II

Crestways, la propiedad de los Crosby, se escondía detrás de unas paredes cubiertas de buganvillas que se extendían delante de un seto alto y recortado de pino australiano. Detrás de las paredes había una valla recubierta de alambre de espino. Custodiaban la entrada unos pesados portones de madera. En el portón de la derecha había una mirilla. A lo largo de Foothill Boulevard, a espaldas del desierto de Crystal Lake, había media docena de fincas similares, separadas de sus vecinas por cuatrocientas hectáreas de tierra baldía cubierta de matorrales, arena y calor.

Sin mucho interés, bajé la ventanilla de mi Buick convertible de antes de la guerra. Aparte de la inscripción sobre mármol en la fachada que consignaba el nombre de la casa, no había en ella nada particular ni diferente a las otras mansiones de Orchid City. Todas se escondían detrás de muros inexpugnables; todas tenían altos portones de madera para impedir la entrada de visitantes inoportunos; en todas habitaba el mismo silencio reverente, el mismo olor a flores y a jardines bien regados. Aunque no podía ver más allá de las puertas, sabía que allí estarían la magnífica piscina, el acuario, el paseo de piedra y el jardín de rosas de todas las casas. Cuando uno posee un millón de dólares tiene que vivir del mismo modo en que viven los otros millonarios. Quien hace lo contrario, es juzgado negativamente por sus pares. Esa es la forma en que funcionaron, funcionan y funcionarán las cosas cuando uno tiene un millón de dólares.

Nadie parecía tener prisa por abrirme la puerta, así que bajé del coche y me colgué de un extremo de la cadena de la campanilla, que respondió retumbando tenuemente. No ocurrió nada. El sol caía a plomo sobre mí. Demasiado calor para quedarse ahí parado sin hacer nada, así que empujé la puerta, y esta se abrió crujiendo.

Un camino de hierba lo suficientemente grande como para realizar maniobras de tanques guiaba el camino en el interior de la finca. El césped no había sido cortado desde hacía meses, y las dos extensas fronteras herbáceas que crecían a ambos lados de la calzada tampoco habían recibido ninguna atención esa primavera, ni el otoño anterior. Los narcisos y tulipanes eran desordenadas manchas de color marrón entre las peonías muertas. Las plantas crecían completamente enmarañadas y una franja de hierba desdibujaba los bordes del camino; malas hierbas asomaban entre las grietas del camino de asfalto; una rosa olvidada se agitaba perezosamente al son del viento del desierto. Aquel era un jardín abandonado y olvidado. Viéndolo, uno podía imaginar fácilmente al viejo Crosby retorciéndose en la tumba.

Al final de la calzada se hallaba la casa: una mansión de dos pisos, con techo de tejas rojas, persianas verdes y un balcón terraza. Las persianas cubrían las ventanas y no se advertía movimiento alguno en el patio de baldosas verdes. Decidí que era mejor caminar que luchar contra las puertas de entrada para dar paso a mi Buick.

En la mitad de la descuidada calzada había una pérgola cubierta de flores de vid. Bajo su sombra, tres chinos jugaban a los dados. Eran tres hombres sucios y de apariencia estúpida, que fumaban cigarrillos ajenos al resto del mundo. No se molestaron en levantar la mirada, no; ni siquiera cuando me detuve a mirarlos. Pero, después de todo, tampoco se habían molestado en cuidar del jardín durante este tiempo.

Proseguí mi marcha.

La siguiente curva me llevó a la piscina. Tenía que haber una piscina, pero no necesariamente una como aquella. Vacía, los hierbajos y el musgo se acumulaban en sus bordes y en su agrietado fondo. El toldo blanco, que seguramente había lucido muy elegante en otra época, se había soltado y se batía quejumbroso.

En un ángulo recto con respecto a la casa había una hilera de cocheras con sus dobles puertas cerradas. Sentado al sol sobre un tanque de gasolina, un sujeto pequeño tallaba un trozo de madera, ataviado con unos sucios pantalones de franela, una camiseta de tirantes y una gorra de chófer. El tipo alzó la vista y al verme frunció el ceño.

