—Hablemos de un tema incómodo, la celebridad. ¿Las amistades, muy numerosas, que has adquirido después de ser famoso, tienen el mismo grado de profundidad que las otras? ¿Sabes descubrir cuándo son auténticas o cuándo responden apenas a la atracción que suscita la celebridad?
—Durante varios años tuve divididos a mis amigos entre los anteriores y los posteriores a Cien años de soledad. Quería decir con esto que los primeros me parecían más seguros, porque nos hicimos amigos por muchos motivos diversos, pero ninguno por mi celebridad. Con el tiempo me he dado cuenta de mi error: los motivos de la amistad son múltiples e insondables, y uno de ellos, tan legítimo como cualquier otro, es la atracción que suscita la celebridad. Esto funciona en dos sentidos, por supuesto: también yo he conocido ahora a muchas personas célebres que no hubiera podido conocer antes, las he conocido por su celebridad, y sólo por su celebridad, y luego me he hecho amigo de ellas porque he descubierto afinidades que no tienen nada que ver con la celebridad de ellas ni con la mía. Digamos que la celebridad es positiva en este sentido, porque ofrece oportunidades muy ricas para entablar amistades que de otro modo no hubieran sido posibles. Con todo, y a pesar del cariño que les tengo a mis amigos más recientes, mis amigos anteriores a Cien años de soledad siguen siendo para mí un grupo aparte, una especie de logia secreta, fortalecida por un elemento unificador casi indestructible, que son las nostalgias comunes.
—¿No crees que la celebridad ha modificado un tanto tu relación con ellos? Un ejemplo: ya no escribes cartas como antes lo hacías.
—Es cierto: no me confío con nadie con la misma inocencia que antes, no porque no sea capaz en medio de la incertidumbre de la fama, sino porque la vida termina por volverlo a uno cada vez menos inocente. Es cierto que no volví a escribir cartas desde hace unos doce años, pero no sólo a mis amigos sino a nadie, desde que me enteré por casualidad de que alguien había vendido unas cartas personales mías para los archivos de una universidad de los Estados Unidos. El descubrimiento de que mis cartas eran también una mercancía me causó una depresión terrible, y nunca volví a escribirlas.
—Ahora llamas a tus amigos por teléfono…
—O le doy la vuelta al mundo para estar con ellos, y a un costo demente, lo cual es una demostración más del inmenso aprecio que les tengo.
—Entre tus amigos recientes hay jefes de Estado. Algunos de ellos, lo sé, te oyen o te consultan. ¿No habrá dentro de ti una vocación de político? O quizás se trata de una secreta fascinación por el poder…
—No, lo que ocurre es que tengo una incontenible pasión por la vida, y un aspecto de ella es la política. Pero no es el aspecto que más me gusta, y me pregunto si me ocuparía de él de haber nacido en un continente con menos problemas políticos que América Latina. Es decir: me considero un político de emergencia.
—Todos los escritores latinoamericanos de tu generación se ocupan de la política. Pero tú en mayor grado. Mencionaba tu amistad con algunos jefes de Estado, por ejemplo.
—Mi relación personal con ellos es una consecuencia más de las oportunidades de relación casi infinitas que ofrece la celebridad (tanto la de ellos como la mía). Pero la amistad con algunos de ellos es el resultado de afinidades de tipo personal, que no tienen nada que ver con el poder y con la fama.
—¿No reconoces tener una secreta fascinación por el poder?
—Sí, siento una gran fascinación por el poder, y no es una fascinación secreta. Al contrario: creo que es evidente en muchos de mis personajes, hasta en Úrsula Iguarán, que es tal vez donde menos la han notado los críticos, y es por supuesto la razón de ser de El otoño del patriarca. El poder es sin duda la expresión más alta de la ambición y la voluntad humana, y no me explico cómo hay escritores que no se dejan inquietar por algo que afecta y a veces determina la realidad en que viven.
—Y tú, personalmente, ¿no has tenido tentación por el poder?
—Nunca. Existen muchas pruebas en mi vida de que siempre he esquivado de un modo sistemático toda posibilidad de poder, a cualquier nivel, porque no tengo la vocación, ni la formación, ni la decisión. Tres elementos que son esenciales en cualquier oficio, y que yo creo tener muy bien definidos como escritor. Equivocarse de destino es también un grave error político.
