde de aquella mujer.