—¿Hay alguien en casa? —le pregunté al tiempo que buscaba un cigarrillo. Cuando lo encontré, lo encendí.

Le costó una vida hallar la fuerza suficiente para decir:

—No me molestes. Estoy ocupado.

—Ya lo veo —respondí, soplándole el humo a la cara—. Me encantaría verte cuando te relajas.

El hombre escupió con toda precisión en una maceta de geranios y siguió con lo suyo. Pasé a ser parte del descuidado paisaje.

Como era imposible conseguir algo útil de aquel tipo y, además, hacía demasiado calor para preocuparse, decidí ir hacia la casa. Subí los anchos escalones de la entrada y llamé al timbre, pero solo obtuve un silencio fúnebre por respuesta. Tuve que esperar mucho tiempo antes de que alguien respondiera a mi llamada. No me importó. Estaba a resguardo del sol, y además en la finca reinaba una atmósfera de sopor y desidia que ejercía en mí una especie de influencia hipnótica. Si me hubiera quedado allí un poco más, también yo habría empezado a tallar madera.

La puerta se abrió, y aquella especie de mayordomo me miró por encima del hombro, de la forma en que miras por encima al sujeto que te ha despertado de una siesta tranquila y agradable. Era un bichejo alto, delgado, de cara larga, pelo gris y un par de ojos muy juntos y amarillentos. Llevaba puesto un chaleco y unos pantalones tan arrugados que parecía haber estado durmiendo con ellos, cosa que probablemente había hecho. No llevaba chaqueta y las mangas de su camisa sugerían que ardían en deseos de pasar por la lavandería, pero que seguían allí por pura pereza.

—¿Sí? —preguntó, distante, levantando las cejas.

—Busco a la señorita Crosby.

Me di cuenta de que, medio oculto en la mano ahuecada, sostenía un cigarrillo encendido.

—La señorita Crosby no recibe visitas ahora —dijo, y comenzó a cerrar la puerta.

—Soy un viejo amigo. Le gustará verme —repliqué, y llevé el pie hacia delante para bloquear el paso de la puerta—. Me llamo Malloy. Dígale mi nombre y espere a ver su reacción. Apuesto a que le encarga una botella de champán.

—La señorita Crosby no se encuentra bien —rebuznó maquinalmente, como si estuviera representando un papel en una obra de teatro de barrio—. Ya no recibe a nadie más.

—¿Como la señorita Otis?

Esa frase no le impactó en lo más mínimo.

—Le diré que ha llamado.

La puerta se estaba cerrando. No se dio cuenta de mi pie y se sorprendió cuando notó que la puerta no cerraba.

—¿Quién la cuida? —le pregunté sonriendo.

En sus ojos apareció una expresión de desconcierto. Su vida había sido tranquila y apacible durante tanto tiempo que no estaba en forma para hacer frente a un evento inesperado.

—La enfermera Gurney.

—Entonces me gustaría ver a la enfermera Gurney —espeté, cargando mi peso sobre la puerta. La falta de ejercicio, el exceso de sueño, el tabaco y el acceso a una bodega completa habían debilitado sus músculos. Cedió ante mi presión como una flor ante una segadora de árboles y me encontré dentro de una gran sala, frente a un amplio tramo de escaleras en curva que conducía a las habitaciones superiores. A mitad de camino había una figura vestida de blanco: una enfermera.

—Está bien, Benskin —dijo—. Yo me ocuparé de él.

Aquel tipejo alto y delgado se mostró aliviado. Me dedicó una mirada breve, perpleja, y acto seguido cruzó de puntillas la sala.

La enfermera bajó lentamente por las escaleras, consciente de que era agradable a la vista y contenta de que la observaran. Era una enfermera de comedia musical, capaz de subirte la temperatura con una simple mirada. Rubia, con labios color escarlata y ojos sombreados en azul. Un número muy ingenioso, una sinfonía de curvas y sensualidad tan apasionante, viva y caliente como la llama de un soplete de acetileno. Si alguna vez ella tuviera que cuidarme, no me importaría estar en cama por el resto de mis días.