—Fidel Castro es muy amigo tuyo. ¿Cómo explicas esa amistad con él? ¿Qué juegan más en ella, las afinidades políticas o el hecho de ser él, como tú, un hombre del Caribe?
—Fíjate bien, mi amistad con Fidel Castro, que yo considero muy personal y sostenida por un gran afecto, empezó por la literatura. Yo lo había tratado de un modo casual cuando trabajábamos en Prensa Latina, en 1960, y no sentí que tuviéramos mucho de qué hablar. Más tarde, cuando yo era un escritor famoso y él era el político más conocido del mundo, nos vimos varias veces con mucho respeto y mucha simpatía, pero no tuve la impresión de que aquella relación pudiera ir más allá de nuestras afinidades políticas. Sin embargo, una madrugada, hace unos seis años, me dijo que tenía que irse a su casa porque lo esperaban muchos documentos por leer. Aquel deber ineludible, me dijo, le aburría y le fatigaba. Yo le sugerí que leyera algunos libros que unían a su valor literario una amenidad buena para aliviar el cansancio de la lectura obligatoria. Le cité muchos, y descubrí con sorpresa que los había leído todos, y con muy buen criterio. Esa noche descubrí lo que muy pocos saben: Fidel Castro es un lector voraz, amante y conocedor muy serio de la buena literatura de todos los tiempos, y aun en las circunstancias más difíciles tiene un libro interesante a mano para llenar cualquier vacío. Yo le he dejado un libro al despedirnos a las cuatro de la madrugada, después de una noche entera de conversación, y a las doce del día he vuelto a encontrarlo con el libro ya leído. Además, es un lector tan atento y minucioso, que encuentra contradicciones y datos falsos donde uno no se lo imagina. Después de leer el Relató de un náufrago, fue a mi hotel sólo para decirme que había un error en el cálculo de la velocidad del barco, de modo que la hora de llegada no pudo ser la que yo dije. Tenía razón. De modo que antes de publicar Crónica de una muerte anunciada le llevé los originales, y él me señaló un error en las especificaciones del fusil de cacería. Uno siente que le gusta el mundo de la literatura, que se siente muy cómodo dentro de él, y se complace en cuidar la forma literaria de sus discursos escritos, que son cada vez más frecuentes. En cierta ocasión, no sin cierto aire de melancolía, me dijo: «En mi próxima reencarnación yo quiero ser escritor».
—¿Y tu amistad con Mitterrand también tiene como base la literatura?
—También la amistad con Mitterrand empezó por la literatura. Pablo Neruda le habló de mí cuando era embajador de Chile en Francia, de modo que cuando Mitterrand visitó México, hace unos seis años, me invitó a desayunar. Yo había leído sus libros, en los que siempre he admirado una inocultable vocación literaria y un fervor por el lenguaje que sólo es posible en un escritor nato. También él había leído los libros míos. Esa vez, y la noche siguiente durante una cena, se habló mucho de literatura, aunque siempre he tenido la impresión de que nuestra formación literaria es distinta y nuestros autores preferidos no son los mismos. Sobre todo porque yo conozco mal la literatura francesa, y él la conoce a fondo como todo un profesional. Sin embargo, al contrario de lo que me ha ocurrido con Fidel Castro, las circunstancias en que nos encontramos siempre, sobre todo después de que él llegó a la presidencia de la república, nos llevan siempre a hablar de política, y casi nunca de literatura. En México, en octubre de 1981, el presidente Mitterrand nos invitó a almorzar a Carlos Fuentes, al gran poeta y crítico de arte guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, y a mí. Fue un almuerzo político muy importante. Pero después supe que la señora Danielle Mitterrand había sufrido una gran desilusión porque esperaba asistir a una conversación literaria. En el breve discurso que pronunció Mitterrand en el Palacio del Elíseo cuando me impuso la Legión de Honor en diciembre de 1981, lo que más me conmovió, casi hasta las lágrimas, fue una frase que sin duda le conmocionó a él tanto como a mí: «Vous appartenez au monde que jaime».
—Fuiste muy amigo del general Omar Torrijos, el hombre fuerte de Panamá. ¿Cómo nació esa amistad?
