—Alguna vez tuviste la suerte de encontrar a la mujer más bella del mundo (¿en un cóctel?). Entre la mujer más bella del mundo y tú hubo, al parecer, una especie de coup de foudre. Ella te dio cita en la puerta de un banco, al día siguiente. Fuiste a la cita. Y cuando todas las circunstancias eran propicias para que entre la mujer más bella del mundo y tú ocurriera algo, huiste. Como un conejo. Tratándose de la mujer más bella del mundo (pensaste), aquella no podría ser una historia banal, y para ti (lo sabemos de sobra tus amigos) Mercedes, tu matrimonio con Mercedes, es más importante que cualquier cosa. ¿Debemos entender que la felicidad conyugal tiene como precio esta clase de sacrificios heroicos?
—Tu único error en la evocación de esta vieja historia es que su desenlace no tuvo nada que ver con la felicidad conyugal. La mujer más bella del mundo no tenía que ser, necesariamente, la más apetecible, en el sentido en que yo entiendo este tipo de relaciones. Mi impresión, al cabo de una breve conversación, fue que su carácter podía causarme ciertos conflictos emocionales que tal vez no estarían compensados por su belleza. Siempre he creído que no hay nada comparable a la lealtad de una mujer a condición de que se establezcan las reglas del juego desde el principio, y que uno las cumpla sin engaños de ninguna clase. Lo único que esa lealtad no puede soportar es la mínima violación de las reglas establecidas. Tal vez me pareció que la mujer más bella del mundo no conocía ese ajedrez universal, y quería jugar con fichas de otro color. Tal vez, en última instancia, no tenía mejores virtudes que su belleza, y esta no era bastante como para establecer una relación que fuera buena para ambos. Así las cosas, el sacrificio lo fue, pero no demasiado heroico. Toda la historia, que no duró más de media hora, dejó sin embargo algo importante: un cuento de Carlos Fuentes.
—¿Hasta qué punto han sido importantes las mujeres en tu vida?
—No podría entender mi vida, tal como es, sin la importancia que han tenido en ella las mujeres. Fui criado por una abuela y numerosas tías que se intercambiaban en sus atenciones para conmigo, y por mujeres del servicio que me daban instantes de gran felicidad durante mi infancia porque tenían, si no menos prejuicios, al menos prejuicios distintos a los de las mujeres de la familia. La que me enseñó a leer era una maestra muy bella, muy graciosa, muy inteligente, que me inculcó el gusto de ir a la escuela sólo por verla. En todo momento de mi vida hay una mujer que me lleva de la mano en las tinieblas de una realidad que las mujeres conocen mejor que los hombres, y en las cuales se orientan mejor con menos luces. Esto ha terminado por convertirse en un sentimiento que es casi una superstición: siento que nada malo me puede suceder cuando estoy entre mujeres. Me producen un sentimiento de seguridad sin el cual no hubiera podido hacer ninguna de las cosas buenas que he hecho en la vida. Sobre todo, creo que no hubiera podido escribir. Esto también quiere decir, por supuesto, que me entiendo mejor con ellas que con los hombres.
—En Cien años de soledad las mujeres ponen el orden allí donde los hombres introducen el caos. ¿Es tu visión del papel histórico de los dos sexos?
—Hasta Cien años de soledad, ese reparto de destinos entre el hombre y la mujer fue espontáneo e inconsciente en mis libros. Fueron los críticos, y en especial Ernesto Volkening, quienes me hicieron caer en la cuenta, y esto no me gustó nada, porque a partir de entonces ya no construyo los personajes femeninos con la misma inocencia que antes. En todo caso, analizando mis propios libros con esa óptica, he descubierto que, en efecto, parece corresponder a la visión histórica que tengo de los dos sexos: las mujeres sostienen el orden de la especie con puño de hierro, mientras los hombres andan por el mundo empeñados en todas las locuras infinitas que empujan la historia. Esto me ha hecho pensar que las mujeres carecen de sentido histórico: en efecto, de no ser así, no podrían cumplir su función primordial de perpetuar la especie.
—¿Dónde se formó en ti esa visión del papel histórico de las mujeres y de los hombres?
