Era una de esas cálidas y agotadoras mañanas de julio, agradables cuando estás en bañador en la playa junto a tu rubia favorita pero difíciles de soportar si estás encerrado en una oficina, como era mi caso. Por la ventana abierta se colaba el murmullo de las olas, el zumbido de los aviones y el ruido del tráfico del Orchid Boulevard. El sistema de aire acondicionado, escondido en las entrañas de los edificios Orchid, se las apañaba perfectamente para mantener a raya las temperaturas en ascenso. Los rayos del sol, calientes y dorados, proyectaban dibujos sobre la alfombra que Paula había comprado para impresionar a los clientes y que a mí me parecía demasiado cara para ponerle un pie encima.
Me senté en mi escritorio, sobre el cual había dejado unas cuantas cartas para que Paula creyera que estaba trabajando, si llegaba a entrar. Detrás de unos espectaculares libros legales había un vaso de whisky lo suficientemente fuerte para rajar cemento. Cada vez que me acercaba a él, el hielo tintineaba.
Solo tres años y medio antes había fundado la compañía Universal Services, una organización que se hacía cargo de cualquier cosa: desde pasear a un cachorrillo hasta coger por las orejas a un usurero en pleno festín con el dinero de mi cliente. Era, en esencia, un negocio para millonarios y con tarifas muy caras. Pero, en fin, en Orchid City los millonarios son tan numerosos como los granos de arena de la playa. Durante estos tres años y medio nos habíamos divertido, habíamos jugado, habíamos ganado algo de dinero y aceptado trabajos de lo más variados. Incluso tuvimos que hacernos cargo de un asesinato.
Pero en los últimos días, el negocio estaba tan tranquilo como un soltero comiendo bollos en una sala de conferencias. Seguían llegando trabajos rutinarios, pero de esos se encargaba Paula Bensinger; únicamente cuando aparecían asuntos fuera de lo común, mi compañero Jack Kerman y yo nos poníamos manos a la obra. Pero no había aparecido nada fuera de lo común, de modo que no hacíamos más que esperar sentados, vaciando botellas de whisky y fingiendo estar muy ocupados delante de Paula.
Jack Kerman estaba recostado sobre la silla de los clientes. Era un hombre largo, delgado y elegante, con mechones blancos que se destacaban entre su pelo oscuro y un bigotito a lo Clark Gable. Se pasó el vaso helado de whisky por la frente para refrescarse. Llevaba un inmaculado traje color verde oliva, una corbata a rayas rojas y unos llamativos zapatos de piel de ante, blancos con motas verdes. Cada centímetro de su ser tenía el aspecto de haberse fugado de las página de Esquire.
—¡Vaya! —dijo después de un prolongado silencio—. ¡Quítale los brazos y podrías confundirla con la mismísima Venus!
Se acomodó sobre la silla y suspiró.
—¡Por cierto, me encantaría que alguien le arrancara los brazos! ¡Chico, qué fuerte era! Y yo fui lo suficientemente tonto para creer que podría manejarla.
—No empieces —le rogué, levantando mi vaso—. Lo último que necesito en una mañana como esta es un resumen de tu vida amorosa. Prefiero las obras completas de Krafft-Ebing.
—Ese viejo no te llevará a ninguna parte —dijo Kerman con sorna—. Además, todas sus ñoñerías están en latín.
—Te sorprenderías de la cantidad de gente que estudia latín solo para descubrir qué dice. Es lo que llamo matar dos pájaros de un tiro.
—Lo cual nos lleva nuevamente a mi rubia —dijo Kerman, estirando las piernas—. Me la encontré en la tienda de Barney anoche.
—No me interesan las rubias —le dije con firmeza—. En lugar de estar aquí hablando de tus conquistas, deberías estar en la calle tratando de conseguir nuevos clientes. A veces me pregunto para qué te pago.
Kerman se quedó pensativo. En su cara había una expresión de sorpresa.
—¿Quieres trabajar? —preguntó de golpe—. Creía que la idea era que Paula lo hiciera todo mientras nosotros descansábamos.
—Esa es la idea general, pero no estaría mal que de vez en cuando hicieras algo para ganarte la vida.
Kerman se sintió aliviado.
—Por supuesto, de vez en cuando. Por un momento creí que te referías a este momento. —Tomó un trago de su vaso y cerró los ojos—. Ahora, esta rubia de la que te estaba hablando es guapa como ninguna. Cuando le pedí una cita me dijo que no quería saber nada de hombres. ¿Sabes lo que le dije?
—¿Qué le dijiste? —le pregunté, porque de todos modos me lo iba a contar. Además, si yo no le escuchaba sus mentiras, ¿quién iba a escuchar las mías?
Kerman soltó una risotada.
—Señorita, puede que usted no vaya detrás de los hombres, pero las ratoneras tampoco van detrás de los ratones. ¿A que estuve listo? Pues mira, se derritió. No tienes por qué mirarme con esa cara de vinagre. Puede que tú ya lo hayas oído antes, pero para ella era la primera vez. Y surtió efecto.