—Mi amistad con el general Torrijos empezó con un pleito. Yo declaré en una entrevista, tal vez en 1973, que él era un demagogo que se escudaba en su campaña de recuperación de Panamá, pero que en realidad no estaba haciendo nada por llevar a cabo en Panamá los cambios sociales que eran indispensables. El cónsul panameño en Londres me buscó para decirme que Torrijos me invitaba a Panamá, de modo que yo pudiera comprobar hasta qué punto era injusta mi declaración. Sospechando que lo que Torrijos buscaba era un golpe de propaganda, le dije que aceptaba su invitación, pero con la condición de que no se publicara la noticia de mi visita. Él aceptó. Pero dos días antes de mi llegada a Panamá, las agencias de prensa transmitieron la noticia de mi visita. Pasé de largo hacia Colombia. Torrijos, muy avergonzado por lo que en realidad había sido una infidencia de alguien distinto de él, insistió en la invitación. Yo lo hice de incógnito, pocos meses después, pero cuando quise ver a Torrijos no pude encontrarle sino veinticuatro horas más tarde, a pesar que solicité la ayuda de la Seguridad Nacional. Cuando al fin me recibió muerto de risa, me dijo: «¿Sabes por qué la Seguridad no pudo encontrarme? Porque estaba en mi casa, que es el último lugar donde nadie, ni siquiera la Seguridad, se puede imaginar que estoy». Desde ese momento nos hicimos amigos, con una verdadera complicidad caribe, y en alguna ocasión, cuando las negociaciones sobre el Canal de Panamá se habían vuelto muy tensas e inciertas, estuvimos los dos solos quince días en la base militar de Farallón, conversando de todo y tomando whisky. No me atrevía a irme, porque yo tenía la mala idea de que si se quedaba solo no podría resistir la tensión, y se iba a pegar un tiro. Nunca sabré si mi temor era infundado, pero en todo caso he creído siempre que el aspecto más negativo de la personalidad de Torrijos era su vocación de mártir.
—¿Alguna vez hablaste de libros con él?
—Torrijos no tenía el hábito de la lectura, era demasiado inquieto e impaciente para leer de un modo sistemático, pero se mantenía al corriente de los libros que estaban en primer plano. Tenía una intuición casi animal, como no he conocido otra en la vida, y un sentido de la realidad que a veces podía confundirse con una facultad adivinatoria. Al contrario de Fidel Castro, que habla sin descanso sobre una idea que le da vueltas en la cabeza, hasta que consigue redondearla de tanto hablar de ella, Torrijos se encerraba en un hermetismo absoluto, y sus amigos sabíamos que estaba pensando otra cosa distinta de la que hablaba. Era el hombre más desconfiado que he conocido jamás, y el más imprevisible.
—¿Cuándo le viste por última vez?
—Tres días antes de su muerte. El 23 de julio de 1981 yo estaba con él en su casa de Panamá, y me invitó a acompañarlo a un viaje por el interior del país. Nunca he podido saber por qué, pero por primera vez desde que éramos amigos, le dije que no. Me fui a México al día siguiente. Dos días después un amigo me llamó por teléfono para decirme que Torrijos se había matado en el avión en el que habíamos viajado tantas veces juntos, como tantos amigos. Mi reacción fue una rabia visceral, porque sólo entonces me di cuenta de que lo quería muchísimo más de lo que yo mismo creía y que nunca podría acostumbrarme a su muerte. Cada día que pasa me convenzo de que será así.
—También Graham Greene fue muy amigo de Torrijos. Tú leías mucho a Greene, y luego le conociste. ¿Cuál es tu impresión de él?
—Él es uno de los escritores que he leído más y mejor, y desde mis tiempos de estudiante, y uno de los que me han ayudado más a descifrar el trópico. En efecto, la realidad en la literatura no es fotográfica sino sintética, y encontrar los elementos esenciales para esa síntesis es uno de los secretos del arte de narrar. Graham Greene lo conoce muy bien y de él los aprendí, y creo que en algunos de mis libros, sobre todo en La mala hora, eso se nota demasiado.