—Tal vez en casa de mis abuelos, mientras escuchaba los cuentos sobre las guerras civiles. Siempre he pensado que ellas no hubieran sido posibles si las mujeres no dispusieran de esa fuerza casi geológica que les permite echarse el mundo encima sin temerle a nada. En efecto, mi abuelo me contaba que los hombres se iban a la guerra con una escopeta, sin saber ni siquiera para dónde iban, sin la menor idea de cuándo volverían, y por supuesto, sin preocuparse qué iba a suceder en casa. No importaba: las mujeres se quedaban a cargo de la especie, haciendo los hombres que iban a reemplazar a los que cayeran en la guerra, y sin más recursos que su propia fortaleza e imaginación. Eran como las madres griegas que despedían a sus hombres cuando iban a la guerra: «Regresa con el escudo o sobre el escudo». Es decir, vivo o muerto, pero nunca derrotado. Muchas veces he pensado si este modo de ser de las mujeres, que en el Caribe es tan evidente, no será la causa de nuestro machismo. Es decir: si en general el machismo no será producto de las sociedades matriarcales.
—Me parece que giras siempre en torno al mismo tipo de mujer, muy bien representado en Cien años de soledad por Úrsula Iguarán: la mujer madre, destinada a preservar la especie. Pero existen también en este mundo (tienes que habértelas encontrado en la vida) las mujeres inestables, las mujeres castradoras o las simplemente «alumbradoras». ¿Qué haces con ellas?
—Estas, por lo general, lo que andan buscando es un papá. De modo que a medida que uno envejece está más propenso a encontrarlas. Un poco de buena compañía, un poco de comprensión, inclusive un poco de amor es todo cuanto necesitan, y suelen agradecerlo. Un poco de todo nada más, por supuesto, porque su soledad es insaciable.
—¿Recuerdas la primera vez que fuiste perturbado por una mujer?
—La primera que me fascinó, como ya te dije, fue la maestra que me enseñó a leer a los cinco años. Pero aquello era distinto. La primera que me inquietó fue una muchacha que trabajaba en la casa. Una noche había música en la casa de al lado, y ella, con la mayor inocencia, me sacó a bailar en el patio. El contacto de su cuerpo con el mío, cuando yo tenía unos seis años, fue un cataclismo emocional del cual todavía no me he repuesto, porque nunca más lo volví a sentir con tanta intensidad, y sobre todo, con semejante sensación de desorden.
—¿Y la última que te ha inquietado?
—Puedo decirte que fue una que vi anoche en un restaurante de París, y no te diría mentira. Me ocurre a cada instante, de modo que no llevo la cuenta. Tengo un instinto muy especial: cuando entro en un sitio lleno de gente, siento una especie de señal misteriosa que me dirige la vista, sin remedio, al lugar donde está la mujer que más me inquieta entre la muchedumbre. No suele ser la más bella, sino una con la cual, sin duda, tengo afinidades profundas. Nunca hago nada: me basta con saber que ella está ahí, y eso me alegra bastante. Es algo tan puro y tan hermoso, que a veces la propia Mercedes me ayuda a localizarla y a escoger el puesto que más me conviene.
—Aseguras que no tienes un pelo de machista. ¿Podrías dar un ejemplo para probarle a cualquier feminista desconfiada que no lo eres?
—La concepción que tienen del machismo las llamadas feministas no es la misma en todas ellas, ni siempre coincide con mi propia concepción. Hay feministas, por ejemplo, que lo que quieren es ser hombres, lo cual las define de una vez como machistas frustradas. Otras reafirman su condición de mujer con una conducta que es más machista que la de cualquier hombre. De modo que es muy difícil demostrar nada en este terreno, al menos en términos teóricos. Se demuestra con la práctica: Crónica de una muerte anunciada, para no citar sino uno de mis libros, es sin duda una radiografía y al mismo tiempo una condena de la esencia machista de nuestra sociedad. Que es, desde luego, una sociedad matriarcal.
—¿Cómo definirías, pues, el machismo?
—Yo diría que el machismo, tanto en los hombres como en las mujeres, no es más que la usurpación del derecho ajeno. Así de simple.
—El patriarca es un hombre sexualmente primitivo. Se lo recuerda su doble, en el momento de morir envenenado. ¿Crees que esta circunstancia influyó en su carácter o en su destino?
—Creo que fue Kissinger quien dijo que el poder es afrodisíaco. La historia demuestra, en todo caso, que los poderosos viven como atribulados por una especie de frenesí sexual. Yo diría que mi idea en El otoño del patriarca es más compleja: el poder es un sustituto del amor.
—Justamente: en tus libros, quien busca y consigue el poder parece incapaz de amar. Pienso no sólo en el patriarca, sino en el coronel Aureliano Buendía. ¿Esa incapacidad es causa o consecuencia de su gusto por el poder?
—Dentro de mi idea, pienso que la incapacidad para el amor es lo que los impulsa a buscar el consuelo del poder. Pero nunca estoy muy seguro de esas especulaciones teóricas, que en mi caso son siempre a posteriori. Prefiero dejárselas a otros que las hacen mejor y se divierten más con ellas.