Ahora estaba a mi alcance, y tuve que contenerme para no estirar la mano y tocarla. Noté en la expresión de sus ojos que era consciente de la impresión que me había causado y me pareció que yo le interesaba tanto como ella a mí. Con un largo dedo afilado ocultó un rizo debajo de la cofia; una ceja cuidadosamente depilada se elevó un centímetro; la boca pintada de rojo se curvó en una sonrisa; detrás de la máscara de pestañas unos ojos azul verdosos brillaban y se mantenían alerta.

—Esperaba ver a la señorita Crosby —le dije—. He oído que no está bien.

—Así es. Me temo que ni siquiera tiene fuerzas para recibir visitas.

Tenía una profunda voz de contralto que hacía vibrar mis vértebras.

—Mal asunto —le dije, y eché un vistazo rápido a sus piernas. Puede que las de Betty Grable fueran mejores, pero no mucho mejores—. Acabo de llegar a la ciudad, soy un viejo amigo. No tenía idea de que estuviera enferma.

—Ha estado así los últimos meses.

Tuve la impresión de que la enfermedad de Maureen Crosby no era un tema que la enfermera Gurney quisiera tocar.

—Nada serio, ¿verdad?

—Bueno, no es grave, pero necesita descanso y tranquilidad.

Si lo hubiera necesitado, ese habría sido el momento ideal para un bostezo.

—Bueno, esto es bastante tranquilo —observé, y me sonrió—. Demasiado para usted, supongo.

Eso era todo lo que necesitaba. Podía ver cómo se empezaba a soltar la melena.

—¿Tranquilo? Este sitio podría ser la tumba de Tutankamón —exclamó.

Luego, recordando que era una enfermera criada en la mejor tradición de Florence Nightingale, tuvo la decencia de ruborizarse.

—Creo que no debí haber dicho eso, ¿verdad? No ha sido muy refinado.

—No tiene que ser refinada conmigo —le aseguré—. Yo soy un tipo sociable, que se relaja aún más con un whisky doble mezclado con agua.

—Bien, eso es bueno.

Sus ojos hicieron una pregunta y los míos le contestaron. De repente, se echó a reír.

—Si no tiene nada mejor que hacer…

—Como dice un viejo amigo mío: ¿qué puede ser mejor que esto?

La ceja volvió a levantarse.

—Creo que yo podría darle una respuesta a su amigo.

—Dígamelo a mí.

—Tal vez lo haga, un día de estos. Si realmente desea tomar una copa, venga conmigo; sé dónde esconden el whisky.

La seguí hasta una habitación grande al final del pasillo. Sacudía sus caderas con cada paso, controlando el peso y el contoneo bajo el traje blanco; se movían igual que una pelota de béisbol entre los dedos del lanzador. Podría haberla seguido el día entero.

—Siéntese —dijo, señalando un sofá de dos metros— mientras voy a preparar unas bebidas.

—Bien —repliqué, apoyándome sobre el acolchado sillón—, pero con una condición: nunca bebo a solas. Tengo ideas muy firmes respecto a eso.

—Yo también —dijo.

La observé mientras sacaba una botella de Johnny Walker, dos vasos de medio litro y una botella de agua tónica de un armario de estilo jacobino.

—Podríamos ponerles hielo, pero tendría que pedírselo a Benskin… y creo que ahora mismo podemos prescindir de Benskin, ¿no? —insinuó, mirándome por debajo de esas pestañas que eran como rejas con púas.

—Olvide el hielo —le dije—, y tenga cuidado con la tónica. Esas cosas pueden arruinar un buen whisky.

Sirvió tres centímetros de whisky en dos vasos y añadió una cucharadita de tónica a cada uno.

—¿Le parece bien así?

—Perfecto —le dije, extendiendo una mano bien predispuesta—. Tal vez será mejor que me presente. Soy Vic Malloy. Vic, para los amigos, y todas las rubias guapas cuentan con mi más profunda amistad.

Se sentó, sin preocuparse por ajustarse la falda. Tenía las rodillas bonitas.