No conozco a ningún otro escritor que se parezca tanto a la imagen que yo tenía de él antes de conocerlo, como me ocurrió con Graham Greene. Es un hombre de muy pocas palabras, que no parece interesarse mucho en las cosas que uno dice, pero al cabo de varias horas juntos se tiene la impresión de haber conversado sin descanso. Una vez, durante un largo viaje en avión, le comenté que él y Hemingway eran unos de los pocos escritores a quienes no se les podían detectar influencias literarias. «En mí son evidentes —me contestó—: Henry James y Conrad». Luego le pregunté por qué, a su juicio, no le habían dado el premio Nobel. Su respuesta fue inmediata. «Porque no me consideran un escritor serio». Es curioso, pero esas dos respuestas me dieron tanto en qué pensar, que conservo el recuerdo de aquel viaje como si hubiera sido una conversación continua de cinco horas. Desde que leí El poder y la gloria, no sé hace ya cuántos años, me imaginé que su autor debía ser como en efecto es.
—¿Cómo explicas que haya tenido con Torrijos una amistad análoga a la tuya?
—Su amistad con Torrijos, así como la mía con ambos, tenía algo de complicidad. Graham Greene tiene limitada su entrada a los Estados Unidos desde hace muchos años, porque en la solicitud de una visa declaró que había sido miembro de un partido comunista por pocos meses en su juventud. A mí me sucede lo mismo, por haber sido corresponsal en Nueva York de la agencia cubana de noticias. En esas circunstancias, Torrijos quería que fuéramos sus invitados a la firma del tratado del Canal de Panamá, que tuvo lugar en Washington en 1978, y nos dio a ambos pasaportes oficiales panameños. Nunca olvidaré la cara de burla con que Graham Greene descendió del avión oficial en la base naval de Andrews, en Washington, entre himnos y cañonazos, como sólo llegan a los Estados Unidos los jefes de gobierno. Al día siguiente estuvimos juntos en la ceremonia, a menos de diez metros de la larga mesa donde estaban sentados todos los gobernantes de América Latina, incluidos Stroessner del Paraguay, Pinochet de Chile, Videla de Argentina y Banzer de Bolivia. Ni él ni yo hicimos ningún comentario, mientras observábamos con el apetito que es de suponer aquel suculento jardín zoológico. Graham Greene se inclinó de pronto hacia mí, y me dijo al oído, en francés: «Banzer doit étre un homme trés malheureux». No lo olvidaré nunca, sobre todo porque me pareció que Graham Greene lo dijo con una gran compasión.
—¿De qué escritor ya desaparecido habrías podido ser amigo?
—De Petrarca.
—Fuiste recibido por el Papa Juan Pablo II. ¿Qué impresión te produjo?
—Sí, el Papa me recibió cuando apenas había transcurrido un mes desde su elección, y la impresión que me dio fue la de un hombre perdido no sólo en el Palacio del Vaticano, sino en el mundo inmenso. Era como si todavía no hubiera dejado de ser el obispo de Cracovia. No había aprendido ni siquiera cómo se manejaban las cosas de su oficina, y cuando ya me despedía no pudo hacer girar en la cerradura la llave de la biblioteca, y estuvimos encerrados un momento, hasta que uno de sus asistentes abrió la puerta desde fuera. No cuento esto como una impresión negativa, sino todo lo contrario: me pareció un hombre de una fortaleza física abrumadora, muy sencillo y cordial, que casi parecía dispuesto a pedir excusas por ser Papa.
—¿Con qué motivo le visitaste?
—Le visité para pedirle ayuda en algunos programas de derechos humanos en América Latina, pero él sólo parecía interesado únicamente en los derechos humanos de la Europa Oriental. Sin embargo, pocas semanas después, cuando fue a México y se enfrentó por primera vez con la pobreza del Tercer Mundo, tuve la impresión de que había empezado a ver un lado de la humanidad que no conocía hasta entonces. La audiencia fue de unos quince minutos, hablamos en castellano porque él quería practicarlo antes de ir a México, y me quedé para siempre con la impresión consoladora de que él no tenía la menor idea de quién era yo.
—Alguna vez te vi comiendo en París con Margaux Hemingway. ¿De qué puedes hablar tú con ella?
—Ella me habla mucho de su abuelo. Y yo le hablo mucho del mío.
—¿Cuál es el personaje más sorprendente que has conocido?
—Mercedes, mi esposa.
FIN