—El teniente de La mala hora parece tener problemas sexuales. ¿Es un impotente o quizás un homosexual?
—Nunca creí que el teniente de La mala hora fuera homosexual, pero debo admitir que su comportamiento puede suscitar la sospecha. De hecho, en alguna versión de borrador era algo que se rumoreaba en el pueblo, pero lo eliminé porque me pareció demasiado fácil. Preferí que lo decidieran los lectores. De lo que no cabe duda es de su incapacidad para el amor, aunque yo no lo pensaba de modo consciente cuando estructuré el personaje, y sólo lo supe después, cuando trabajaba sobre el carácter del coronel Aureliano Buendía. En todo caso, la coherencia que hay entre estos dos personajes y el patriarca no va por la línea de su comportamiento sexual, sino por la línea del poder. El teniente de La mala hora fue mi primera tentativa concreta de explorar el misterio del poder (a un nivel tan modesto como el de un alcalde de pueblo) y el más complejo fue el del patriarca. La coherencia es demostrable: el coronel Aureliano Buendía pudo haber sido muy bien, en un nivel, el teniente de La mala hora, y en otro nivel, el patriarca. Quiero decir que en ambos casos su comportamiento hubiera sido el mismo.
—¿Realmente te parece muy grave la incapacidad para el amor?
—Creo que no hay mayor desgracia humana. No sólo para el que la padece sino para quienes tengan el infortunio de pasar por dentro de su órbita.
—¿La libertad sexual tiene para ti algún límite? ¿Cuál sería?
—Todos somos rehenes de nuestros prejuicios. En teoría, como hombre de mentalidad liberal, creo que la libertad sexual no debe tener ningún límite. En la práctica, no puedo escapar a los prejuicios de mi formación católica y de mi sociedad burguesa, y estoy a merced, como todos nosotros, de una doble moral.
—Has sido padre de varones. ¿Te has preguntado alguna vez cómo habrías sido tú como padre de hijas? ¿Estricto? ¿Tolerante? ¿Celoso, quizás?
—Yo soy padre sólo de varones y tú eres padre sólo de mujeres. Sólo puedo decirte que uno es tan celoso con sus hijos como lo son ustedes con sus hijas.
—Alguna vez dijiste que todos los hombres son impotentes, pero que se encuentra siempre una mujer que les resuelve el problema. ¿Hasta ese punto juzgas que son fuertes nuestras inhibiciones masculinas?
—Creo que fue un francés quien lo dijo: «No hay hombres impotentes, sino mujeres que no saben». En efecto, a pesar de que muy pocos lo reconocen, todo hombre normal llega muerto de miedo a una experiencia sexual nueva. La explicación de ese miedo, creo yo, es cultural: tiene miedo de quedar mal con la mujer, y en realidad queda mal, porque el miedo le impide quedar tan bien como se lo impone su machismo. En ese sentido, todos somos impotentes, y sólo la comprensión y la ayuda de la mujer nos permite salir adelante con cierto decoro. No está mal: eso le da un encanto adicional al amor, en el sentido de que cada vez es como si fuera la primera, y cada pareja tiene que empezar a aprender otra vez desde el principio como si fuera la primera tentativa de cada uno. La carencia de esta emoción y este misterio es lo que hace inaceptable y tan aburrida la pornografía.
—Cuando eras muy joven y muy pobre, y enteramente desconocido, sufriste a veces por falta de mujeres. Hoy, con la fama, te sobran oportunidades con ellas. Pero la necesidad de mantener tu vida privada en orden hacen de ti esa vaina tan rara que es un hombre difícil. ¿No resientes esto, en el fondo, como una injusticia del destino?
—Lo que me impide ser, como se dice, un tumbalocas público, no es la necesidad de preservar mi vida privada, sino el hecho de que no entiendo el amor como un asalto momentáneo y sin consecuencias. Para mí es una relación recíproca, larga y a fuego lento, y es eso lo que me resulta casi imposible de multiplicar en mis circunstancias actuales. No me refiero, por supuesto, a las tentaciones pasajeras, frutos de la vanidad, la curiosidad y hasta el aburrimiento, que no dejan rastros ni siquiera de la cintura para abajo. De todos modos, estoy seguro desde hace mucho tiempo de que ya no hay ninguna fuerza telúrica capaz de trastornar eso que tú llamas el orden de mi vida privada, y que todos entendemos, sin muchas explicaciones, lo que quiere decir.