—Eres la primera persona que hemos tenido por aquí en cinco meses —dijo—. Había empezado a creer que este lugar estaba maldito.

—En cierto modo, lo está. Ayúdeme un segundo con esto, ¿quiere? La última vez que estuve aquí, esto era una finca, no un proyecto de desierto. ¿Es que ya nadie hace su trabajo por aquí?

Ella encogió unos hombros bien formados.

—Ya sabes cómo son las cosas. A nadie le importa un bledo.

—¿Tan mal está Maureen?

La chica torció el gesto.

—Oye, ¿te importa si hablamos de otra cosa? Estoy bastante cansada de Maureen.

—Tampoco es la niña de mis ojos —dije, probando el whisky. Era lo suficientemente fuerte para provocarle ampollas a un búfalo—. Pero la conozco desde siempre y siento curiosidad. ¿Qué es lo que le sucede exactamente?

Echó la cabellera rubia hacia atrás y dejó correr por la garganta que habitaba dentro de su hermoso cuello casi todo el contenido de su vaso. Por el modo en que se terminó el matarratas, supe que no era la primera vez que bebía.

—No debería decírtelo —murmuró. Y sonrió—. Pero si me prometes no contárselo a nadie…

—A nadie.

—Ha tenido problemas con las drogas y está en plena recuperación. Esto es completamente confidencial.

—¿Está muy mal?

La chica se encogió de hombros.

—Bastante mal.

—Y mientras el gato duerme los ratones van de fiesta, ¿verdad?

—Podría decirse así. Aquí nunca viene nadie y no parece que Maureen vaya a recuperarse pronto. Mientras ella trepa por las paredes y se desgañita, sus empleados se relajan. Es lo más justo, ¿no te parece?

—Claro. Y vaya si se relajan.

La chica se terminó su trago.

—Ahora basta de Maureen. Ya tengo suficiente de ella por las noches como para que también sea el centro de mis conversaciones.

—¿Trabajas por las noches? Eso sí que es una pena.

—¿Por qué? —Los ojos azul verdosos se pusieron alerta.

—Pensé que sería divertido sacarte a pasear una noche y mostrarte algunas cosas.

—¿Qué clase de cosas?

—Para empezar, mi adorable colección de aguafuertes.

Se rió.

—Si hay algo que me guste más que un aguafuerte es una colección de aguafuertes —dijo. Se puso en pie y caminó hasta la botella de whisky. El modo en que movía las caderas me tenía en vilo como un perro de caza—. Déjame que te llene de nuevo el vaso. No estás bebiendo.

—No hace falta. Estoy empezando a hacerme a la idea de que hay mejores cosas que beber.

—¿De veras? —Se sirvió más licor en su vaso. Esta vez dejó el agua tónica a un lado.

—¿Y quién cuida de Maureen durante el día?

—La enfermera Fleming. No te gustaría; odia a los hombres.

—¿Sí? —Se sentó junto a mí, cadera con cadera—. ¿Crees que puede oírnos?

—Si pudiera, daría igual, pero lo cierto es que no puede. Está en el ala izquierda, encima de las cocheras. Cuando Maureen empezó a chillar la pusieron allí.

Eso era exactamente lo que quería saber.

—Al diablo con las resentidas —dije, deslizando mi brazo por la espalda de la chica, que se apretó a mi cuerpo—. ¿Qué hay de ti? ¿También odias a los hombres?

—Depende de qué hombre hablemos.

Su cara estaba muy cerca de la mía; le apoyé los labios en la frente. Pareció gustarle.

—¿Qué tal este hombre?

—Bastante bien.

Cogí su vaso de whisky y lo dejé en el suelo.

—Es una pena derrocharlo.

—Pronto lo necesitarás.

—¿Tú crees?

Se abalanzó sobre mí, su boca en la mía, y nos quedamos así por un momento. De repente, me dio un empujón y se puso en pie. Pensé que le había asaltado la culpa, pero me equivoqué. Fue hacia la puerta y echó el cerrojo. Luego, volvió a sentarse a mi lado.