Después la puerta se abrió sin que me diera tiempo a esconder mi vaso. Entró Paula.
Era alta, morena y adorable. Tenía unos ojos castaños y atentos, y una silueta que suscitaba toda clase de ideas lascivas. A mí, no a ella. Era rápida, implacablemente eficiente e incansable. De hecho, fue ella quien me animó a comenzar con Universal Services, e incluso me prestó dinero durante los difíciles seis meses posteriores a la puesta en marcha de la empresa. El éxito comercial de Universal Services se debía, sin duda, a su habilidad para administrar el negocio. Si yo era el cerebro de la organización, Paula era la médula. Sin ella habríamos cerrado en una semana.
—¿No tenéis nada mejor que hacer que estar ahí sentados bebiendo? —espetó, plantándose delante del escritorio y dirigiéndome una mirada acusatoria.
—¿Es que existe algo mejor? —respondió Kerman con insolencia.
Paula le dedicó una mirada gélida fugaz y acto seguido volvió a clavar sus brillantes ojazos marrones sobre mi persona.
—De hecho, Jack y yo discutíamos sobre la necesidad de conseguir algún nuevo cliente —informé, echándome el pelo para atrás—. Venga, Jack, vayamos a ver qué podemos encontrar.
—¿Dónde buscaréis? ¿En el bar de Finnegan? —preguntó Paula con sorna.
—Esa es una idea absolutamente brillante —dijo Kerman—. Es probable que Finnegan tenga algo para nosotros.
—Antes de iros, podríais ver esto —pidió Paula, y me acercó un sobre alargado—. Acaba de traerlo el portero; lo encontró en el bolsillo de uno de esos abrigos que tan amablemente le has regalado.
—¿De veras? —Cogí el sobre—. Qué extraño. No he usado esos abrigos desde hace más de un año.
—El matasellos lo confirma —dijo Paula, con ominosa calma—. La carta fue enviada hace catorce meses. Supongo que algo pasó: no es posible que la guardases y luego te olvidaras de ella. No serías capaz de hacer algo así, ¿verdad?
El sobre iba dirigido a mí y estaba escrito con una caligrafía apretada y femenina. No lo habían abierto.
—Ni siquiera recuerdo haberlo visto antes.
—No me sorprende. Te olvidas de todo lo que yo no te recuerdo —recriminó Paula con aspereza.
—Uno de estos días, querida harpía —dijo Kerman—, alguien se te plantará y te dará una bofetada.
—No creo que eso la detenga —observé, rasgando el sobre—. Lo he intentado y solo conseguí enfadarla más.
Metí los dedos en el sobre y saqué una nota y cinco billetes de cien dólares.
—¡Santo Dios! —exclamó Kerman, poniéndose en pie—. ¿Le diste eso al portero?
—No empieces tú ahora —dije, y leí la carta.
Crestways Foothill Boulevard
Orchid City
15 de mayo de 1948
¿Podría citarse conmigo en la dirección arriba indicada mañana a las tres de la tarde? Estoy desesperada por obtener información sobre alguien que está chantajeando a mi hermana. Entiendo que usted se dedica a estas cosas. Por favor, considere esta carta como confidencial y urgente. Le adjunto quinientos dólares como garantía.
JANET CROSBY
Siguió un largo y doloroso silencio. Ni siquiera Jack Kerman encontró algo que decir. Nuestro negocio dependía de las recomendaciones, y retener durante catorce meses un pago de quinientos dólares sin siquiera saberlo no era la mejor carta de presentación.
—Urgente y confidencial —murmuró Paula—. Después de olvidarlo durante catorce meses, se lo da al portero para que se lo cuente a sus amiguitos. ¡Brillante!
—¡Cierra el pico! —gruñí—. ¿Por qué nadie reclamó? Debió de creer que su carta se perdió… ¡Un momento! Está muerta, ¿verdad? Una de las chicas de la familia Crosby murió. ¿Fue Janet?
—Creo que sí —dijo Paula—. Lo averiguaré.
—Y desentierra todo lo que tenga que ver con Crosby.
Cuando salió del despacho, dije:
—Estoy seguro de que ha muerto. Creo que tendremos que devolverle este dinero a su familia.
—Si hacemos eso —observó Kerman, a quien no le gustaba devolver dinero—, puede que llamemos la atención de la prensa. Una noticia así sería una pésima publicidad, Vic. Puede que lo mejor sea no decir nada en absoluto.
—No podemos hacer eso. Prefiero ser ineficiente que deshonesto.
Kerman volvió a su butaca.
—Es más seguro dejar que los perros duerman. Crosby es petrolero, ¿verdad?
—Lo era. Está muerto. Murió en un accidente con armas de fuego hace un par de años. —Cogí el cortaplumas y empecé a agujerear el cartapacio—. No entiendo cómo pude olvidar esa carta. Paula nunca me lo perdonará.
Kerman, que conocía bien a Paula, sonrió comprensivamente.
—Pues sí —dijo Kerman—. Y me alegra no estar en tu pellejo.
Seguí haciendo agujeros hasta que Paula apareció con un montón de recortes de periódico.
—No me sorprende que no hayas sabido nada de ella. Murió de un ataque al corazón el 15 de mayo, el mismo día que escribió la carta —dijo, cerrando la puerta de la oficina.
—¿De un ataque al corazón? ¿Cuántos años tenía?
—Veinticinco.
Dejé el cortaplumas y busqué a tientas un cigarrillo.
—No parece una edad para morir de un infarto. De todos modos, sigamos adelante. ¿Qué más tienes?
—No mucho más. Casi todo lo sabíamos ya —dijo Paula sentándose en el borde del escritorio—. MacDonald Crosby ganó millones con el petróleo. Era un hombre duro y difícil de querer, con una mente tan amplia como el espacio entre dos dientes. Hasta 1943 vivió en San Francisco; luego se retiró del negocio y se instaló en Orchid City. Se casó dos veces y tuvo dos hijas: Janet, la mayor por cuatro años de diferencia, era producto de su primer matrimonio, mientras que Maureen fue fruto de la relación con su segunda mujer. Las dos eran completamente opuestas. Janet era estudiosa y se pasaba el día pintando (varios de sus óleos están en el Museo de Arte). Al parecer tenía mucho talento, un carácter reservado y un temperamento ácido. Maureen es la guapa de la familia; lleva una vida plagada de excesos, salvaje, vaga y licenciosa. Antes de la muerte de Crosby era frecuente verla en los titulares de los periódicos, de escándalo en escándalo.
—¿Qué clase de escándalos? —pregunté.
—Hace un par de años arrolló y mató a un muchacho en la avenida Central. Los rumores dicen que iba borracha, lo cual parece factible teniendo en cuenta que bebía como si no hubiera mañana. Crosby habló con la policía y la chica quedó en libertad tras pagar una cuantiosa multa por conducción temeraria. En otra ocasión, recorrió Orchid Boulevard a caballo sin nada encima; alguien apostó a que no se atrevería a hacerlo, de modo que lo hizo.
—Déjame comprobar si lo he pillado —dijo Kerman, excitado—. ¿Quién iba sin nada encima, el caballo o la chica?
—La chica, so burro.
—¿Y dónde estaba yo? No la vi.
—Solo pudo cabalgar cincuenta metros antes de que la detuvieran.
—Si yo hubiera estado allí, no la habría dejado avanzar ni siquiera eso.
—No seas basto. Y cállate.
—Parece la víctima ideal de un chantaje —agregué.
Paula asintió con la cabeza.
—Ya sabes lo del accidente de Crosby. Estaba en su despacho limpiando un arma que se disparó y lo mató. Le dejó tres cuartos de su fortuna a Janet, sin condiciones, y un cuarto a Maureen, bajo fianza. Cuando Janet murió, Maureen se quedó con todo y, al parecer, se reformó. No ha aparecido en la prensa desde que murió su hermana.
—¿Cuándo murió Crosby?
—En marzo de 1948, dos meses antes que Janet.
—Qué suerte para Maureen.
Paula arqueó las cejas.
—Janet estaba muy alterada por la muerte de su padre. Nunca fue muy fuerte y, según la prensa, la consternación acabó por matarla.
—Sigo pensando que todas las circunstancias fueron muy favorables para Maureen. No me gusta, Paula. Acúsame de suspicaz, si quieres. Janet me escribe porque están chantajeando a su hermana, y de pronto, muere de un infarto y su hermana consigue dinero. Todo esto es muy sospechoso.
—No veo qué podemos hacer nosotros —dijo Paula frunciendo el ceño—, es imposible trabajar para un cliente muerto.
—¡No lo es! —exclamé, levantando los quinientos dólares—. Podemos devolverle este dinero a sus dueños o podemos tratar de ganárnoslo.
—Ha pasado demasiado tiempo —reflexionó Kerman, dubitativo—. Las pistas ya se habrán enfriado.
—Si es que había pistas… —agregó Paula.
—Ya —dije, echando mi silla hacia atrás—, pero si la muerte de Janet esconde algo siniestro, el tiempo que ha pasado juega a nuestro favor. Cuando nadie te achucha sobre el tema durante catorce meses, tiendes a sentirte seguro y bajar la guardia. Creo que llamaré a Maureen Crosby para preguntarle en qué se gasta el dinero de su hermana.
Kerman dejó escapar un gemido.
—Algo me dice que se han acabado las vacaciones —dijo lastimeramente—. Ya me parecía que era demasiado bueno para que durase. ¿Quieres que me ponga a trabajar ya o prefieres que espere a que vuelvas?
—Espera hasta que regrese —dije, yendo hacia la puerta—. Pero si has hecho planes con esa ratonera de la que me has hablado, más te vale que le digas que se busque otro ratón.